Se extingue el día y llega la noche del lobo en uno de los lentos atardeceres de la montaña y la manada de lobos mantiene fija la mirada sobre el rebaño de venados que ramonea en las retamas.

El invierno es corto en pastos y a falta de otros el retamar ofrece alguna fibra para ir salvando las jornadas.

Pero aún siguen comiendo, todos los sentidos de los ciervos se hallan puestos en los lobos. Saben que les observan, que les estudian, y hacen rápidos planes y cálculos sobre como y hacia donde ir en caso de ataque. La escasez de alimento les obliga a salir a un lugar en el cual son fácil presa del lobo, sin la protección del bosque.

El jefe de la manada considera la situación. A doscientos metros, el grupo de ciervos pasta sin cuidado aparente, ellos son una docena de lobos, pero sabe que el venado es con el jabalí la presa de más respeto en el monte.

Hay mucho gasto y riesgo por medio y solo el hambre de los lobos, unida a la debilidad de algunos de los ciervos, podría decidirle a acometer, pues a él, como jefe a quien compete dar la orden.

Hay hambre en la manada. Atrás quedaron la primavera, el verano y el otoño, épocas agitadas porque la procreación obliga a infinitas precauciones.

Cuando la radiante luz de primavera se insinuó en el monte se disolvió la manada y cada cual labró su propio destino en la serranía.

El jefe tuvo sus nupcias con la hembra dominante y ésta buscó terreras bien protegidas de vistas y de vientos y en una de ellas alumbró su descendencia. Por dos veces tuvo que cambiar a las crías de cubil, porque los peligros para la camada son ciertos en tiempo de parto. Hay alimañeros que recorren las sierras con el solo fin de hallar loberas y llevarse los lobeznos, pagados a tanto la pieza por los pastores.

La luz está a punto de marchitarse cuando el lobo- jefe decide atacar. Por ahora no hay orden de batalla sino un avance cuyo objeto es catar el estado de los ciervos. Éstos, tan pronto los ven trotar colina abajo emprenden la huida, tampoco despavorida, porque saben de lobos y los adivinan en simple disposición de tanteo.

Todos los ciervos responden bien menos uno. Es un macho viejo pero experimentado, cuando sobre el cueto vio asomar la manada lobuna, su larga experiencia de ciervo veterano supo de inmediato que aquellos rostros eran para él los de la muerte y esperó acontecimientos con resignación.

Al avanzar los cánidos el rebaño ha salido de huida, pero endeble como está ha quedado rezagado.

La manada intuye las instrucciones del jefe y una partida de tres lobos ataja para cortarle el camino al monte espeso, el objetivo del rebaño. El jefe observa la acción de sus lobos. Ha visto las carencias del ciervo viejo y descornado y si la máquina de la manada funciona como debe, en poco tiempo habrá carne fresca y abundante.

Ataque en regla

Los tres lobos consiguen aislar al ciervo y lo empujan ladera abajo, hacia la raña, iniciándose el ataque en regla. Un grupo corta sierra por abajo y el otro por arriba del teso, haciendo tenaza sobre el asustado ciervo.

Su instinto le dice que no hay salvación posible, pero su dilatada vida le dice que nunca está dicho todo en el monte. En otra ocasión fue perseguido por lobos y cuando ya veía sus colmillos apareció a sus pies y gran tajo que pudo saltar con las alas del miedo burlando a sus perseguidores.

Ahí abajo, en la raña una hilera de chopos señala claramente el curso de un arrollo quizá logre salvarlo y sus largas patas le impulsen una vez más hacia la vida. Quizá haya perros u hombres que ahuyenten a los lobos. Quizá…

El lobo- jefe tiene la situación controlada. Conoce todos los pormenores de su feudo y los sabe libres de inferencia humana.

Cada vez que el ciervo cree haber dejado atrás la manada aparece improvisto al costado.

Los lobos están aplicando la táctica infernal: dividir la manada en dos y cortar una y otra vez la carrera de la presa. Con sus últimas energías logra llegar al arrollo pero no hay perros hombres que hagan por él. Vadea el curso, pero las fuerzas no le dejan salvar el talud, marrando el salto y cayendo en la corriente. Entonces siente en el flanco la primera dentellada y no la encuentra dolorosa.

Tampoco percibe dolor cuando una docena de cuchillos babeantes se clavan en sus carnes, sino una extraña y dulce sensación de vacío. Con la vista nublada contempla la hilera imperturbable de chopos y escucha el rumor del arrollo que fluye con aguas enrojecidas, llevándose río abajo su sangre y su vida. 

 

Trabajo original