Pengramel el caballero estaba triste, y no sabía cómo alcanzar la felicidad. Durante sus años de aventuras, correrías y combates había matado todo tipo de bichos, monstruos y personas, pero no había sido nunca feliz.

En sus años mozos había participado con su padre en pequeñas incursiones al nórdico país de Iuumersëin, arrasando sus aldeas pescadoras de gentes altas, delgadas y de cabellos rubios con ojos como témpanos de hielo; había violado a sus mujeres con el marco de las sonrisas de su padre y los vítores de sus soldados; había destripado niños para empalarlos junto con el pescado y dejar que se secaran en el cortante aire ártico; había torturado a orgullosos guerreros nórdicos, valientes en el campo de batalla y silenciosos en el potro hasta el punto de tragarse sus lenguas para no gritar. Su familia se regocijaba con ello, pero él no era feliz.

Ya que las razzias al norte no le impresionaban, su padre le mandó a las tórridas y exóticas tierras del sur para que él mismo forjara su fama de caballero y quizá así encontrar la felicidad. En su deambular salvó doncellas de las fauces de dragones, convirtió en piedra a miles de trolls luchando con ellos hasta el amanecer, exterminó tribus enteras de bosquimanos para arrebatarles los ídolos gemados que custodiaban, arrasó los castillos de hechiceros malvados, y de otros no tan malos, y cuando se dio cuenta sin querer había conquistado tronos, tiranizando a súbditos y nobles hasta llegar a conquistar él solo todo un imperio. Pero en todos esos años nunca había ni siquiera rozado la felicidad.

Gobernó con mano inflexible su imperio durante años y años, y continuó conquistando más y más naciones. Los reyes se arrodillaban temerosos ante su trono de hueso de dragón brindándole las más exquisitas doncellas para su disfrute.
Pero el sexo tampoco le trajo la felicidad. El amor para él era una falacia, un engaño para amansar al siervo. Por ello mató a toda dama que se le declaró enamorada: no podía hacer otra cosa, ya que sabía que tras ese engaño se ocultaba una nueva conspiración. Pengramel no era feliz, y nadie le amaba.

El tiempo pasó y él aumento sus reinos vasallos. Cuando solamente quedaba por conquistar un reino, un resplandor de esperanza iluminó su corazón de piedra, o de dragón, como le gustaba decir. Si engullía aquel último país quizá alcanzase su tan deseada felicidad. Envió un ejercito colosal, el mayor que nunca se hubiera visto en el mundo, y arrasó la tierra. Uno a uno cayeron los bastiones y cuando ardió el último, que era la capital, cuando mató con sus propias manos al último rey, no sintió esa luz del alma a la que llaman felicidad. Ni siquiera cuando la sangre del tirano de su padre manchó sus manos, cuando los llantos de su madre se convirtieron en blasfemias, ni siquiera cuando el último reino libre, aquel en que nació, le dio sus campos tornados cenizas para que construyera con ellos la última provincia de su vasto imperio, ni siquiera entonces fue feliz.

