La historia de ‘Sara y la gran lechuza blanca’ obtuvo el primer premio en el Concurso de Relatos, en la categoría de Bachillerato, convocado por el IES Augusto G. Linares coincidiendo con la celebración del Día del Libro
Era una noche de verano y la fragancia de las azucenas se colaba por las rendijas de las persianas. Sara abrió una pequeña puerta al fondo de la habitación y salió al balcón; el cielo estaba despejado y se podía ver brillar las estrellas. Se sentó en el alféizar y dejó el vaso de jerez, en el que nadaban dos cubitos de hielo. Estaba pensando en su madre: pequeña, enjuta, con su fina chaqueta de lino y su pelo prematuramente canoso recogido cuidadosamente en un moño. Y con ella sus «sutiles» comentarios: «el alcohol es fatal para el cutis, querida«, acompañados de una mordaz mirada cuyo significado era mucho menos cortés: «¿Es que quieres acabar como tu tío Alfredo?», que ni siquiera se enteró de que su mujer estaba embarazada hasta los cinco meses de gestación porque se pasaba todos los días en la tasca del pueblo con los amigotes; «¡Y el muy calzonazos creyó que era suyo… Figúrate, al nacer el niño, ¡pensó que habían apagado las luces de lo negro que era!» o «acuérdate de la prima de tu padre, la «Estrellá» la llamaban, con esos aires de grandeza, a dónde ha ido a parar».
Parece ser que a la prima le encantaban los martinis, decía que Marilyn Monroe los tomaba y que a ella nadie la decía nada. Según ella irradiaba estilo chic con su copa en la mano, como las actrices de Hollywood; pero su madre más bien creía que lo que irradiaba era un aliento de camello a tres manzanas a la redonda y no tenía reparo en propagarlo a los cuatro vientos.
Su madre siempre había sido una mujer con carácter; se había casado pronto con un apuesto soldado y habían tenido dos hijos: un niño que murió a los tres meses por un catarro (el moquillo, o alguna enfermedad semejante) y cuatro años más tarde a Sara. Su madre nunca había olvidado la muerte de su primogénito y desde entonces no había vuelto a ser la misma.
A su padre después de dieciocho años en la armada le habían dicho: «Señor, le agradecemos mucho el servicio que ha prestado al Rey y a España, pero ya no necesitamos de usted. Ahora tendrá tiempo para tomarse esas merecidas vacaciones». Es decir, que le habían liquidado, o como nosotros decíamos, le habían dado el finiquito. Había pasado de ser el general del que dependía un batallón de las fuerzas armadas a hombre al mando de una casa con un perdiguero pulgoso, una mujer consumida por los recuerdos de su único hijo y una hija en la que volcar sus pocas esperanzas de prosperidad. Él pensaba que eso era muy poco para sus aspiraciones, así que se pasaba todo el día en la tasca del pueblo bebiendo tintos y contando batallitas.
Tampoco recordaba mucho más de ellos porque la habían dejado cuando sólo tenía diez años. Su madre había muerto pocos minutos después de haber sido atacada por uno de los machos del ganado bovino y su padre había fallecido al poco tiempo de una enfermedad cardiaca. Al quedarse huérfana se había ido a vivir con su única abuela y ahora, doce años después, había regresado a la vieja casa de sus padres.
Estaba absorta en sus pensamientos cuando, al bajar la mirada hacia los arbustos de la finca de los Jiménez, notó que se movían de forma sospechosa. Pensó que podía ser algún animal nocturno o un gato cazando ratones para la cena. Pero rechazó esa opción cuando de pronto, asomó de ellos un sombrero de copa, al que siguió una afilada nariz y al fin, él resto del cuerpo. Se agachó para que no la vieran y atisbó tras los barrotes. A pesar de la oscuridad de la noche Sara le reconoció gracias a la amarillenta luz que emitía un viejo farol de la puerta del jardín: se trataba del señor Von Wittgenstein. Aunque ella llevaba poco tiempo en el pueblo su vecina le había puesto al corriente de todo. Era un científico retirado, astrónomo según le habían dicho, que había venido de Alemania para instalarse en este pequeño pueblo de Murcia justo cuando empezó el verano, hacía dos semanas.
Era una persona alta y flacucha que parecía haber salido de ultratumba porque estaba blanquísimo. Vestía siempre de negro y llevaba un sombrero de copa que cubría su oscura melena y unas diminutas gafas que se le deslizaban por su puntiaguda nariz. Cuando Sara se estaba preguntando qué haría a esas horas de la noche husmeando en propiedades ajenas y el señor Von Wittgenstein se sacudía las hojas que habían quedado prendidas de su chaqueta, se comenzó a oír un extraño ruido. Era como el susurrar del viento en las tardes de otoño y a la vez tan ligero corno el vuelo de una mariposa. Una lechuza blanca como la nieve apareció entre las sombras, de repente, con su majestuoso vuelo. Sus alas, que rasgaban el silencio de la noche, sobrecogieron a Sara. El ruido se apagó mientras la lechuza se posaba suavemente en el hombro izquierdo del hombre.
Von Wittgenstein desapareció en la oscuridad de la noche por el pequeño camino que conducía a su casa. En esos momentos el viejo reloj de péndulo daba las dos de la mañana. Sara salió de su escondite, cogió el vaso de jerez y después de limpiarlo lo dejó en su lugar. Se acostó en la cama y se durmió profundamente. Comenzó a soñar con el vuelo sublime de una gran lechuza blanca, que en el pico llevaba una llave de plata, y en su ojos bailaban dos llamas que alumbraban la penumbra en la que volaba.
