Capítulo primero de las aventuras de un niño sin nombre, un niño de 12 años que debe dormir en la calle y buscarse la vida para conseguir comer.
Un niño de pelo negro encrespado y de doce o trece años se encontraba en una bonita y grande calle de Francia a dos kilómetros de la torre Eiffel. Vestía unos pantalones cortos, medio rotos y de un color marrón oscuro. Anteriormente habían sido largos, pero estaban tan rotos y descosidos que parecían cortos. Una bata de un tono azulado que le recorría desde los hombros hasta los tobillos le servía de abrigo en aquel día tan oscuro y lluvioso. No llevaba ni siquiera una camiseta de manga corta que le cubriera la parte superior de la cintura ni unos calcetines que le protegieran los pies pues era un niño pobre.
No recordaba que alguna vez hubiera estado con alguien al que pudiera llamar padre o madre y había pasado sus 12 primeros años recorriendo aquel extraño y gran mundo para él, intentando vender cualquier objeto bonito o llamativo con tal de poder ganar el dinero necesario para comprar una barra de pan diaria. Ya casi se había recorrido toda Europa. No sabía ni por qué lo hacía pero, ¿qué otra cosa podía hacer para ganarse la vida?
No iba a la escuela, claro está. Aunque le hubiera gustado aprender para poder tener un buen oficio y agradable en el que le pagaran mucho dinero, pero para poder ir tenía que comprar un montón de libros grandes y gordos que cada uno de ellos le costaría el dinero que conseguía en dos meses y si ahorraba tan sólo para poder comprar el libro más barato se moriría de hambre.
Sin darse cuenta cayó la noche. Una noche fría y húmeda que calaba hasta los huesos. Guardó bien su preciado y bonito dinero en el bolsillo derecho de su pantalón, se tapó con la bata y se dispuso a dormir en un frío, pequeño y sucio escalón que daba a la entrada de una tienda.
Al poco tiempo le despertaron unos niños más o menos de su edad que iban corriendo hacia un hombre algo raro con unos ojos verdes que, de vez en cuando, parecía que proyectaban una extraña y clara luz. El hombre iba poco abrigado; únicamente llevaba una camiseta de manga larga y un pantalón también largo. Calzaba unas botas de montaña demasiado ligeras y un gorrito de lana rojizo le tapaba hasta media frente. Los niños se pararon justo delante de él y se iban dando empujoncitos y murmurando cosas como «tú, tú» o «yo no, él, que no ha dicho nada» hasta que uno se decidió y gritó entre carcajadas.
– ¡Se parece a Papá Noel!
Los demás explotaron entre risas, sonrisas y carcajadas.
El señor se enfadó. Levantó una mano sudorosa y peluda y señaló a uno de los niños. Después murmuró algo en otro idioma ajeno a cualquier terrestre pero que el recién despertado comprendió «apartaos».
Un rayo de luz verde salió despedido de su largo dedo índice. Estaba a demasiada distancia y no consiguió dar en el blanco. Menos mal, porque si no podría haber matado a uno de aquellos niños que le importunaban por el simple placer de divertirse.
Aquel señor era poco amigable y peligroso.
El niño, sin nombre, de pelo encrespado y negro y que presenciaba todo aquello, se decidió, tras un corto período de duda, a ayudar a aquellos niños que se habían quedado petrificados de miedo y gritó: ¡Oiga, señor! ¡Esto no es lucha libre!
El desconocido se giró y le dirigió una media sonrisa, pero el chaval también pudo percibir cierto tono de asombro en sus ojos. Con un rápido y ligero movimiento de muñeca dirigió un rayo electrizante y centelleante hacia los restantes niños, que se quedaron inconscientes únicamente, pero no había tiempo para ayudarles; el señor corría hacia él. Al cabo de unos segundos una chica de unos veinte años se cruzó con el niño que huía y el pobre chaval sólo le pudo dirigir las siguientes palabras antes de que el malvado y perverso desconocido se abalanzara sobre él.
– ¡Ahí atrás hay unos niños! ¡Ayúdeles!
La chica dudó un instante pero optó, finalmente, por hacer lo que le pedía.
Lo último que pudo ver aquel niño antes de cerrar los ojos para siempre fue a una mujer cogiendo el teléfono móvil.
Un viento matinal despertó al chaval y, para su sorpresa, vio que no estaba muerto. Únicamente se había quedado inconsciente. Repasó en su memoria los últimos datos que recordaba de aquel raro incidente. Recordó cómo aquel extraño le había lanzado su rayo más potente. Después, había sentido que algo de su interior salía disparado y más tarde un mareo. Pero por fin, al cabo de un extraño y tenebroso evento, se sintió a salvo. Aún así… ¿Tendría algo que ver él con todo aquello? ¿Qué podría significar aquella cara de asombro del desconocido? Y… ¿por qué le habría lanzado precisamente a él, un pobre y desgraciado niño que no podía ir ni a la escuela, su rayo más potente?
Sumido entre sus pensamientos y sus dudas y sin alguna respuesta decente que se le pudiera ocurrir, el cansancio lo invadió y se quedó dormido otra vez.