Un día su consejero imperial le informó con voz cantarina de la llegada de un embajada extranjera (a Pengramel le gustaba oír la voz del consejero imperial alabándole con cánticos, aunque no sabía que ésa era la única manera que tenía el hombre de hablar sin sentir nausea por su soberano). La nueva le irritó a la vez que le causó gran curiosidad:
– ¿Quién es aquel mensajero que osa llamarse extranjero en este mundo que es todo mío? ¿No sabe que no hay noble, siervo o bestia que no deba su vida a mi voluntad, que si es mi deseo puedo matar a todo aquel que me plazca porque toda vida que pisa este orbe es mía? ¡Que pase ese atrevido insolente!
Las altísimas y pesadas puertas del salón del trono deslizaron su colosal mole para dejar entrar a una figura gorda y envuelta en amplios y bárbaros ropajes. Tras él unos esclavos cargaban un voluminoso bulto cubierto por lonas. La rechoncha masa de telas hizo un enrevesada reverencia y mantuvo la mirada en los pies de Pengramel.
– ¡Habla, mensajero! ¿Qué ocultas bajo esos lienzos que pesa tanto como para hacer sudar de esa manera a tus fornidos esclavos? ¡Habla ya, o teme mi furia!
– Poderoso y magnánimo señor de todo lo que vive bajo este sol, habéis de saber que represento al señor Nílrem, poderoso hechicero que gobierna en un plano cercano al vuestro. Mi amo tuvo recientemente noticias de vuestras hazañas, por lo que me envió a traeros éste un humilde presente en muestra de respetuoso afecto para que aumente vuestra gloria hasta cimas inalcanzables.
» Habéis de saber, oh triunfante guerrero, que se trata de un espejo mágico, cuya función no quiso mi señor revelarme. Sin embargo, con palabras de sabiduría sólo comparable a la vuestra, indicó a este vuestro humilde esclavo que vuestra alteza conocería su función nada más verlo.
» Ahora, y si vuestra grandeza así lo desea, ruego me permitáis regresar a mis aposentos, ya que el viaje a sido largo y duro – acabó diciendo el emisario, tras lo que repitió su extraño saludo.
– Que te sean brindadas las más exquisitas de las viandas, y que tu descanso sea un anticipo de las amistosas relaciones que espero mantener con tu señor. Ve seguro de mi complacencia por el presente de tu amo -dijo Pengramel despidiéndole con la mano.
Cuando los esclavos salieron arrastrándose del salón del trono (ningún esclavo podía andar sin carga por el suelo que Pengramel pisaba) Pengramel hizo una seña para que viniera su consejero.
– Griomdh, que tus espías descubran todo lo posible acerca de ese reino que todavía no he conquistado, y mañana al alba detén a ese presuntuoso emisario bajo la acusación de dudar que mi persona es dueña de todo lo que hay bajo el sol.
La dulce voz del consejero imperial trinó:
– Vuestras órdenes son mandamientos divinos para mí, magnificencia.
– Y haz que lleven el espejo a mis aposentos. ¡Marcha y obedece!

El consejero fue visto y no visto, dejando a Pengramel contemplando meditabundo las telas que cubrían el espejo. Extraño presente para un guerrero, un atributo de la coquetería femenina, ¡casi parece un insulto!, pensó Pengramel. Sin embargo, un presentimiento ronda mi corazón de dragón: quizá con ello alcance mi tan deseada felicidad.
Ya en la soledad de sus aposentos no reprimió su creciente ansia por descubrir el impropio regalo proveniente de más allá de sus fronteras y desgarró con su daga ricamente enjoyada los lienzos que lo cubrían. Sí, era un espejo, con un marco bellamente decorado a base de los más variados motivos: en su dorada superficie convivían animales de leyenda como grifos y esfinges con otros reales como unicornios y faunos; extraños símbolos que quizá fueran palabras de un desconocido idioma se combinaban con arabescos y grecas sin sentido. Pero lo que más le atrajo fue la límpida imagen que de sí mismo había en el espejo: parecía de carne y hueso, y su perfección iba más allá de la simple reflexión de la luz, ya que incluso su alma parecía habitar esa imagen.
– Quizá esto sea lo que he buscado durante años, la fuente de mi felicidad.
– Y sin duda lo soy.

Pengramel palideció cuando su reflejo adquirió voluntad propia y pronuncio con voz idéntica a la suya aquellas palabras. Realmente la imagen había adquirido volumen y vida. ¡Hechicería! , pensó Pengramel.
– Sí, esto es hechicería – dijo la imagen sonriendo – y gracias a mí alcanzarás tu destino. Tú que has asolado un mundo entero buscando algo que nunca creíste hallar, lo tenías enfrente cada vez que veías tu reflejo en un espejo, en el agua o en los ojos de tus víctimas.
» Viviste por y para el combate, y nadie se te puede comparar en el manejo del acero, nadie excepto yo. Choquemos nuestras armas, y en mí encontrarás la felicidad, el único rival que satisfará tu sed de sangre y muerte.
Y la imagen de Pengramel dando un paso adelante salió del espejo para desenvainar entre carcajadas un mandoble idéntico al que portaba Pengramel:
– Bríndame el placer de la batalla que nunca he sentido y compartamos la excitación del llamear del corazón en el combate, Pengramel, mi creador.
– Ciertamente me siento ahora feliz, cuando escucho la siseante tonada de mi filo al deslizarse en su vaina. Enfrenta mi diestra a tu armada zurda. ¡Poder y gloria en el combate, mi reflejo, y que sea a la primera sangre!
– Así sea, que concluya el combate cuando uno de nosotros vierta la primera gota de sangre de su contrincante. ¡Acero!

