‘Un chulito que no ve’ es la historia de Pablo, un niño ciego que llega a un colegio donde sorprende a todos con conceptos que ninguno conocía: braille, museo tiflológico, voz sintética, adaptación de un puesto de estudio, el Centro de Rehabilitación Básica y Visual de la ONCE… A través de este cuento la escritora y especialista en ceguera y deficiencia visual, Carmen Roig, nos explica cómo es la vida diaria de un deficiente visual. 

«Si nos preguntan, a bote pronto, la mayoría de las personas, tanto los que trabajan en las esferas dirigentes, como los «españolitos de a pie», somos partidarios de la «integración escolar» de las personas con discapacidad. Sin embargo, la integración no es fácil, ni sencilla. A menudo nosotros mismos somos los que ponemos las piedras en el camino, la mayoría de las veces por desconocimiento y falta de confianza en dichas personas.

Este cuento trata de reflejar algunas de las situaciones difíciles que enfrentan los niños ciegos integrados en colegios comunes y una forma posible de enfrentarlas.
Debo confesar que las mayores satisfacciones que me ha brindado este cuento se han apoyado en los comentarios que me han hecho, tanto los niños como las niñas ciegas y deficientes visuales que lo han leído y se han visto reflejados en el mismo.»

Carmen Roig para InterAulas, junio 2003
 

«Se acabaron las vacaciones… ¡Qué rollo! Este año ni siquiera cambiábamos de aula. ¡Vaya morralla! En la misma clase, con los mismos profes y con los mismos compis, tenía más la sensación de repetir que de haber pasado curso.

Fui a buscar a Paloma, como siempre. Era mi mejor amiga, aunque… no sé si lo seguiríamos siendo, porque a las dos nos gustaba el mismo chico y esas cosas… ya se sabe… acaban mal.

Al entrar a clase, me quedé más tiesa que un cubito de hielo al ver que mi silla, la que había sido mi silla durante todo el año, aparecía con un cartelito que ponía: «Reservado. No utilizar, por favor». ¿Cómo es esto? No puede ser, protesté furiosa.
Siéntate detrás – sugirió Paloma, pero yo, ¡ni caso!

Decidí que iba a quitar el cartelito y ponerlo en otra silla, pero Paloma me recomendó que no lo hiciese. Estaba tan furiosa que no oí el timbre y cuando me quise acordar, la profe de mates entraba a la clase. Nos saludó con un «Buen día, chicos», pero no venía sola. Otra señora, con aire de profe venía con ella.
¿Os habéis fijado que todas las profes tienen pinta de tales? Yo sí. Y las huelo de lejos… Esta no venía sola. Un chaval rubio, más o menos de nuestra misma edad, marchaba cogido de su brazo.

Tenemos novedades este año- anunció la profe, mientras la otra acompañaba al chico hasta ¡mi propia silla! Yo, que seguía más tiesa que dos cubitos de hielo, continuaba aún de pie junto a mi mesa, la que estaba dispuesta a exigir contra viento y marea.

Comenzaremos con las presentaciones– continuó mi seño, pero se interrumpió para decirme -: Y tú, Ana, ¿por qué no te sientas?
Esta era la mía. Sin dudarlo ni un instante, repliqué:
Porque ésa es mi silla y no pienso sentarme en ninguna otra.
¿Cuál? ¿Ésta?– preguntó el chico al cual aún no nos habían presentado.
¡Sí, ésta! – le grité en su propia cara mientras la profe pedía calma.

El chico se puso en pie y dijo:
No quiero molestar.
Pero la profe ordenó «¡Silencio!» y luego, dirigiéndose a mí: –«Ana, si no quieres otra silla, quédate de pie. Luego hablaremos».

Ah, sí, conque ésas tenemos, pensé para mis adentros, pues me quedaré de pie todo el curso. Pero no pude seguir pensando porque la maestra empezó a explicar que teníamos un nuevo compañero de clase, que se llamaba Pablo y que era… ¡ciego! Fue tan grande mi asombro que me senté sin darme cuenta.

