Cuentan los sabios que estando nuestro Dios cierto día en el cielo contemplando su creación suprema, la Tierra, llegaron a sus oídos las quejas de algunos de los elementos que la formaban, asegurando que les faltaba libertad. Así, Dios decidió bajar y comprobar en persona qué pasaba en el mundo.
Al llegar, lo primero que encontró fueron las nubes, así que decidió preguntarles a ellas primero:
– Escuchadme, he venido aquí porque han llegado a mí ciertas quejas sobre vuestra libertad, y me gustaría saber si es eso cierto.
– Sí, Señor – contestaron las nubes – nos gustaría tener libertad ya que ahora no gozamos de ella.
– ¿En qué razones basáis vuestra afirmación? – preguntó Dios.
– Bueno, la verdad es que nos gustaría movernos con libertad, ir allá donde nos apetezca y no depender siempre de la voluntad del viento para desplazarnos. El viento es nuestro verdugo. ¡Ay, si pudiéramos ser como las olas, tan libre, tan majestuosas!
Ellas sí que gozan de libertad: pueden pasearse por todo el mundo y además desde ahí ven todo lo que en él sucede, tanto en tierra como en aire y mar. ¡Las olas sí que son dichosas!.
Tras oír estas razones, dios decidió ir a visitar a las olas y comprobar si eran tan dichosas como aseguraban las nubes:
– Oíd, vuestro Dios ha venido para comprobar si sois felices. ¿Qué decís al respecto?
– Verá, Señor – dijeron las olas – la verdad es que no somos demasiado felices.
– ¿Pero cómo es posible? – preguntó Dios – Según he oído no tenéis razones para no serlo.
– Pues le han informado a Usted mal. Nosotras sólo pedimos un poco de libertad ya que en estos momentos somos bastante desdichadas. ¿De qué nos sirve ver tanto mundo si no nos podemos acercar a él? Si queremos sentir el tacto de la arena o de las rocas no podemos tocarlas, porque sabemos que sería nuestro final. Esto es como vivir en una habitación cuyas paredes están adornadas con los más bellos cuadros y tan sólo poder mirarlos, ya que sabes que el día que se te ocurra acercarte morirás. Morirás con sólo rozarlos.
A nosotras nos gustaría ser como el volcán: amigo de la naturaleza pero a la vez respetado por ella. Tiene tanta fuerza que nadie se atrevería a faltarle al respeto porque cuando esto suceda, él reunirá todo su poder y entrando en erupción dará a todos su merecido. Sí, él sí que es dueño de sus actos.
Sorprendido por esta inesperada respuesta, Dios llegó a la conclusión de que tanto las nubes como las olas tenían razón, y de que el volcán era su más suprema creación.
Entonces, se acercó a él y le dijo:
– Volcán, te felicito por ser tan dichoso, ya que estarás de acuerdo conmigo en que eres tú la más perfecta de mis creaciones.
– No lo crea, Señor – dijo el volcán -. No hay nada más perfecto que las nubes. Mi única virtud es mi poder, pero me siento prisionero. Me encuentro encadenado a las entrañas de la tierra y no puedo ver más allá de aquellas montañas. Sin embargo, las nubes lo pueden ver todo desde allí arriba, sin ningún impedimento y con toda la tranquilidad del mundo. ¡Me gustaría tanto ser una nube!.
Después de esto, Dios, más sorprendido aún que antes, comprendió la realidad de la situación y envió a todos sus seres la siguiente enseñanza:
«Nada ni nadie es perfecto y debemos asumirlo. Siempre podríamos haber sido mejores de lo que somos, pero también podríamos haber sido peores. Así pues, hay que conformarse con lo que se es, porque lo que para unos es libertad, para otros es prisión».