Don Quijote fue niño algún día, un niño al que le gustaba leer novelas de caballerías, un delgaducho con gran imaginación, que pensaba que las cazuelas eran armaduras y los pájaros guerreros.
Había una vez un niño al que llamaban Don Quijote. Nadie sabía por qué le llamaban así: si era el nombre, el apellido o el apodo; pero la gente siempre le decía así. También le llamaban ‘el loco’ porque de tanto leer se volvió muy raro, sólo leía aventuras de guerreros.
Él luchaba con los perros del barrio porque creía que eran sus enemigos y los gatos su tropa. La gente, al ver esto, se asustaba.
Su aspecto decía aún más: era alto y flacucho, parecía un palillo. Su padre y su madre estaban preocupados, porque cuanto más leía más extraño se ponía. De pequeño los padres siempre le regalaban libros de caballerías, pero al ver que de tanto leer se ponía así, se lo prohibieron.
Iba al colegio y la profesora le decía que le contara historias inventadas por él, porque le encantaban, pero a veces eran demasiado imaginativas.
Imaginaba que venían bandadas de pájaros; él se escondía porque creía que eran guerreros y los picos sus lanzas.
Siempre le gustaba soñar. Soñaba que era un caballero con una limpia armadura y tenía un fiel y precioso caballo, pero al final se encontraba con una armadura sucia y un caballo viejo y delgaducho.
Los niños no jugaban con él porque pensaban que le faltaba un tornillo. Cuando iba al río, creía que el fondo era un gran país con muchos habitantes que debía conquistar, y se zambullía en el agua chocando contra el suelo.
Quijote no era buen comedor. Cuando había puré empezaba a luchar con la cuchara acabando todo fuera del plato y la madre le regañaba. Se ponía las cazuelas y los cazos de la cocina en los pies y en la cabeza como armadura.
Cuando era un poco más mayor conoció a Sancho, que le decía las respuestas de los exámenes, ya que él no atendía en clase a las explicaciones porque siempre estaba distraído, soñando aventuras en su mundo de fantasía.