Después, nos presentaron a la otra que era una profe de apoyo (eso dijeron) y que vendría a visitarnos de tanto en tanto. Agregó que le gustaría que le hiciéramos preguntas y que ella y Pablo nos iban a explicar cómo se las arreglaría en clase.

Ahora yo estaba más tiesa que tres cubitos de hielo y no entendí casi nada. De pronto oí que nos pedían a cada uno que nos presentáramos ante el intruso. Intruso sí. Para mí era un entrometido que venía a quitarme mi sitio. Decidí no abrir la boca.

Ana, ¿tú no te presentas?
Sin pensarlo casi, dije muy mosqueada:
Soy Ana, la dueña de la silla ésa.
Te la cambio– se apresuró a afirmar el intruso, poniéndose de pie.
Oí comentarios de mis compañeros. Creo que algunos reprobaban mi actitud.

Las profes explicaron que habían pensado que ese sitio era el mejor para Pablo. Por su ubicación en el aula. Que no habían tenido la intención de quitármelo a mí. Que lo hubieran elegido igual, fuera de quien fuera. El intruso, que quería hacerse el simpático, estaba claro, manifestó que no tenía inconveniente en cambiarse de sitio.

Ana, ¿qué hacemos?– preguntó la profe. ¡Qué viva! Ahora me dejaba la decisión a mí.
¡Que me la cambie! – dije con rabia y sin mirar a nadie, porque a esa altura, mis compis me decían mala, peleona, egoísta y cosas por el estilo.

El otro se puso de pie y se vino hacia mí. ¿Será verdad que no ve?, me pregunté. A lo mejor nos están engañando… Apoyó sus cosas en mi mesa y me soltó:
Ya puedes volver a tu sitio. Éste me gusta más.
Abrazada a mi mochila como estaba, me cambié de silla, sin mirar a nadie.

La profe anunció, entonces, que salía un momento a acompañar a la otra y, apenas salieron, todos se abalanzaron hacia mí. Bueno, yo creí que venían por mí, pero en realidad rodearon a Pablo para hacerle miles de preguntas: ¿No ves nada? ¿Y cómo haces para leer? ¿Y cómo conoces los colores? ¿Y cómo vas a hacer con la pizarra? ¿Estás seguro que puedes? Y más y más preguntas… El pidió, por favor, que le hablaran de a uno, que no podía explicar todo a la vez.

Se había puesto de pie, y girado hacia el fondo del aula. Yo quedé a sus espaldas y seguía furibunda. Arranqué una hoja de cuaderno e hice un sombrero en forma de barquito. Al darme la vuelta, vi que Paloma movía su mano derecha junto a la cara de Pablo, para comprobar si veía o no. Me acerqué despacito y, con cuidado, coloqué el sombrero en la cabeza del rubio intruso.
Con una rapidez y precisión que nos dejó atónitos, él alzó la mano derecha y asió el brazo de Paloma. Al tiempo alzó la mano izquierda y se quitó mi barquito de la cabeza. Las incipientes risitas se transformaron en un coro de «Oooooohhh!» que recorrió el aula de arriba abajo.
Espero que estas bromitas pesadas no pasen de aquí… – señaló con una calma que me resultó insufrible.

¿Qué se creía el chulito éste? A todo esto seguía sin soltar la mano de Paloma quien comentó:
Pero si no ves nada ¿cómo podías saber que yo movía mi mano delante de tu cara?
Si os interesa os lo explico, pero nada de bromas pesadas, ¿vale?– afirmó el muy chulito.

Todos se apresuraron a responder que sí, menos yo que no pensaba hablar con él.
Bueno, pero suéltame– protestó Paloma.
Él la soltó, por fin, y ella, entonces, le preguntó:
Y ahora, ¿te vas a chivar?
No. No soy un chivato.

