Sigilosamente la observo. Me muevo tan despacio como ella. Poco a poco me acerco y se desliza hacia mí. Pero, de repente, sin apenas darme tiempo a reaccionar, cae sobre el suelo húmedo. La tierra la absorbe. Una gota de agua murió.
Todo está mojado. La tormenta ya ha callado dando paso al viento. Los árboles que me rodean bailan al compás del ritmo invernal.
Poco a poco todo se adormece, pero siempre tengo la compañía de las luciérnagas, ayudándome a no perderme o tropezar durante la noche. El miedo a dar un mal paso me hace sentir una fuerte presión en mi pecho. Nunca se sabe, quizás me caiga y no me pueda volver a levantar o elija el camino equivocado. Es difícil ver el peligro.
Hago un descanso para dormir, no sin saber que, después, seguiré caminando hasta el anochecer venidero, cuando recostaré la cabeza sobre mis manos, hasta que pueda hacerlo sobre una almohada o el pecho de alguien; pero todavía me queda mucho camino.
Al acostarme, procuraré mirar el suelo al tumbarme, para no clavarme ninguna astilla, y al levantarme, para seguir este camino, tendré cuidado con no pisar ningún canto que pueda dañar mi pie. Porque durante este viaje aprenderé nuevas cosas todos los días, hasta llegar al final.
Algún día, puede que alguien se cruce en mi camino, para acompañarme hasta mi destino, que se convertirá en nuestro, hasta que alguno de los dos vuelva a caminar solo. O por el contrario, esa persona sólo se cruce para enseñarme algo bueno o malo – ya lo descubriré – o simplemente el camino. Si al fin la encuentro, podré crear otra vida, otro camino.