Los premios de narrativa y poesía del IES Las Llamas ya tienen ganadores, que mezclan la fantasía con el amor e incluso hay hueco para realidades sociales como los malos tratos.
NARRATIVA II. PRIMER PREMIO: Pablo Alaña de 4º A
LA DIOSA DE LA GUERRA
Despuntaba el alba cuando Brásidas retornó del fantástico mundo de los sueños al sentir los forcejeos de su compañera sobre su cuerpo, apenas ataviado con una burda pero cálida y confortable piel de oso que el hombre solía ostentar sobre sus hombros con soberana lucidez, en ocasiones incluso con soberbia. Abrió sus ojos negros de azabache con suma resignación, como si supiera que una enorme tragedia le aguardaba al acecho más allá de la cueva en la que ambos moraban, como si supiera que aquella iba a ser la última mañana que contemplaría, como si supiera que su propio despropósito arrastraría a su mujer a un combate imposible de ganar. Finalmente, optó por incorporarse de su lecho y levantarse a encender una pequeña hoguera sirviéndose de unas extrañas piedras que habían ido recolectando con el transcurso de los años y que poseían la insólita propiedad de desprender chispas cuando eran golpeadas la una contra la otra.
– ¿Qué quieres que haga, Nea?– preguntó bruscamente Brásidas adoptando un tono casi recriminatorio.
– Ya lo sabes…– suspiró su compañera con una sonrisa insondable tan perfectamente dibujada en el rostro que bien podría asegurarse que había sido cincelada por el mismísimo Zeus, quien habría descendido del excelso Olimpo para tallar sus rasgos–. Necesitamos provisiones urgentemente. El invierno se cierne amenazante sobre nosotros y, si no almacenamos las provisiones suficientes, pronto expiraremos a causa del frío y del hambre.
Brásidas escrutó el semblante de su compañera entreabriendo sus labios en un arrebato efímero de júbilo: había conseguido a una chica tan bella y tan sabia, tan elocuente… Terminó por asentir, inerme ante las palabras pronunciadas por Nea.
– Para ella resulta sumamente sencillo manejarme… –se lamentó en un murmullo inaudible.
– Además, hoy ha nevado. Debemos actuar con presteza, pero también con sagacidad. Los habitantes de las demás cuevas también querrán procurarse comida con la que superar las adversidades que plantea el invierno –añadió la mujer sin rebajar ni un centímetro la amplitud de su sonrisa mágica.
– Soy presa de Afrodita… –musitó Brásidas al tiempo que asía su lanza de madera de ébano y punta de sílex.
En realidad, él y Nea – cuyo nombre descendía directamente del que ostentaba la célebre Palas Atenea, patrona y diosa mitológica de Atenas, de la misma ciudad arrasada y sucumbida por las funestas consecuencias de un misterioso y aterrador fenómeno atmosférico producto del cambio climático sobre la que ahora mismo habían dormido los dos habitantes de la recóndita caverna– no sospechaban siquiera quién era esa tal Afrodita ni cuál era su origen; sólo sabían que debía de haberse tratado de una mujer increíblemente atractiva. Esta ignorancia se debía, principalmente, a dicho temporal, que hacía un milenio había agitado y barrido el mundo en un alarde de terrible violencia por parte de Gea, la Madre Tierra, y que había despojado de la faz del planeta a prácticamente todos los seres vivos.
Brásidas y Nea, descendientes atenienses de los escasísimos supervivientes a la terrorífica catástrofe que había sacudido el globo a su antojo, habían sido concebidos y educados con sumas dificultades, por lo que parte de la cultura griega y de sus celebérrimos mitos (sus antepasados supervivientes habían sido ciudadanos de la eminente Grecia) se habían ido extraviando hasta perderse para siempre, devorados bajo el velo silenciador del tiempo y del sufrimiento. Así pues, el mentar a la divina Afrodita, diosa del amor, no podía atribuirse a la riqueza en la cultura del individuo, sino más bien a la mera costumbre que habían aprendido de sus progenitores de apelar a lo desconocido para descargar la ansiedad y para acusar a alguien como culpable de sus problemas y de su desgracia.
Tras unos minutos de tenso silencio sepulcral durante los cuales Brásidas aprovechó para sumirse en lo más profundo de sus cavilaciones, Nea decidió reanudar la conversación:
– Tu amigo Anicles ha venido hace apenas media hora con la pretensión de acompañarte a cazar osos. No creo que cacéis precisamente hoy muchos, por cierto. Como ha visto que estabas durmiendo, me ha encargado que por favor te despertase treinta minutos más tarde. Me ha dicho que te estará esperando en su cueva.
– ¡Ya voy, ya voy…, pero tenemos que hablar de este tema más tarde! Estoy harto.
La mujer no contestó. Brásidas, por su parte, se mantuvo también en silencio durante unos segundos que a Nea se le antojaron una eternidad. Sin embargo, al cabo de éstos, el melenudo hombre estalló y abrió la boca para manifestar a base de gritos ahogadamente proferidos la frustración que venía sintiendo desde hacía mucho tiempo y que paulatinamente le estaba arrebatando la paciencia y la esencia de su guerrero pero sensible corazón: el amor.
