Cuando comenzó la Guerra Civil tenía pocos años y el único recuerdo que guardo es el del ruido de la aviación y cómo al escucharlo todos salíamos de nuestras casas para escondernos en uno de los refugios que se habían construido en las lindes de las tierras.
Cuando los ruidos cesaban sabíamos que ya no había peligro y regresábamos a casa. En alguna ocasión nos encontrábamos con la casa desvalijada.
Al finalizar la guerra era habitual que en las reuniones que se hacían en la cocina, después de cenar, se contaran historias de la guerra. Todavía recuerdo cómo mi padre me contaba orgulloso montones de anécdotas protagonizadas por familiares, vecinos, amigos.
Una vez me contó la historia de un vecino que pertenecía al bando rojo y al que cuando le iban a dar el «paseo», su suegro le salvó (para quienes no lo sepan, cuando te iban a matar, te decían que te iban a dar un ‘»paseo» y te mataban).
Después le ordenó que se escondiera en la cabaña que él tenía en el monte. Cada cierto tiempo le subía comida; en una de esas tardes, tras haberle contado todo lo que sucedía en el pueblo, le dijo que tenía que irse un momento y que no tardaría en regresar. Las horas pasaban y no regresaba. Preocupado el yerno, bajó en su búsqueda. De repente, vio como por el camino que subía hacia la cabaña., su suegro caminaba junto a un grupo de nacionales. Corrió monte arriba y el mejor refugio que encontró fue en la casa de una anciana en donde nadie le buscaría, puesto que ella era demasiado religiosa como para dar cobijo a un rojo.
A la mañana siguiente, se vio obligado a partir; se pasó muchos años huyendo de un lugar a otro.
Recordaba lo que le había sucedido en uno de esos lugares en los que había estado refugiado.
Una noche mientras charlaba con la familia de la casa, llamaron a la puerta, a toda prisa se introdujo en el fogón del hornillo, sin darse cuenta de que se olvidaba el tabaco en la mesa. Aquella persona resultó ser el médico del pueblo que les había ido a hacer una visita de rutina. Éste, al darse cuenta de que en aquella casa no fumaba nadie, no dudó en avisar a los nacionales. Asustado al verles llegar, la única solución que encontró fue la de hacerse pasar por la abuela de la casa. Para ello, se puso una de sus faldas, un pañuelo en la cabeza y se cargó sobre los hombros unos cuévanos que contenían un par de ollas. Salió de la casa y pasó por delante de los nacionales, e imitando la perlesía que caracterizaba a la abuela, les dijo que se iba a la cabaña a ordeñar.
En otra ocasión se escondió en una casa que tenía entre la hierba del pajar un refugio. Disponía del espacio justo para que cupiera una persona, desde allí, un conducto le llevaba a la cuadra, en donde había un pesebre hueco. Gracias a este pesebre salvó su vida, pues un día mientras permanecía escondido en él, llegaron los nacionales y comenzaron a disparar contra la pila de hierba. A través del conducto llegó a la cuadra y se escondió en el hueco del pesebre.
Otro de los escondites fue una gran tinaja de vino. Pero la suerte dejó de acompañarlo y le atraparon. Fue castigado a trabajar en la minas de Gallarta. Fue un período duro, en el que se veía obligado a trabajar 15 toneladas de piedra mineral diarias. Cada tres toneladas les daban una chapa y hasta que no tenían cinco chapas no podían dejar de trabajar. En esas chapas había unas iniciales grabadas (dos Jotas que correspondían al nombre del dueño de las minas: Jerónimo Jubeto).
Transcurridos dos años fueron liberados y por fin pudieron retomar sus vidas.