Y el estruendo de las hojas encontrándose resonó en estancias donde nunca antes lo había hecho. Ningún oído quiso escuchar el combate, ningún ojo quiso contemplar el lance, nadie quiso saber qué ocurría en los aposentos del tirano. La lid se prolongó por horas en las que los filos se acariciaron, se mellaron y se destrozaron, sembrando con ellos la destrucción en los aposentos imperiales. Ninguno de los dos contrincantes cedía terreno, ninguno llegaba a rozar siquiera los ropajes del otro. Cuando, víctima del cansancio, Pengramel dudó en una finta y el filo de su imagen rasgó su brazo izquierdo, una gota rojiza surgió con ominoso significado para él:
– ¡No ha nacido hombre, bestia o imagen de espejo que ose vencer a Pengramel el Grande! ¡Que sea a muerte!
– ¡A muerte sea, mi creador!
Y ambos contendientes se enzarzaron en una pelea más brutal aun, en la que se terminaron las delicadezas de la caballería: eran dos sudorosos animales tratando de matarse el uno al otro. Lo ruidos en la alcoba imperial incrementaron su fiereza sin que nadie prestara la menor atención, y prosiguieron por horas.

Silenciosamente, Griomdh entró en la sala del trono.
– ¿Qué nuevas hay, Griomdh?
Casi se le escapó un grito cuando escuchó a sus espaldas la voz del emperador. Era raro, pero esta vez no había pedido que encendieran las colosales arañas que colgaban del techo, por lo que el trono estaba envuelto en densas sombras. Griomdh se arrodilló respetuoso ante su señor y realizó la complicada reverencia de rigor.
– Estamos solos, Griomdh. Olvídate de formalismos y falsas reverencias. Creo que te ordené capturar al amanecer al emisario que me regaló el espejo, ¿no?
Desconcertado ante la inusual franqueza de su señor, Griomdh tardó un poco en responder:
– Así es, su magnificencia. ¿Deseáis acaso que sea prendido ahora mismo? ¿Quizá que sea ajusticiado en la plaza del castillo y su cuerpo expuesto en la entrada principal, empalado?
Pengramel dio desde las sombras un despreocupado manotazo al aire:
– No, no, dejadle en paz: creo que mañana querrá venir a verme. No se lo impidáis. No deseo nada más, mi fiel Griomdh, puedes ir.
Griomdh realizó la reverencia sin poder evitar sorprenderse ante la sonrisa desenfada que su señor había dejado escapar. Cuando abandonó el salón del trono su mente era un amasijo de dudas: ¿Qué habría pasado tras esa pelea con el desconocido y alocado que en su demencia había intentado asesinar al mejor guerrero del universo? Los gritos que siguieron al combate sin duda significaban que el muy desgraciado había sido torturado como nunca por el amo. Aunque lo que más le extrañaba era un detalle insignificante que habría pasado desapercibido a cualquier otro que no fuera él: el emperador, como la mayoría de los grandes guerreros, era muy maniático con sus armas; sin embargo había visto, sin duda alguna, que el mandoble colgaba a su derecha, cuando la posición lógica para un diestro es la izquierda.
Prefirió no pensar más en ello. Su señor siempre había sido raro, y esto quizá era otra de sus rarezas. Con raudo caminar buscó algo que hacer para olvidar todo aquello: en el reino de Pengramel pensar era malo. Pero algo en su interior le gritaba que las cosas iban a cambiar.

 

Trabajo original