En eso volvió la profe de mates y sugirió que Pablo nos demostrara cómo leía. El chulito se puso a leer y lo hacía ¡mejor que nosotros! Giré en mi silla y vi que ¡leía con las manos! Pasaba los dedos por una página que yo veía toda en blanco y llena de granitos como si fuera un plato de paella… aunque me había prometido no hablarle, en ese momento no me pude aguantar:
¿Cómo puedes leer si allí no hay letras?
Leo en braille– contestó.
¿En quéee?

Volvió a interrumpir la profe:
Ana, si no hubieras estado tan ofuscada por tu asiento, te habrías enterado de que Pablo lee con la yema de sus dedos.
¡Qué rollo! Ahora yo, por culpa del chulito éste, me llevaba una reprimenda.

Enseguida se puso a hablar de los ciegos y de cómo se las arreglaría Pablo en clase e insistió en que quería que lo consideráramos como un compañero más y que esperaba que nos hiciéramos amigos.

Ya me estaba hartando cuando llegó la hora del recreo. ¿Y ahora, qué? ¿Tendríamos que estar cuidando de él?

Me levanté, le hice una señal a Paloma y nos fuimos al patio, sin mirar atrás. Parecía que ese día, nuestro único tema de conversación era la presencia de un ciego en la clase. Nos preguntábamos qué haría durante el recreo, cuando, de pronto, vemos que José y él se nos acercaban.
Quiero hablar con vosotras– manifestó el intruso.
Pero nosotras no queremos hablar contigo– respondí.
Yo sí… – replicó Paloma, dejándome más pegada que un sello de correos.

El chulito explicó algo así como que quizás su presencia nos molestase, pero que, estaba seguro, de que terminaríamos haciéndonos amigos. Después le preguntó a Paloma qué quería decir ella.
Que yo creo que no deberías estar aquí– comentó atropelladamente Paloma -. Pienso que sería mejor que estuvieras en un colegio de ciegos.
¿Para quién sería mejor? ¿Para mí o para vosotras?– preguntó el chulito.
No supimos contestarle, pero yo me apresuré a decir:
Si todos los ciegos os dedicáis a vender cupones ¿para qué vienes a quitarme mi sitio?
El rubio intruso creo que se mosqueó un poco, pero su rostro seguía igual de inexpresivo.

Nos explicó, con bastante paciencia, debo reconocerlo, que vender cupones era un trabajo como cualquier otro. Que era lo mismo que vender lotería. Y agregó que no todos los ciegos venden cupones, que otros hacen otras cosas.

Y tú, ¿qué quieres ser?– preguntó José.
Yo quiero ser periodista.
¿Periodista? ¡Pero si no ves!

Nos contó que había varios periodistas ciegos, que él iría a la Universidad y después se dedicaría si se dedicaba a la radio o a escribir en un periódico. A nosotros nos daba la impresión de que estaba soñando despierto, pero él se puso a fardar diciendo que nos invitaba a visitar los estudios de una emisora de radio, cuando quisiéramos, porque allí tenía amigos periodistas y hasta le habían hecho una entrevista.

Nosotros no conocíamos a nadie que hubiera hablado por radio… Paloma empezó a poner los ojos en blanco y creo que se estaba creyendo todo lo que el chulito decía… Porque, además, ella también quería ser periodista y se moría por visitar una radio y conocer a los locutores.

Pasaron los días y, quieras que no, nos fuimos acostumbrando a su presencia. Cuando tuvimos clase de dibujo, él dijo que quería dibujar. Sacó una plancha de goma y unas hojas de plástico. Nosotros no le hacíamos caso. De pronto la profe dijo alzando su hoja:
Mirad lo que ha dibujado Pablo.
Todos miramos. ¡Era la torre Eiffel!
– Y tú, si nunca viste, ¿cómo sabes cómo es la torre Eiffel?
La vi en el Museo Tiflológico.

