Javier Gil repasa el origen, las causas y la repercusión de la encefalía espongiforme bovina, llamada popularmente el mal de las vacas locas, desde que hiciera su aparición hasta la actualidad. El análisis de este alumno incluye críticas a la actuación de aquellos sectores interesados en acelerar el engorde de las vacas y la crisis que ha supuesto para las explotaciones ganaderas.
La enfermedad de las vacas locas (encefalopatía espongiforme bovina) es un patología que afecta al sistema nervioso central de la res. Los animales contrajeron esta enfermedad al ingerir harinas animales elaboradas con carne de ovejas afectadas por otro tipo de encefalopatía espongiforme, en lugar de comer harinas vegetales, que es lo que deben comer dada su condición de rumiantes.
Los primeros casos se dieron en Inglaterra en 1989, pero no salieron a la luz pública hasta 1991 por miedo a una repercusión en el mercado, porque por todo el mundo es sabido que a muchos de nuestros gobernantes les importa más la economía que la salud. La enfermedad de las vacas locas no se transmite de persona a persona, pero el ser humano se puede contagiar por la ingestión de una proteína llamada prión que se encuentra en el tejido nervioso de los animales afectados por el famoso mal.
Todo el problema se debe a que el hombre juega a ser una especie de dios de la naturaleza y a convertir un rumiante en carnívoro, sin saber las consecuencias que esto conlleva. Únicamente se piensa en ahorrar dinero en comida y, sobre todo, en que los animales engorden rápido porque las harinas se hacen con despojos de otros animales muertos. Por tanto, y después de este tipo de siniestras maniobras, estas gentes desaprensivas obtienen doble beneficio; por un lado consiguen aumentar el peso de las reses y, por otro, consiguen introducir en la cadena alimentaria un producto, como son los despojos, que resulta altamente peligroso cuando lo ingieren los bovinos. Este tipo de harinas deberían estar absolutamente prohibidas por su alto riesgo, pero otra vez entran en juego los intereses comerciales y la salud humana, y casi siempre en este tipo de colisiones es la economía la que sale ganando.
Las consecuencias del problema las pagan también el sector ganadero. Cientos de explotaciones están al borde de la ruina, en medio de una alarma social más que considerable. Además, por lo que se refiere a la repercusión inmediata en los mercados de abastos, se ha producido un crecimiento de los precios de otros productos como el cerdo y el pescado que influyen, por supuesto, en la cesta de la compra del consumidor e incluso en los registros de inflación que maneja el Gobierno.
En mi opinión, y ya para terminar, se deberían sacrificar todas las reses afectadas o con un alto riesgo de haber sido afectadas por el mal y prohibir la producción de harinas cárnicas de dudosa procedencia y con componentes cárnicos. Estas medidas, sin duda costosas y difíciles de llevar a cabo, deberían estar financiadas por el Gobierno para no cargar a los productores y ganaderos con una culpa en la que la mayoría de ellos no han tenido parte.