A la mañana siguiente se levantó temprano y salió a correr para aclarar sus pensamientos. Le dolía un poco la cabeza y todavía tenía la sensación de estar dormida pero, aún así, recordaba la noche anterior y el extraño sueño que habla tenido. Pasó por la pequeña escuela y por la casa del alcalde, un hombre muy fanfarrón con una prole de siete hijos que alimentar. También rodeó la Iglesia donde el cura estaba soltando un sermón sobre la ira de Dios o algo parecido. A Sara no le convencían mucho esas largas charlas religiosas, prefería creer en sí misma y en lo que podía ver con sus propios ojos. Su abuela (con la que se había criado) era atea hasta la. médula; decía que había dos clases de personas de las que no te podías fiar: una eran los políticos, unas sanguijuelas mentirosas, y otra los católicos. Estos últimos eran los peores, según ella estaban todos locos, con sus milagros extravagantes, historias inverosímiles, curas vagos, sacerdotes cuentistas… «¡Pamplinas!«, decía «no son más que bolas de sebo tragonas que chupan la sangre a la pobre gente crédula«… Y quizás tenía razón, de todas formas a Sara no le interesaba lo más mínimo descubrirlo.
Ella era una persona de constitución fuerte, con la cabeza bien amueblada a la que le gustaba tornar sus propias decisiones. Así que decidió que mientras realizaba aquella tarde las pruebas biológicas en el río del pueblo, investigaría al señor Wittgenstein Su casa se encontraba en un lugar cercano al río y como Sara había sido contratada por una empresa para realizar un ensayo sobre la fauna y flora de Murcia, la excusa era perfecta. Después de haber tomado un copioso almuerzo, se dirigió al río a las cuatro de la tarde.
Había otras dos casas en las proximidades y en una de ellas estaban reformando el tejado. El cielo era de color plomizo y estaba cubierto de nubes que amenazaban tormenta. Cuando Sara se disponía a recoger unas muestras de agua, se oyeron unos fuertes ruidos que procedían de las obras. Las cubiertas volaban y era díficil lograr un buen ensayo con aquel viento. Cesó el ruido pero no las maldiciones de los obreros que corrían para recoger los restos. Sara pensó que sería mejor aplazar su estudio porque estaba empezando a llover.
Recogió todo y se acercó al jardín de la casa victoriana que pertenecía al señor Von Wittgenstein. Era una edificio robusto y antiguo que parecía confortable a pesar de las obras de mejora que necesitaba. El jardín era amplio, la maleza lo cubría por completo y en él había un gran manzano. Sara lo atravesó, subió las escaleras del porche y llamó a la puerta. Estaba decidida a hablar con el astrónomo pero nadie contestaba.
Las persianas estaban todas bajadas y no se podía vislumbrar nada. Entonces Sara empezó a oler a quemado, algo debía estar ardiendo en el interior de la casa porque por las rendijas del conducto de ventilación salía humo. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada y ella no tenía la suficiente fuerza para echarla abajo. Miró alrededor en busca de alguna solución y allí estaba, sobre el marco de una de las ventanas, observándola con pasividad, la gran lechuza. En su pico sostenía una llave, como en su sueño. El ave la dejó caer y rodó por el suelo hasta los pies de Sara; luego levantó el vuelo. Abrió la puerta y una enorme humareda le golpeó en la cara. La atmósfera era irrespirable pero aún así entró en la casa tapándose la boca y nariz con un pañuelo. Se oían ruidos en el piso superior y Sara subió por las escaleras. Encontró al señor Wittgenstein en una habitación tendido en el suelo. Al parecer se le había caído un trofeo de plata en la cabeza y había perdido el conocimiento. Sara le despertó arrojándole agua de un florero que había sobre una pequeña mesa. Le escocían los ojos y su cabello cobrizo se le pegaba a la frente, pero consiguió abrir la pequeña ventana que daba al tejado. Ambos salieron cuando llegaban los bomberos avisados por un obrero.
Les bajaron con rapidez y afortunadamente todo acabó bien. En la ambulancia curaron al astrónomo que sólo tenía algunas heridas superficiales y que ya se había recuperado de la contusión. Sara no pudo aguantar la curiosidad y le preguntó sobre la noche anterior. Su contestación fue muy sencilla y lógica: se le habían caído unos papeles y el viento los había llevado hasta la finca. Sólo había entrado a recogerlos. Ahora Sara recordó que en efecto llevaba algo en la mano la noche anterior. Entonces se acordó de la lechuza y le dijo al Señor V. Wittgenstein que se había ido volando y que sería mejor que la buscara. Pero el hombre la miró extrañado, y dijo:
–Yo no tengo ninguna lechuza, no me gustan los animales –carraspeó ligeramente y añadió-, le estoy muy agradecido por lo que ha hecho señorita y espero poder recompensarla. Hablaremos más tarde, ahora tengo que arreglar todo esto. Y se dirigió hacia el coche de bomberos.
Ella estaba sorprendida, estaba segura de lo que había visto pero no tenía pruebas para demostrarlo y no había ni rastro del ave. Se dirigió a su casa, se dio un largo baño y se acostó temprano; los acontecimientos de aquella tarde habían sido demasiado para ella.
Sara se durmió enseguida con la suave brisa que movía las copas de los árboles y la dulce fragancia de las azucenas. Entre el cric-cric de algunos grillos se escuchó el gemido de una lechuza blanca, que posada en una gran rama de un cerezo en flor, vigilaba los sueños de la mujer que dormía plácidamente en la cálida noche murciana.