De todo el salón surgieron preguntas: ¿Dónde? ¿En qué museo? ¿En el museo… qué?
En el Museo Tiflológico– repitió el chulito.
Pablo, ¿por qué no nos cuentas cómo es ese Museo?– sugirió la profe.
Es un museo de la ONCE, donde hay maquetas y…
¿Cómo dices que se llama?
Museo Tiflológico.
¿Y eso qué quiere decir?
Yo no lo sé bien… – ¡Al fin lo habíamos pillado en algo que no sabía!- pero cuando venga mi profe de apoyo le pedimos que lo explique. Además, todos podéis ir a conocerlo.

Nos picó la curiosidad, la verdad. Y a los pocos días nos fuimos a conocer el dichoso museo. Yo no quería ir, pero Paloma me convenció, o me dejé convencer… No lo sé.

¡Vieras tú qué museo, tía! Nos explicaron, por fin, qué diablos quería decir eso de «tiflológico», que es algo que tiene que ver con los ciegos. ¡Hay unas maquetas preciosas! Y, lo mejor de todo, lo que más me moló, fue que ¡nos dejaron tocar todo lo que quisimos! ¡No nos lo podíamos creer!

¡Es la primera vez que en un museo te dejan tocar algo, macho!… – dijo José que estaba más impresionado que ante la play de Santiago.
Nos atendió una señora muy amable que nos contó que veía un poquito, pero muy poquito.
Veis como no todos venden cupones– comentó Pablo.
Gracias a que muchos afiliados a la ONCE venden cupones, podemos tener este museo– replicó la señora.
¿Y usted estudió para hacer este trabajo?
Sí, soy doctora en arte– respondió.
A mí me gustaría trabajar en un museo como éste– afirmó José.
Pues… ¿por qué no?– señaló la señora -. En la ONCE trabajan personas ciegas y personas que ven. Todo puede ser. Pero antes, tienes que estudiar para hacerlo bien.

Quedamos encantados con el museo y prometimos volver. Pero, hasta ahora, sólo hemos vuelto… ¡a clase!

Y llegó el día del primer examen. Paloma quiso saber cómo se las arreglaría Pablo para hacerlo. Nos explicó que las profes se habían puesto de acuerdo para que lo hiciera en braille.
¿Y cómo hará para leerlo?
Lo leerá mi profe de apoyo. ¿Veis? Vosotros tenéis más suerte que yo. A mí me lo corregirán dos, en lugar de una.
¿Pero ella puede leer braille siendo vidente?
Por supuesto.

Casi sin darnos cuenta, empezamos a interesarnos por el braille. A José se le ocurrió que sería fenomenal para hacer chuletas.
Pablo nos enseñó y el día que nos tocaba examen de historia, todos nos fuimos con nuestras chuletas en braille. ¡Total, parecía un simple papel en blanco! Pero a los cinco minutos, la profe se acercó a la mesa de Paloma y cogiendo el papel rugió:
A ver ¿qué es esto? ¡Pero si es una chuleta!
Empezamos a esconderlas y, con las prisas, algunas fueron a parar al suelo.

¡Ah! Os creíais que yo no sabía braille ¿verdad? Pero yo también lo sé. Por esta vez no os castigaré, porque me parece muy loable que hayáis aprendido braille. ¡Pero la próxima vez!...
No sé para qué diablos nos puede servir el braille si no podemos usarlo ni para hacer una chuleta– comentó Paloma.
Quién sabe– opinó Pablo-. Puedes ser profesora de apoyo y ayudar a otros niños ciegos, por ejemplo.
¿Yo profesora? ¡Ni loca! Yo quiero ser presentadora de televisión.
Tendrás que estudiar periodismo, como yo… A lo mejor podemos hacer juntos la carrera.
¡Ni soñar! No quiero pasarme todo el tiempo leyéndote libros.
¿Qué dices?
Sí, el otro día José te estaba leyendo las mates.
Pues te equivocas. Yo le estaba explicando a él, que no había estudiado. A mí, las mates, se me dan de maravilla.