– ¡No puedo continuar con una vida así, tan ajetreada y monótona al mismo tiempo! Cae el crepúsculo y me desplomo exhausto sobre nuestro lecho esperando poder descansar y recobrar energías, pero la aurora se presenta enseguida, cruel y despiadada, y, nuevamente, tengo que partir para realizar la más extenuante de las empresas: cazar. Yo mato cazando, pero cazar también me mata a mí. Y siempre el mismo círculo. Mi padre aseguraba con entusiasmo que, a pesar de las murmuraciones que habían surgido entre otros clanes modernos, el círculo es la figura perfecta, pero yo no lo creo así. Primero, levantarse temprano. Jamás me he acostumbrado a ello. Y luego, la repetición de los mismos gestos. Hoy, como ayer, como hace veinte años… y como seguirá sucediéndome por toda la eternidad, hasta el final de mis días, si es que lo hay.
– Comprendo tus aprensiones. Si quieres puedo ir a cazar contigo…
– ¿Y abandonar a estos pequeñajos a su suerte? No –rechazó con ternura Brásidas mirando de soslayo a sus dos gemelos casi recién nacidos–. Tu verdadera vocación es cuidarlos y educarlos. La mía es matar.
Besó a su compañera en los labios, los cuales se abrían en una sonrisa enigmática e indescifrable, y, sin añadir nada más, se retiró con pasos parsimoniosos hacia la entrada de la cueva. Tras dirigir una mirada –que sería la última en su vida– hacia el interior de aquel tosco pero hospitalario hogar, se precipitó colina abajo en busca de la gruta que albergaba a Anicles y a su familia.
El sol, que comenzaba a fulgurar al alzarse con brío por el este en el comienzo de su cenit, arrojaba ya su manto de luz sobre la tierra, cuyo color se había ido tornando en apenas unas horas de un marrón oscuro y enfangado a un blanco inmaculado, ebúrneo y resplandeciente. En efecto, había nevado. Brásidas, auque sentía bastante incomodidad por el frío que transmitía aquella atractiva aglomeración de algodón helado que designaban con el frívolo nombre de nieve, caminaba contento de que, al menos por un día, la naturaleza le fuese propicia y generosa: así podrían rastrear las huellas de las presas.
Arrastró los pies poco a poco, jugueteando con los surcos que dejaban como rastro sus pies desnudos bajo el amparo de la bóveda celeste, que presidía las alturas y que escondía el antes fúlgido sol con una espesísima capa de nubes, la cual exhibía la mayor variedad de tonos grisáceos jamás vista y se presentaba sumamente consistente y apenas desgarrada por unos débiles rayos de sol que conseguían filtrarse entre toda aquella masa. El fiel presagio de firme ventisca que no logró atemorizar lo más mínimo al caminante, pues sabía que aún disponía de tiempo suficiente.
Transcurridos unos cinco minutos de travesía, Brásidas halló la cueva de Anicles, ubicada mucho más al este que la suya, por lo que horas antes ya había gozado de las ventajas que brindaba la anhelada luz. El señor de la gruta, es decir, el gran amigo del compañero de Nea, aguardaba la llegada de su colega con una sonrisa socarrona pintada en los labios.
– ¿Teníamos sueño hoy, eh, enclenque? A ver si hoy pillamos algo que echarnos al gaznate… –comentó, risueño.
– A ver… –respondió Brásidas esbozando la que constituía su segunda sonrisa a lo largo de la mañana. No sabría justificar el motivo, pero lo cierto era que Anicles tenía la singular capacidad de alegrarle el alma, de animarlo.
Sin seguir mayores preámbulos enarbolaron sus lanzas y marcharon hacia un bosque voluptuoso que se perfilaba en la lontananza, a media legua aproximadamente.
Una vez que hubieron llegado, se internaron juntos por el flanco este de la espesura de la arboleda, pues esperaban no ser detectados por los animales al soplar Céfiro, el viento del oeste, uno de los cuatro hijos de Eolo. Como cazadores buenos y veteranos, conocían prácticamente todas las técnicas básicas y avanzadas de la caza, sobre todo en la caza del oso, animal en el que se estaban especializando últimamente.
Avanzaron levemente inclinados y con la mayor de las cautelas. La nieve, como todo, poseía sus pros y sus contras: por un lado, estaba la considerable ventaja de poder examinar las huellas grabadas en la misma; pero, por otro, se perfilaba la relevante desventaja de que todos los animales cercanos podían escuchar sus pisadas, ya que éstas reverberaban con vigor en el aire tras emanar del contacto entre los pies descalzos y la blanda y blanca superficie. Como es lógico, pronto los animales que abarrotaban aquel bosque fértil salieron huyendo, presos del pánico.
– No importa. Ya pillaremos a alguno desperezándose –dijo Anicles con mucha confianza en sus posibilidades y en sus grandes habilidades como cazador.
