¿Nunca os habéis preguntado el porqué del continuo ir y venir de una ola? ¿No os intriga saber la razón de ese angustioso caminar, de esa lenta agonía hasta llegar a una orilla de arena, hasta estrellarse contra una pétrea pared?

Hace mucho, mucho tiempo, más del que nadie pueda recordar, el mar era la misma gran superficie de agua que es ahora, pero había en ella una diferencia: las olas.
En aquel tiempo, las olas no se parecían en nada a las de ahora. Eran de agua dulce y mucho menos numerosas; pero infinitamente más bellas. Tenían diferentes colores y formas, y surcaban la superficie del mar, su padre, con plena libertad para ir a donde les pareciera. Pero quizás la mayor de las diferencias era que tenían alma.

Una vez, una pequeña ola llegó hasta una playa desconocida para ella. Quedó asombrada por la belleza de aquel lugar de arena blanca, con palmeras que crecían cargadas de dátiles y de aquellas conchas como espejos en los que se reflejaba.
Estaba tan ensimismada que, sin darse cuenta, fue acercándose a la orilla cada vez más. Y allí se encontró con lo que la pareció lo más hermoso de aquella playa. Tenía unos ojos negros, que a ella la parecieron insondables, velados por unas largas y rizadas pestañas mezcladas con un pelo oscuro y ensortijado, que le caía sobre los hombros.
No supo que hacer. Jamás antes había visto a un ser humano y aquella presencia la sobrecogió.
Se acercó muy lentamente a él. Cuando llegó hasta donde estaba, se quedó quieta, sin hacer ruido, esperando que él reparase en ella.
Por fin, los ojos de aquel ser extraño la miraron. Sonrió y, al hacerlo, a la pequeña ola le pareció contemplar las legendarias perlas de las que siempre le hablaba su padre, aquellas que estaban escondidas en lo más recóndito y profundo de los océanos.
Comenzó a hablar y, para su sorpresa podía comprender todo lo que aquella criatura decía.
Charlaron durante horas y horas. Ella le narró los misterios de los mares, de como el viento del norte las hacía tiritar de frío cuando le venía en gana, como sus hermanas y ella dejaban que el ardiente sol de los mares del sur les adormeciera de forma deliciosa, le contó las interminables carreras con las sirenas y los defines, la belleza de los corales y los bancos de peces multicolores, de las enormes ballenas y los diminutos caballitos de mar. Y le habló de tierras lejanas; de otros países, de animales que él no conocía, de costas de las que nunca oyó hablar.
Y él le habló de su vida en la aldea; de cómo todas las tardes bajaba a la playa a observar la calmada superficie del mar, que gradualmente se teñía de rojo con la marcha del sol.
Y hablaron y hablaron, mientras la noche caía a su alrededor y sus risas quebraban el silencio de la playa.

Aquella fue la primera vez que la ola y el muchacho se encontraron, pero no la última. Hubo muchas, muchas más. Y el tiempo iba pasando de forma casi imperceptible…

Una mañana en que ella se acercó a la playa, no encontró al joven que conoció. En su lugar había un anciano de cabellos canos y rostro sembrado de arrugas.
Tal vez no le hubiera reconocido de no haber sido por aquellos ojos negros que aún conservaban parte de su fuerza, de su gallardura, de su serenidad. Aquellos ojos que ahora la miraban con una mezcla de dulzura y compasión.
Ambos se miraron; ella sin entender que había sucedido; él comprendiéndolo todo. Por fin, los ajados labios del anciano se despegaron:
– El tiempo ha pasado rápido, mi niña. Más aún de lo que yo esperaba. Pero ya no podemos hacer nada; en realidad jamás pudimos pequeña. Sabía que este momento llegaría. Ni siquiera tú puedes evitarlo. Me hiciste muy feliz. Mucho. A través de ti he conocido cosas que muchos hombres ni siquiera han imaginado, he viajado a lugares que parecen sacados de los sueños más fantásticos. Pero todo eso se ha acabado ya, querida mía. Ahora sólo me queda decirte adiós.

Permanecía quieto, sentado en la arena, con aquellas oscuras pupilas fijas en aquel lago azul, mientras sus pies descalzos se empapaban de toda la esencia espumosa de ella; mientras sus lágrimas perforaban su cuerpo, convirtiendo el agua dulce en salada.

Cuándo él murió, la ola, enloquecida de dolor, vagó en silencio y sola por playas desiertas, rehuyendo la compañía del resto de las olas, hasta que, poco a poco, fue evaporándose , dejando fragmentos de ella misma en la arena, hasta que un día desapareció por completo.

El mar, su padre, bramó enfurecido contra aquellos seres que habían causado tanto dolor a su pequeña y, con el corazón destrozado por la pérdida, ordenó a sus hijas mayores que golpearan continuamente contra las rocas para recordar a los demás humanos su poder, y evitar así que cualquier otro enamorara a una de ellas. Y los hombres supieron entonces de la furia del mar, y de su dolor.

Asimismo, las privó de su libertad y de la capacidad de hablar, con la esperanza de conservarlas junto a él.
Sin embargo, todos los días, las olas más pequeñas se turnan, escapando del férreo control de su padre, para buscar durante algunas horas el alma de su hermana, que creen que las espera en la arena de una playa desierta y perdida.

 

Trabajo original