Ya se había puesto chulito, otra vez. Y la siguió:
Además, la ONCE nos hace todos los libros que precisamos, en braille o grabados en casetes y, si no, los puedo leer con una lectora óptica.
¿Y eso qué es?
Cuando quieras, vienes a casa y te la enseño.
Paloma dijo que bueno, y me pidió que la acompañara. La verdad es que me moría de ganas de saber yo también, de qué nos estaba tratando de convencer, ahora, el farolero éste.
Y fuimos. Y resulta que Pablo, en su casa, tenía un ordenador.
¿Cómo puedes usar un ordenador si no ves?
Porque tengo mis adaptaciones.
¿Tus quéee?

Nos explicó que los ciegos usaban los ordenadores con un sistema de «voz sintética»- así lo llamó -. Lo cierto es que era un ordenador que hablaba y leía todo lo que nosotras veíamos en la pantalla.

Algunos libros los tenía grabados en un magnetófono ¡de cuatro pistas! Que sonaba la mar de bien.

También puedo usar esto – dijo Pablo.
Y nos mostró un aparatito que se llamaba «braille hablado»

Es un miniordenador – agregó – y puedo conectarlo a esta impresora y me sale en caracteres visuales lo que antes escribí en braille. De esta manera puedo hacer los deberes y también escribir cartas a mis amigos que ven.
¿Y dónde te has comprado estas cosas? ¿En América?
Pablo se moría de risa. Nos contó que se vendían en la ONCE, pero que él no las había comprado sino que se las prestaron.
Le llaman «adaptación de un puesto de estudio». A mí me las han dado este año. Y mientras siga estudiando, las tendré. Si un día lo dejo, las tengo que devolver para otro alumno.
¿Y quién te las presta?
La ONCE, por supuesto.
Ahora nos vas a decir que porque muchos venden cupones.
Por supuesto. Todo el dinero sale de la venta del cupón.
Mi padre dice que no es verdad…
Pues vosotras lo estáis viendo ¿no? Este equipo que tengo es muy caro y yo lo necesito para hacer lo mismo que vosotras hacéis sólo con papel y boli. Y mis padres jamás podrían habérmelo comprado.

Era cierto. Y me dio un poco de vergüenza… la verdad. Porque Pablo, gracias a ese equipo podía escribir en braille, podía imprimir en una impresora de tinta, podía leerse libros que pasaba por la lectora óptica… podía, en fin… hacer lo mismo que nosotras hacíamos con papel y boli, como él mismo señalara.

Después de las vacaciones de Navidad, nos llevamos otra sorpresa. Vimos que Pablo llegaba solo al cole, y venía manejando un bastón blanco. Antes, lo acompañaba su madre, todos los días, y ahora… ¡venía solo! ¡Nos dimos un susto!

Paloma corrió hasta él para ayudarlo, pero Pablo dijo que no hacía falta, aunque le gustaba más ir acompañado.
Nunca te habíamos visto con un bastón.
Nos explicó que para usar bien el bastón e ir seguro por la calle, había que hacer un curso de «orientación y movilidad», así lo llamó. Y que él había hecho ese curso, aprovechando las vacaciones de Navidad. En realidad, comenzó antes, pero no había tenido tiempo de practicar.
¿Y dónde se aprende eso?
Una profe que trabaja en el CERBVO, me enseñó.
Que trabaja, ¿dóooonde?
En el CERBVO.
Nos explicó que era un centro que tenía la ONCE, donde los ciegos aprendían a usar el bastón y otras cosas más que no me acuerdo.

Pero es peligroso que te dejen andar suelto.
¡Ni que fuera un perro!
Lo siento… no quise decir eso…
Pero lo has dicho.
Lo siento… ya te lo dije.
Está bien– asintió Pablo, pero era evidente que la habíamos fastidiado.

En el fondo, no nos podíamos creer que pudiera andar solo con un bastón sin llevarse nada por delante. Así que, al día siguiente, le pusimos un cubo de basura en la acera, justo por donde él tenía que pasar. Pablo llegó junto al cubo, lo tocó con su bastón, lo esquivó y siguió tan campante.