– Esperemos…
Continuaron rastreando las trayectorias que seguían sus presas durante al menos dos horas, mas no obtuvieron recompensa alguna por su esfuerzo.
– Debemos internarnos aún más. Debemos dar con el centro del bosque; allí los encontraremos a todos, arrebujados y muertos de miedo –sugirió el amigo de Brásidas a modo de orden.
– La verdad lo veo poco sensato. ¿Y si se nos rebelan y tratan de acorralarnos? Los animales son peligrosos. Sé que están esperando a que demos un paso en falso para abalanzarse sobre nosotros –objetó el otro.
– ¡Somos hombres, Brásidas! ¡No me seas miedica, eh! ¿Quieres comer hoy o no?
– Tengo para…
– Hoy comerás, mañana también, pero pasado mañana ya no. Además, espera y ya verás. Pronto comenzarán a caer las grandes nevadas y no podrás conseguir nada, ni un pellizco de carne con el que alimentar a tus pequeños –argumentó Anicles.
Brásidas, inerme ante la evidencia, se limitó a exhalar un prolongado suspiro en señal de resignación.
– Pues allá vamos, viejo amigo. Por fin hoy atravesaremos el seno de nuestros temores. Jamás hemos ido allí, no sabemos lo que nos aguarda, pero sí podemos asegurar que somos valientes.
Así pues, tal y como había dispuesto Anicles, penetraron en lo más oscuro del follaje de los árboles, allí donde se agazapa una oscuridad insondable, inescrutable, un lugar donde se encierran los secretos, la incertidumbre y el misterio de lo desconocido, de lo maligno, de lo olvidado, de lo rencoroso, de lo iracundo…
Llegaron al centro del bosque sin sufrir, afortunadamente, ningún tropiezo inesperado. No obstante, lo que encontraron allí resultó ser la mayor de las maldiciones, el peor conjuro del Mal, aquel que había terminado por corromper hasta al último hombre de la era anterior, la cual había acelerado el proceso de destrucción del mundo y a punto había estado de lograrlo, no por malevolencia, sino por comodidad y despreocupación.
Brillando con un fulgor que ni Brásidas ni Anicles jamás habían siquiera imaginado, ambos columbraron cientos de esferas de metal dorado pulido sumergidas en el fondo de un lago completamente congelado. Como les había sucedido a los humanos del anterior milenio, los dos avanzaron hacia el lago, atónitos ante el extraordinario resplandor del oro. Posando un pie sobre la superficie helada, sopesaron el espesor de la capa de hielo. Era delgada. Por suerte, pensaron ellos, aunque en realidad deberían haber pensado por desgracia, acababan de hallar lo que ellos consideraban la más faustuosa de las maravillas. Sin embargo, pronto comprenderían que aquello que se disponía ante sus ojos como riqueza y felicidad se trataba, en realidad, de la mayor de las desdichas con la que se podía topar un hombre en su camino.
El oro los sentenció a muerte.
– Mira qué preciosidad –murmuró Anicles con una diáfana expresión de avaricia que destellaba sobremanera en sus ojos entornados. Por momentos parecía que ésta les confería la propiedad de refulgir tanto como el objetivo de la codicia humana.
– Sí…, es increíble –contestó Brásidas en un susurro apenas audible pero que revelaba muchos sentimientos. De éstos el predominante era la sordidez, que se había adueñado de su mente para no escapar jamás.
Se lanzaron sendas miradas de fuego con las que inmediatamente se comprendieron. De súbito, y sin mediar palabra alguna, empuñaron sus lanzas y comenzaron a descargar violentas acometidas sobre el frágil hielo que cubría la superficie del lago. Acompañaron su improvisada nueva empresa con tanto vigor y determinación que al cabo de apenas diez segundos ya habían conseguido abrir brecha en aquella sólida pero delicada envoltura. Ambos arrojaron sendas lanzas hacia la orilla con un veloz movimiento y un suspiro contenido y, tras escrutarse durante una fracción de segundo, se sumergieron en aquellas aguas gélidas en cuyo fondo descansaban innumerables monedas resplandecientes.
A las pocas brazadas llegaron a tocar al fin el ansiado tesoro. Sin detenerse ni por un instante, Brásidas y Anicles cogieron y acariciaron las miles de partes que integraban aquella inmensa fortuna boquiabiertos, como si estuviesen contemplando a un dios. En efecto, así se mostraba el dinero ante sus ojos codiciosos, como un emperador del universo al que había que rendir riguroso culto, es decir, al que había que adorar fervientemente.
Ascendieron a la superficie para retomar el aire, ya que éste se les había evaporado enseguida, como si la emoción que inundaba sus cuerpos se hubiese transformado en una especie de fuego exaltado que hubiese acicateado al oxígeno de sus pulmones a esfumarse.
Abrieron las palmas de sus manos, las cuales estaban repletas de monedas brillantes y tintineantes. Las escrutaron una vez más con una sonrisa cínica dibujada en los labios. Oh, alabada maravilla, pensaban.
