Continuando con sus opiniones sobre la situación de los estudiantes en los institutos, en ‘Con la sabiduría a cuestas’ este alumno comenta lo perfecto que sería informatizar todas las clases y acabar así con la necesidad de cargar con las pesadas mochilas.

Hay gente para la que existen varias razones por las que no le dan ganas de venir al Instituto; en algunas ocasiones es por no tener que soportar a determinado/a profesor/a o porque las tareas que les habían mandado el día anterior eran relativamente difíciles y no las habían podido hacer.
Pero a mí, personalmente, hay algo que me fastidia más; esto es mirar el martes por la noche el horario del día siguiente y darme cuenta de que tengo que meter en la mochila casi ocho kilos y medio de peso entre libros, cuadernos, archivadores y demás. Creo que debe haber gente a la que le cueste llevar tanto peso.
Y el caso es que hay varias maneras de solucionar el problema. Una de estas maneras sería volviendo al antiguo horario partido de mañana y tarde; aunque esta opción no está muy bien vista últimamente por la mayoría de los profesores y por algunos alumnos. O, quizá se podía instaurar el sistema de taquillas tan práctico en algunos centros.

También hay otra manera, que es mi sueño desde que era pequeño y que tenía ganas de contar. Ahora que tengo la oportunidad, lo voy a hacer:
Mi sueño sería que un viernes cualquiera nos dijera la tutora que al lunes siguiente no hay que traer mochila, porque nos espera una sorpresa. Durante todo el fin de semana no habría otro tema de conversación entre los de clase, exponiendo todo tipo de sugerencias.
Levantarme al lunes siguiente, arreglarme, salir a la calle con plena libertad, sin tener que estar pendiente de la mochila a la espalda y encontrarme con la gente de mi clase e ir hablando del único tema de conversación del que se hablaba durante los dos días anteriores.
Por fin llegamos al Instituto y vemos que todas las aulas están cerradas y que no ha llegado ningún profesor. Mientras esperamos a que vengan nos quedamos hablando de por qué tanto misterio.

Llegan los tutores y se dirigen a sus respectivas clases. Nosotros hacemos una piña alrededor de nuestra tutora. Mete la llave en la cerradura. La gira mientras la observamos en tensión. ¡Clic! se abre la puerta, miramos hacia el interior y vemos… ¡Un ordenador encima de cada mesa!

Corremos rápidamente a nuestros asientos e, impacientemente, esperamos a que la profesora nos termine de explicar que todo esto es porque al Gobierno le ha parecido más económico donar ordenadores a todos los colegios e Institutos que tener que pagar, mediante la Seguridad Social, ayudas para los jorobados y lisiados con las vértebras fastidiadas y las cervicales hechas puré por culpa de las mochilas que llevaban de pequeños.
Dicho esto, y tras una risa general, nos dan permiso para encender los ordenadores. Nos explican que en él están metidos todos los textos de todos los libros que antes teníamos que llevar a la espalda y que ahora nos cabe en un solo disquete; en él apuntaríamos las tareas y en casa las haríamos, las grabaríamos y las corregiríamos en clase.

De todas formas, el recreo seguiría siendo sagrado y, cada dos horas, nos dejarían salir veinte minutos para relajar la vista y los músculos, comer algo o charlar con los compañeros.

Durante todo el curso sería general el entusiasmo por la novedad de trabajar con ordenadores en vez de preocuparnos por si el bolígrafo se queda sin tinta.
Con esto se ponía fin a la era de las pesadas mochilas para dar paso a la era electrónica en su más alto grado.

Ése sería mi sueño y, aunque parece bastante difícil que se pueda convertir en realidad, no podemos descartar la remota posibilidad de que, a lo mejor, le pase a nuestros hijos o nietos. Mientras tanto, nosotros seguimos con la cruda realidad de las pesadas mochilas a la espalda.

Trabajo original