Cuando José se enteró, casi nos mata. Nos dijo de todo. Y lo peor, fue que se lo contó a Pablo.

Pero Pablo no se enfadó con nosotras, comentó que así nos convenceríamos de que su bastón era tan seguro como nuestros anteojos.
Sois unas cabezotas– nos dijo -. Y yo no quiero ser pesado, pero cuando queráis, visitamos el CERBVO y allí os convenceréis de todo lo que somos capaces de hacer los ciegos, en la calle, y en nuestras casas.
¿Y qué quiere decir CERBVO? ¿Por qué usáis palabras tan raras?
Suenan un poco raras, es verdad. Pero quiere decir Centro de Rehabilitación Básica y Visual de la ONCE.
Todo muy bonito, pero ¿qué hace un ciego de Pontevedra o de Sevilla si no puede venir al CERBVO?

Pablo contó que había centros parecidos a ése en otras ciudades y que había muchos técnicos en las Delegaciones Territoriales de la ONCE en toda España y que, si hacía falta, la organización ayudaba a sus afiliados para viajar y recibir atención.

José se puso pesado con que quería conocer ese centro y allá nos fuimos una tarde. ¡Chica! Nos quedamos de piedra. Había personas ciegas- hombres y mujeres- planchando, cocinando, tejiendo, trabajando con maderas, haciendo macramé… Yo que sé… miles de cosas… Y otros que veían algo, usaban unas gafas rarísimas que les permitían leer o escribir o coser.

Y mi abuela, que casi no ve, ¿puede venir para que la ayuden a hacer ganchillo?– preguntó José.
Le respondieron que sí y se puso ¡de un contento!
Qué suerte que te he conocido, Pablo. Ahora mi abuela podrá volver a hacer ganchillo. Se muere de ganas y no puede porque ya casi no ve.
Yo me acordé de mi abuelo. Él no hace ganchillo, claro, pero ¡se pondría la mar de contento si pudiera volver a leer el periódico! Porque mi abuelo no era ciego, pero casi lo estaba. La señora que nos acompañaba dijo que tenía que verlo, y a lo mejor había alguna ayuda óptica que le servía.

Convencer a mi abuelo, costó un poco. Porque él afirmó que no era ciego, ¡jolines! Y que no quería ir a la ONCE, ¡ni hablar!, que lo iban a poner a vender cupones.
Que no, abuelo. No todas las personas ciegas venden cupones. Además tú ya estás jubilado.
Al fin lo convencimos. Ahora está encantado. Le dieron unas gafas especiales y una luz y una lupa con la cual, ha vuelto a leer el periódico. Y sus libros antiguos. Hacía más de cinco años que mi abuelo no podía leer. Mi abuela dice que ahora es «otro hombre», que le han cambiado la vida. Yo no entiendo bien qué quiere decir con todo eso. Pero sí entiendo que mi abuela compre, todos los días, un cuponcito, para que otros «deficientes visuales»- así dice ella-, puedan leer como su marido.
Mi abuelo dijo que quería conocer a Pablo y ahora va, muchos días a buscarme al cole, para hablar con Pablo y decirle que gracias a él, «le ha cambiado la vida». Yo le pregunté qué quería decir con eso, porque no lo entendía. Y mi abuelo me explicó que era un hombre amargado y que se veía como un inútil, todo el día en casa sin saber qué hacer. Que ahora tiene otros amigos y que con un telescopio, podía ir al teatro y a los museos y enterarse de los cuadros y que volver a leer ha sido para él como nacer de nuevo.

Un poco exagerado, mi abuelo, ¿no? Pero así son los abuelos, qué se le va a hacer…

Le conté a mi abuelo que Pablo quería ser periodista y él comentó que ese chico podía hacer lo que le diera la gana, que se merecía lo mejor del mundo.