No obstante, la alegría no les duró mucho, pues, de repente, la pérfida maldición de la avaricia se presentó ante ellos y, susurrante, los enfrentó entre sí para condenarlos a una muerte irrevocable. La mirada de ambos se desvió inconscientemente a las palmas del amigo, también rebosantes de dinero. Fue entonces cuando se abalanzaron el uno sobre el otro en un intento de herirse y arrebatarse las monedas. Como los dos estaban resueltos a apropiarse de la fortuna, ninguno cedió hasta que la muerte zanjó la cruenta disputa dictando sentencia en contra de Brásidas, quien, exhausto por los terribles golpes que le descargaba su compañero sin cesar, terminó por perder su esencia, su alma. Así, pereció tras un puñetazo propinado con una brutalidad inhumana.
Anicles, pese a que logró matar a su amigo y apoderarse, después de varias zambullidas, del oro que reposaba en el fondo del lago, llegó a la cueva de su familia dejando tras de sí un rastro inequívoco de sangre que auguraba la visita inmediata a los dominios del dios Hades y del barquero Caronte. Sus padres, sus suegros, su mujer y sus hijos lo recibieron con un llanto convulsivo e incontrolable que confirmó las peores sospechas del avaricioso asesino. Iba a morir agonizando.
Aún sintiendo su cuerpo envuelto en el más insufrible de los dolores, Anicles continuó exprimiéndolo al relatar su aventura a toda su familia. Las consecuencias fueron caras: sus ojos se velaron para siempre cuando el sol anunciaba la llegada del alba.
– Nea nos pagará con su muerte –fue lo único que dijeron todos los familiares del difunto al unísono cuando éste aspiró su último aliento.
No pronunciaron en vano esas palabras y, al amanecer, partieron impecablemente armados y pertrechados rumbo a la casa de la mujer de Brásidas.
Nea se despertó junto con la aurora. Registró la cueva, inquieta. Sí, Brásidas no había vuelto. Algo debía de haber sucedido. Sumamente preocupada, salió al exterior para otear el horizonte, aún con esperanzas de que su esposo viviera. Sin embargo, en cuanto vislumbró el estado de la bóveda celeste por sus ojos entornados desfiló la mayor de las angustias, así como también la mayor de las cóleras. Lanzó, nuevamente, una mirada repleta de ira al cielo.
Éste presentaba un tono rojo sangre que a la excelsa mente de Nea le resultó inequívoco.
– Se ha derramado sangre… –musitó.
Caviló y caviló sobre el asunto hasta extraer la conclusión de que la sangre no pertenecía sino a su difunto marido Brásidas y a Anicles. De pronto, reparó en el verdadero motivo que debía de haber originado la mortífera pelea.
– El oro del lago… Les ha corrompido igual que a sus antepasados.
Sin previo aviso, Nea se incorporó del suelo sobre el que había permanecido sentada y se precipitó al fondo de la cueva, donde descansaba, además de los dos gemelos, su pequeño tesoro oculto bajo tierra. Perfectamente consciente de que la familia de Anicles, colérica, debía de haber partido hacía unos pocos minutos con el firme propósito de descuartizarla, escarbó en la tierra con un ansia animal.
Al fin, sus manos toparon con algo duro. El cofre, sin duda. Cavó algo más hasta que pudo liberarlo de la opresiva tierra que lo retenía. Lo abrió sin perder el tiempo y, mirando de vez en cuando hacia atrás para cerciorarse de que sus enemigos aún no habían aparecido, procedió a sacar el faustuoso contenido del cofre.
Se trataba de una sublime coraza de plata forrada con la piel de la cabra que había amamantado a Zeus cuando éste aún era poco más que bebé divino y había tenido que escapar de las malvadas y asesinas manos de Cronos con ayuda de su madre Rea, hija de Gea. Este inexpugnable thórax –pues así se llamaban las corazas griegas– que el Olímpico había utilizado tantas veces para enfrentarse a sus temibles enemigos, lo había heredado Atenea, diosa virgen de la guerra, cuando su padre se lo había regalado, rebosante de orgullo. Ahora, la Égida (ése era el nombre que ostentaban conjuntamente la mágica coraza y el escudo) descansaba sobre sus manos, ¡sobre las manos de Nea!
– Te corresponde como heredera, hija mía –le había dicho su padre el día en que se la entregó–. Haz sabio uso de ella y empléala para salvar a los hombres de la desgracia que Zeus ha predicho que les advendrá.
«Estoy preparada para estrenarla, padre», se dijo Nea después de evocar aquel grato recuerdo del pasado.
Con tan poco margen de tiempo, la mujer asió con presteza la coraza y se la puso por encima de la túnica. Una vez vestida, se recogió el pelo y se colocó un yelmo igualmente plateado en la cabeza.
«Me faltan las armas».
