Hola. Antes de contarles nada, permítanme que me presente: soy un lagarto marino, llamado científicamente Amblyrhychus cristatus. Vivo en la isla Albermale, perteneciente al Archipiélago de las Galápagos. Tengo una cabeza ancha y corta y unas garras fuertes de la misma longitud. Soy de color negro y no suelo andar muy rápido.

Los de mi especie, medimos entre un metro y 1,20 metros y pesamos unos 8 o 9 kilos. Yo, en concreto, mido 102 centímetros y peso algo más de ocho kilos. Mi cola es aplanada lateralmente y mis patas, en parte se asemejan a las de los palmípedos. Acostumbro a vivir en las rocas de la costa y casi nunca se me podrá encontrar a más de diez metros de la orilla del mar hacia adentro. Eso sí, nadando me puedo alejar varios cientos de metros de la costa.

Sin embargo, no nos alimentamos de peces (¡tienen muchas espinas!), si no que comemos plantas marinas. Una de nuestras favoritas es el Ulva, una planta que crece en forma de hojas delgadas de un color verde brillante o rojo oscuro, se encuentra en el fondo del mar a cierta distancia de la costa. De vez en cuando, alguno de los nuestros se traga sin querer algún insecto pequeño, pero no suele ser lo normal. Nadamos con gran facilidad y con mucha rapidez. Nuestra técnica es imprimir al cuerpo y a la cola un movimiento ondulatorio mientras dejamos las patas inmóviles y extendidas a los lados del cuerpo. Dicen que sufrimos una anomalía con respecto a otras especies marinas, y es que cuando nos asustamos no nos echamos voluntariamente al agua.

Tenemos el defecto de que es muy fácil cogernos y muchas veces nos dejamos mejor que caer al agua y, con el susto que tenemos encima, ahogarnos solos. Eso sí, cuando nos asustamos, arrojamos por cada fosa nasal una gota de un fluido que, sinceramente, no sé muy bien para qué sirve. Las hembras tienen la costumbre de esconder muy bien los huevos, de modo que es casi imposible encontrarlo a otras especies.

Una de nuestras mayores aficiones es tumbarnos a tomar el sol sobre las rocas de la costa, ya que aquí no tenemos ningún enemigo que nos pueda molestar y en el agua, están los tiburones, por ejemplo, que suponen un grave peligro para nosotros. Por ello, cuando estamos en el agua de manera involuntaria, debemos volver a la costa cuanto antes. Nuestra época de celo suele ser en la primavera.

Bueno, tras esta breve presentación, quiero pasar ya al principal tema de esta narración. Quiero decir que los humanos son unos aprovechados y que tienen muy mala sombra. Esto lo digo a raíz de que el otro día estaba yo descansando tranquilamente en una roca cuando se me acerca un irracional de esos, me agarra por la cola y me tira varios metros mar adentro. Mi reacción fue la normal: dí media vuelta y decidí regresar a la orilla nadando cerca del fondo rápidamente. A veces, me ayudaba con las patas en el fondo del estanque donde me había arrojado. Luego, cerca de la orilla, traté de ocultarme bajo las masas de plantas marinas que allí había y esperé a que hubiera pasado el peligro. Cuando creí que ese energúmeno se había ido, salí y me volví a colocar en la roca. Desgraciadamente, ese animal seguía allí y antes de que me diera cuenta, me había vuelto a coger de la cola y me arrojó al agua de nuevo. Volví de nuevo a la costa, más que nada por los tiburones, porque si no, hubiera preferido estar lejos de aquel bestia. Entré en una hendidura de la roca y esperé otro tiempo prudencial. Luego salí y me eché en la roca de nuevo. ¿Sabéis qué pasó? Correcto. El bicho me volvió a coger de la cola y, por tercera vez, me lanzó contra el mar. ¡Qué pesado! Repitió esa misma operación siete veces más hasta que se cansó y por fin me dejó en paz.

Después de eso, decidí faltar a mi costumbre y seguirle para ver qué más diabluras cometía. Le vi como observaba con mucha atención la labor de un lagarto de tierra. Pariente nuestro, y que vive en el interior de las islas. Sus patas y cola son distintas a las nuestras, son más pequeños y cuando van caminando se paran con frecuencia para descansar. Viven en madrigueras no muy profundas. Cuando se les asusta, se ponen a correr alocadamente. El humano observaba cómo este lagarto cavaba su madriguera sin hacerle caso. Primero usó las patas delanteras y luego las traseras. Cuando tenía medio cuerpo dentro de la madriguera el bruto le tiró de la cola salvajemente.

El pobre lagarto se le quedó mirando con atención, con la cola levantada, empinado sobre sus patas delanteras, agitando repetidamente la cabeza de arriba abajo y poniendo el aspecto más malo posible. Esto lo hacen para parecer más importantes pero sé que en cuanto se les da un golpe en el costado, bajan la cola y huyen todo lo rápido que pueden. El pobre lagarto le miraba sorprendido como diciéndole, «¿Pero, qué hace? ¿Por qué diablos me tira usted de la cola?».

Pero el humano siguió haciendo de las suyas. Cuando estaba comiendo se le acercó un halcón que venía con intención de quedarse observando para ver si le daba algo para comer. Pero en vez de eso, le dio un empujón con un artilugio muy raro suyo. A más de un humano he visto yo aprovechándose de lo amigables que son los pájaros de estas islas y matándolos como diversión. A mí me da pena que se maten a estos pájaros que son exclusivos de este Archipiélago y que incluso varía su fisonomía de una isla a otra. Decidí dejar a ese loco en paz y me volví con el resto de mi especie dispuesto a contar lo que suelen hacer los humanos con una naturaleza que no está acostumbrada a ellos.

Trabajo original