No te creas. Le encanta el fútbol. Pero no puede jugar porque no ve. Cuando juegan los chicos del cole, José le radia los partidos. Le cuenta cada jugada. Pero él no puede jugar.
Es verdad. Pero, si le gusta el deporte, alguno podrá practicar- opinó mi abuelo -. Me parece que yo oí que en los Juegos Paraolímpicos participaban los ciegos.

Al día siguiente se lo comenté a Pablo. Me explicó que él sí jugaba al fútbol. Al fútbol-sala, dijo.
¿Y cómo sabes dónde está el balón?
¡Ah!, porque usamos un balón sonoro. Pero aún así, tengo que jugar con otros chicos ciegos o que ven un poquito. ¡Y soy el mejor de mi equipo! – agregó.
¡Cuándo no! ¿Ya le tenía que salir la chulería!
Pero resulta que era verdad. Como no me lo podía creer, me fui un día al colegio donde practicaban el fútbol-sala. Quedaba por Chamartín, muy lejos de mi casa.

Mi abuelo se sumó al grupo, porque quiso ver cómo era eso. Siguió el partido con unas gafas especiales que le habían dado en el CERBVO.
Y resultó cierto que Pablo jugaba a las mil maravillas. Y José se lo pasó pipa. Porque como a él le encanta radiar partidos de fútbol, resulta que se sentó rodeado de otros chavales ciegos y les contó el partido como si lo estuvieran oyendo por radio. Mi abuelo lo felicitó. Dijo que era un excelente relator y que había sido muy objetivo en sus comentarios.
¿Qué quiere decir eso?– pregunté
Que contó exactamente lo que pasaba, sin tomar partido ni por unos ni por otros.

Después recorrimos el colegio. Había pista de atletismo, gimnasio con aparatos, piscina… qué sé yo… de todo.
Pues hasta los equipos profesionales han venido a entrenar aquí- dijo Pablo, tirándose el pisto, como siempre.
– ¡Mira guapo! ¡Estoy harta de tus chulerías!– le chillé. Mi abuelo me dio un tortazo, José me tiró una patada y Pablo, dijo:
No sabes cuánto lo siento. LO que a ti te suena a chulería, no es más que orgullo. Orgullo, sí. Porque estoy orgulloso de que tengamos una ONCE y de que podamos hacer tantas cosas que los ciegos de otros países no pueden hacer porque no la tienen. ¿Sabes lo que te digo? Que espero que un día, tú puedas también sentirte orgullosa de haberme conocido.
¡Bravo!– dijo mi abuelo -. Yo ya lo estoy.
Y yo también– agregó José.
Pu… pues… yo… – tartamudeé
¿Tú qué?
Yo… yo… ¡también!
Por primera vez, nos dimos un abrazo. Y Pablo dijo:
¿Sabes una cosa? Ser ciego es muy difícil y la gente como tú, nos lo pone más difícil aún. Las personas ciegas, lo único que queremos es que nos permitan hacer todo lo que podamos, sin que nadie se olvide de que no vemos, pero que somos iguales a los demás, en todo lo demás.

Pablo tenía razón. Yo había sido más chulita que él. Pero no lo había querido entender.
Desde que lo comprendí ¿sabes lo que te digo? Que gané un gran amigo.»

 

CARMEN ROIG

Uruguaya de nacimiento y española de adopción, durante su larga trayectoria profesional ha publicado regularmente artículos, estudios, conferencias, ponencias, comentarios bibliográficos, en revistas, tanto en tinta como en braille, de Argentina, Colombia, España, Francia, Italia, México y Uruguay. Además es autora de varios libros para niños y obras de teatro.

Desde 1963, ha viajado por América Latina, Norteamérica, Europa y Oriente Próximo, participando en congresos, seminarios, coloquios, reuniones de expertos, etc, representando a las asociaciones de ciegos de Uruguay y a la ONCE.

 PALMIRA GARCÍA MONTEAGUDO

Palmira García Monteagudo es pintora, licenciada en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid.
Parte de su obra se encuentra en colecciones privadas y galerías de arte de Madrid.

 

Trabajo original