Deslizó nuevamente las manos al fondo del cofre y de él extrajo una larguísima espada envainada y un hoplon tan reluciente como pesado. Antes de colocarse este último en el antebrazo derecho, desenfundó con un hábil movimiento su acero. La hoja centelleó con poderío y júbilo al respirar otra vez un aire que desde hacía muchísimo tiempo siquiera había rozado; demasiado tiempo había permanecido bajo el velo abrumador de la vaina. Una sonrisa de satisfacción se escapó de los labios sonrosados de Nea cuando empuñó a Hendra, una espada magnífica supuestamente forjada por los divinos Vulcano y Hefesto en estrecha colaboración –o eso le había asegurado su devoto padre.
De súbito, la esposa del finado Brásidas escuchó los gritos de guerra de la familia de Anicles y de los clanes amigos del difunto. Parecía que se habían unido para matarla.
Sin embargo, Nea no se asustó lo más mínimo y, empuñando con firmeza y elegancia su espada y su hoplón, salió al exterior, aguardando el ataque del enemigo.
– Ingenuos… –murmuró.
Pasado medio minuto, seis hombres y cuatro mujeres «armados hasta los dientes»– como solía decir Brásidas– se abalanzaron sin piedad sobre Nea, asestándole innumerables golpes por todo el torso. No obstante, la mágica protección de la coraza de Palas Atenea la guardó de los impactos, por lo que no sufrió ni una herida.
Sin concederles a sus enemigos siquiera un momento para que manifestasen su perplejidad, Nea contraatacó hundiendo su espada en el corazón de un hombre de melena interminable y golpeando con su hoplón a una mujer en la cabeza con tal potencia que esta se desplomó, yerta al instante. Así fue acabando poco a poco con sus diez rivales, quienes pronto dirigieron sus ataques a las piernas desnudas de aquella diosa de la guerra, pero en vano, pues el inmenso hoplon la protegió.
Al cabo de cinco minutos de frenética actividad, todos menos la esposa de Brásidas yacían muertos en la nieve, la cual se había teñido de súbito de un rojo intensísimo. Jadeante pero indemne, Nea regresó al interior de la cueva para sentarse junto a sus dos hijos gemelos, que aún dormían profundamente a pesar de los intensos rayos de sol que se insinuaban en la entrada de la gruta.
– Pensaba haber encontrado en Brásidas a un hombre bondadoso y humilde. Pero no, es débil y voluble, como los demás… Algún día vosotros, hijos, también tendréis que luchar contra los hombres, que, corrompidos, intentarán apoderarse nuevamente de un mundo que destruyen sin saberlo al adorar a tan siniestro ser: el dinero. Todos sabemos que las monedas son seres inanimados, pero lo cierto es que poseen el más maligno de los espíritus. No caigáis en el error de ceder a sus insinuaciones. Yo, Nea, descendiente y heredera de la célebre Atenea, os mostraré el verdadero camino, la senda del Bien, de la razón, del altruismo, de la bondad, de la solidaridad, de la amistad, del amor… y no de la lascivia ni de la despreocupación. ¡Oh, Zeus, el alma de Atenas resucitará junto con la de toda Grecia Antigua! ¡Retornarán los valores perdidos y el dinero será despojado de la faz de Gea para desaparecer por toda la eternidad! ¡Oh, Zeus! – alabó mirando a sus gemelos.
Luego, tras vestir a los dos pequeños dioses, los cogió y se marchó caminando parsimoniosamente hacia el destruido Partenón de Atenas para dedicarle unas breves, pero intensas plegarias a su antepasada.
– Los dioses hemos vuelto. Reconduciremos a la humanidad.
NARRATIVA II. SEGUNDO PREMIO: Nerea Rodríguez de 4º A
LA SONRISA ANÓNIMA
«Levantarse temprano. Jamás me he acostumbrado a ello. Y luego, la repetición de los mismos gestos. Hoy, como ayer, ¡como hace veinte años!».
El monstruo ronca a mi lado. El despertador aún no ha sonado. Lo apago, para no despertarle. Aparto lentamente las sábanas. Salgo a oscuras de nuestra habitación. Al cerrar la puerta, él se mueve. Por favor, que no le haya despertado. Ya en el cuarto de baño enciendo la luz. Me lavo la cara, como cada mañana, ahí está el espejo, que es el único que me muestra esta horrible realidad en la que vivo… Tengo sólo un corte en el labio. No me puedo quejar… Aún así, hoy no puedo disimularlo con el maquillaje. El pintalabios no hace más que acentuar mi vergüenza. Lloro, en silencio siempre.
Me seco los ojos. Tengo que despertar a Marcos. Abro la puerta de su habitación. Mi pequeño ángel duerme plácidamente. Me acerco y le doy un beso en su preciosa carita y le acaricio el pelo. Mi pequeño ángel abre los ojos, sobresaltado. Le sonrío.
– Buenos días mamá.
Preparo el desayuno de todos y mientras Marcos desayuna oigo a Sara llamándome desde su cuna. La traigo en brazos hasta la cocina y la siento en su trona mientras preparo su biberón. Le doy la ropa a Marcos. Hace sólo unos meses que va solo al colegio y aún me siento insegura. ¡Qué gracioso mi pequeño hombrecito con su uniforme! Con su mochila en la espalda se acerca a mí para despedirse. Me mira. Sé que mira mi boca. Ya no pregunta, no dice nada. Sólo mira, y piensa. Yo sonrío, porque para mis hijos sólo tengo una sonrisa. Marcos no sonríe. Ya casi nunca lo hace. Con tan sólo diez años ha desaparecido de sus ojos ese brillo infantil… Demasiado mayor para ignorarlo, demasiado pequeño para entenderlo. Quiero llorar, pero sonrío. Le doy dos besos, le deseo buena suerte, le digo que atienda a la profesora… Mi hijo asiente. Serio. Y se va. Quiero llorar. Llaman al telefonillo. Es Marcos:
– Te quiero, mamá.
– Y yo a ti, cariño.
Sara, sentada en su trona, juega con un muñeco. Mi princesa es simplemente feliz. Siempre sonríe. La dejo en el suelo. Es tan perfecta… Tengo tanto miedo por ella. Quiero que sonría siempre. Recuerdo cuando nació, tan sólo hace un año. En el hospital todo parecía tan perfecto… hasta él lo era. Allí sólo había cabida para el amor. Era como un sueño, pero claro, de los sueños siempre se despierta.Yo desperté con un grito:
– ¡Quería un niño!
Temblé. Era tan cruel recordarlo… Pero claro, esto sólo sucedía cuando estábamos solos.
Sumida en mis pensamientos no me había dado cuenta de que Sara había agarrado mi pierna. La cogí en brazos y ella se rió. La metí en su corralito.
Tengo que limpiar. Si cuando despierte no está todo limpio, se enfadará. Odio los jueves. Porque él no trabaja y eso significa pasar toda la mañana con él. A veces me pregunto cómo he acabado así. ¿Qué fue de mis sueños? Soñaba con estudiar y trabajar. Con viajar. Sin más preocupaciones que yo misma. Ser empresaria, abogada o quizás misionera. Quería conocer el mundo entero.
Pero me enamoré, con sólo catorce años del hombre perfecto, que por mí todo lo daba y todo me lo enseñó. El de la sonrisa perfecta, las buenas maneras… Hoy tengo treinta y seis años, llevo casada con el hombre perfecto dieciséis años. Todo empezó con un empujón, una mala contestación…
¿Qué fue de mis sueños? Los insultó, los golpeó, los hundió, los destruyó…
El primer golpe fue el peor, no tanto por el dolor sino por el ‘shock’ de la situación. Esa noche yo no dormí nada y él durmió en el sofá. Sueños rotos, lágrimas en la almohada. Al principio creía en sus arrepentimientos. Al principio por amor, luego por miedo. Hoy ya ni siquiera hay perdones.
Lo limpio todo, hago su desayuno, visto a la niña…Todo perfecto para que no haya bronca cuando se despierte. Lo reviso todo, una y mil veces. Y sin embargo, sé que él va a encontrarle defectos.
Oigo el agua de la ducha. Ya se levantó. Tranquila, no va a pasar nada… Mejor voy a asegurarme de que su desayuno esté caliente.
Él aparece por la puerta, recién duchado. Sara sonríe y estira su manita intentando alcanzarlo. Él no la hace caso y se acerca a la mesa directamente. Antes de mirarme, mira el desayuno.
– ¿Cuándo he dicho que hoy quiera tostadas? ¿Cuándo? A lo mejor lo he dicho y no me acuerdo…
– No, perdona, no me he dado cuenta…
– ¿Qué? Creo que ayer dije claramente que quería cereales. ¿No recuerdas? ¿Acaso eres tonta? Sí, lo eres, no hay duda…
Tira la taza, el vaso y el plato al suelo. Yo me siento igual, despedazada en mil pedazos. Me quiero hundir, ser invisible…
Se acerca a mí. Tiemblo. Me temo lo peor. Se limita a zarandearme. Me empuja mientras me insulta. Caigo al suelo de espaldas. Por experiencia sé que lo mejor es no levantarme, así que cierro los ojos y me encojo en mí misma. Pero sale de la cocina dando un portazo. Sara llora. La tranquilizo con mis palabras porque no puedo cogerla. Tengo las manos empapadas de sangre. Al caer, apoyé las manos en los cristales. Me lavo las manos en el fregadero. Tengo la palma de la mano cubierta de cortes. Me la envuelvo con un trapo y abrazo a mi hija, que sigue llorando. Sara se calma por fin, aunque ya no sonríe. Me mira fijamente. En sus ojitos sólo veo miedo. Le beso la frente y la abrazo. Luego la dejo en su corralito. Salgo al pasillo. Se ha debido ir, porque no oigo ningún ruido. Mejor.
En el baño puedo desahogarme. Cierro la puerta y lloro. No por el dolor que me producen las heridas de las manos sino por sentirme pisoteada por el hombre al que amo, por la humillación de permitirlo una y otra vez, por el miedo…
Me quito los cristales de la mano y me lavo la cara. Miro mi imagen en el espejo. ¡Qué cruel realidad! Me recompongo… Me vuelvo a maquillar. Ensayo mi sonrisa frente al espejo. Voy a vestirme. Tengo que ir a hacer la compra.
Al entrar en la cocina me quedo en el dintel de la puerta, observando a mi hija. Ya se le ha pasado el disgusto. Es tan linda… La cojo en brazos y la siento en su carricoche. Se revuelve, enfadada. No le gusta porque no puede moverse a su antojo y mi hija es muy inquieta. Me visto. Observo mi vestuario. Los colores vistosos están prohibidos, esto por decisión mía, ya que lo último que quiero es llamar la atención, y por decisión suya quedaron prohibidos escotes, faldas, tirantes, transparencias, tacones, pantalones de cintura baja, piratas…
Me visto: jersey negro de cuello alto y pantalones vaqueros. Salir a la calle para mí representa un suplicio. No me gusta que la gente me mire. No me gusta porque me juzgan, porque hablan por hablar y no son capaces de ver la realidad que tienen delante.
En la caja del súper me veo obligada a hablar con la cajera. Es una mujer ya mayor, simpática, que siempre regala algo a mi pequeña… Me incomoda. Porque siempre pregunta sobre mi vida. Hoy no es una excepción, por supuesto.
– ¿Qué tal, querida? ¡Qué mala cara te veo! Debe ser la gripe. Mi marido también está así. Hoy no se ha podido levantar de la cama. ¡Qué grande está tu hija! ¿Quieres un caramelo, monada?
Mi hija estira sus manitas hacia el caramelo. Yo le doy las gracias y le digo que sí, que iré al médico, que la gripe ha pegado muy fuerte este año… Salgo de la tienda. Ya en casa me pongo a preparar la comida. Macarrones. Es la comida favorita de mi hijo.
Mi marido entra en casa con un portazo. No entra en la cocina. Se sienta directamente en el salón. Oigo la televisión. Mi hija sonríe y dice «papá». Yo asiento con la cabeza y sigo preparando la comida. A la una llega Marcos del colegio. Saluda a su padre al entrar en casa. Un saludo recto, formal, comprometido… No hay besos ni qué tal el colegio. Luego viene a la cocina. Me da un beso y se sienta en la mesa con su inseparable Game Boy. Le sirvo la comida.
– Espera a que estemos todos sentados en la mesa, Marcos. Voy a llamar a tu padre.
Mi marido está tumbado en el sofá viendo la televisión. Me mira. Le digo que está la comida en la mesa. Asiente. Salgo del salón. Mi marido sale tras de mí. Nos sentamos en la mesa. Uno enfrente del otro. Comemos en silencio. Como siempre. Sara ya ha comido así que está en su habitación durmiendo la siesta. Marcos no nos mira. Acabamos de comer. Mi marido nos hace saber que va a salir con sus amigos esta tarde. Así pues se toma el café, se viste y se va de casa. Marcos se va a casa de la vecina a jugar con su hijo.
Otra tarde sola. Hasta que Sara despierte puedo ver la televisión un rato. Cierro los ojos.
Me despiertan los lloros de mi hija. No sé qué hora será. La saco de la cuna. Se sienta delante de la televisión. Parece increíble que con un año ya le guste ver la televisión. Pasamos una tarde relativamente tranquila. Marcos vuelve hacia las ocho. Cena solo. Yo no le digo nada. Porque no sé a qué hora llegará su padre. Pero yo sí le esperaré. A las nueve y media, con Marcos y Sara ya dormidos, preparo su cena y la mía.
A las once y media pasadas se digna por fin llegar a casa. Se sienta en la mesa oliendo a tabaco y alcohol. Me mira.
– ¿Y Marcos?
– Ya ha cenado. Has llegado muy tarde y mañana tiene clase.
Me mira con odio. Se levanta de la mesa y va hacia la habitación de mi hijo. Le grita. Le obliga a levantarse y a sentarse en la mesa. Le golpea la cabeza contra la mesa. Yo no puedo seguir viendo eso. Me levanto. Le tiro un vaso de cristal a la cabeza. Se da la vuelta hacia mí. Le chillo a mi hijo, que me mira como hipnotizado.
– Marcos, a la habitación de Sara. ¡Ya!
Mi hijo desaparece justo a tiempo de que mi marido se plante delante de mí. Me pega un bofetón. Chillo, lloro, caigo al suelo. Me patea la cabeza. Me agarra el cuello con las manos. Aprieta. Me asfixio. Intento desasirme de sus manos. Me muevo. Pataleo. Le golpeo varias veces, aun así él no afloja la presión que ejerce sobre mi cuello. Tengo miedo. Ya no me muevo. No hago nada. Sólo deseo que acabe cuanto antes…
Me pega un bofetón y se levanta. Apenas si puedo moverme. Me duele todo. Le miro. Cabrón de mierda. Le he roto el labio y le he arañado toda la cara. Me levanto. Me refugio en la oscuridad de la esquina del salón. Lloro… Él se va. Sale de casa dando un portazo. Me ha destrozado. Estoy medio muerta. Y sin embargo sé que sólo me ha dejado una marca en el cuello. Pega sin dejar marcas apenas. Como hacía su padre con él… Pasan los minutos, diez, quince… Marcos sale llorando de la habitación con su hermana. Nos abrazamos. Les visto. Salimos a la calle. Hace frío. Voy hasta la casa de mi madre. Llamo al timbre. Después de casi diez minutos llamando aparece mi madre.
– Pero hija, ¿qué ha pasado? ¿Qué hacéis todos aquí? Dios pasad, pasad. Seguro que estáis helados.
Me agacho. Abrazo a mis hijos. Les beso. Beso a mi madre. Con Sara en los brazos me agacho y le susurro a mi hijo.
– Ángel mío, mi niño. Por favor, nunca os olvidéis de que os quiero, sois lo mejor de mi vida. Os quiero. Y os voy a proteger de todo siempre. Mi vida, cuida a Sara. Y háblale de mí.
Mi hijo me abraza. Me dice que me quiere. Lloro. Le beso la frente y luego hago lo mismo con mi pequeña. Mi madre nos mira sin saber qué decir ni qué hacer. Le paso a Sara. La digo que les cuide y que la quiero. Beso de nuevo la frente de mi hija y abrazo a mi hijo. Y me vuelvo a mi casa. Mi madre me mira y sin saber muy bien qué hacer se mete en casa con mis hijos. No miro atrás.
En mi casa me pongo el camisón. Mi marido duerme. Me meto en la cama con él y espero que el cansancio me venza…
Despierto. Levantarse temprano. Jamás me he acostumbrado a ello. Y luego, la repetición de los mismos gestos. Hoy, como ayer, ¡como hace veinte años!
Voy a la cocina. Con una sonrisa cojo un cuchillo…
El Periódico
«Primera víctima masculina de violencia de género en lo que va de año en nuestro país.
El fallecido, Alejandro Gómez, fue asesinado presuntamente por su esposa la mañana de ayer. La víctima fue hallada con varias puñaladas en el pecho por la mañana al notar su ausencia en el trabajo. La presunta homicida se suicidó poco después del crimen ingiriendo una gran cantidad de estupefacientes. Al parecer la disputa podría haberse producido por los celos de la mujer, lo que originó una fuerte pelea que acabó con el asesinato del marido. La pareja tenía dos hijos cuya custodia ha quedado provisionalmente bajo la supervisión de la abuela materna. Los vecinos de la víctima afirman no sentirse impresionados por la noticia ya que la pareja hacia años que soportaba una crisis. Una de sus vecinas afirma que la presunta homicida era una mujer arrogante y de mal carácter que no sólo tenía esclavizado a su marido sino también a sus hijos. La policía prosigue sus investigaciones….».
POESÍA NIVEL II. PRIMER PREMIO: Marta Lizcano de 4º B
INSOMNIO
Salgo a la calle triste
en pos de algo de aliento
pues no logro conciliar
por más que lo intento, el sueño.
Azotan el limonar
las ráfagas de febrero
y pienso que en realidad
no duermo porque no quiero.
No duermo por no soñar,
por no verte en mis recuerdos.
Intento ya no pensar
en ese lejano tiempo
en que iba a pasear
junto a ti, junto a tu cuerpo;
mas te siento de verdad,
cual si te estuviera viendo
y es tan difícil obviar
que todavía te quiero…
Pienso en recapacitar
en ver que, si estoy sufriendo,
es por la dura verdad
de que te fuiste queriendo.
¿Por qué amarte si jamás
serás mío en este invierno?
¡Ay el amor racional!
Tan sólo es cosa de cuento.
Yo te amé, me amaste igual,
mas fue arreciando el viento.
Como tras cada verano
después del otoño, invierno
tras la calma, la tormenta
y cenizas tras el fuego.
Paro junto al limonar
que arroja su fruto al suelo,
imagen de la verdad
que cae por su propio peso.
Y me siento a descansar,
mis párpados van cayendo
contigo empiezo a soñar
te sueño amigo, te sueño.
Y te veo junto a mí
Y te acercas y te siento
Y de nuevo siento, sí,
tu aliento junto a mi aliento.
POESÍA NIVEL II. SEGUNDO PREMIO: Álvaro Pesquera de 4º B
LA TORMENTA
La brisa ya se acrecienta.
Se oye un crujir en el cielo.
Ya llegan del horizonte
violáceas tropas del trueno.
Oscurecen incipientes
cubriendo con techos negros
que engrisecen el ambiente,
que apagan los limoneros.
Y se atisban de repente
lanzas de luz y de fuego
irrumpiendo ciegamente,
internándose en el suelo.
Desde el norte llega el viento
como un aliento de hielo
y con el duro granizo
azotan mi limonero.
Ya devastados verdores
yacen sobre mi terreno
árboles de mis amores,
nuevos blancos de mi anhelo.
Y tras pasar la tormenta
no quedó nada de aquello
azotaron mi limonar
las ráfagas de febrero.