Tras los preparativos de los días anteriores, entre los que se encontraban un detallado estudio del itinerario que íbamos a seguir en la ciudad eterna y unas amplias nociones de italiano, llegó el día de la partida. Aunque nuestro vuelo no salía hasta las 14,25 horas, estábamos todos en el aeropuerto de Parayas a las 12 en punto, como nos habían indicado Vicente y Antonio, nuestros acompañantes.

La verdad es que ahora en Parayas hay que guardar ya algunas de las formalidades a las que no estábamos acostumbrados (fundamentalmente las colas que se forman para embarcar en alguno de los vuelos), así que en cuanto abrieron el mostrador para la facturación nos pusimos a la cola y cambiamos nuestros equipajes por la tarjeta de embarque.
El vuelo, que para la mayoría de nosotros suponía nuestro bautizo del aire, fue estupendo. Tuvimos la oportunidad de contemplar una maravillosa vista de Santander, su bahía y la costa de Liencres, aunque las nubes aparecieron bajo nosotros y tan sólo podíamos ver, de trecho en trecho, algunas manchas de nieve entre los claros que se abrían.
Cerca ya de Barcelona, despejó de nuevo y pudimos ver perfectamente la ciudad condal mientras la sobrevolábamos por el norte. Al entrar en el Mediterráneo volvieron las nubes y el sol nos acompañó en lo alto, justamente hasta que vimos de nuevo despejar y aparecer la costa italiana.

Entramos en Roma por encima del estadio olímpico, dejando a nuestra derecha el Vaticano y sobrevolando toda la zona imperial en busca del aeropuerto de Ciampino. La primera sorpresa fue al mirar el reloj y comprobar que habíamos llegado con media hora de antelación.
Este adelanto en la llegada supuso que tuviéramos que esperar unos quince minutos al autobús que teníamos contratado para desplazarnos hasta el hotel. Mientras esperábamos, pudimos ver a los marciales soldados italianos que custodiaban el aeropuerto y algunos de los míticos Ferrari.
El hotel se encontraba en la zona de Aurelia Antica, cerca del Vaticano, en una finca con varios edificios destinados a las habitaciones y un edificio central para los servicios de restaurante, cafetería, salas comunes, sala de congresos… Nos acomodamos en las habitaciones y, tras un breve descanso, nos dispusimos a explorar la zona.
¡Y vaya si exploramos!. Descubrimos porqué son tan famosas las calzada romanas, sencillamente porque no hay aceras romanas, al menos en esa zona.

Así que tuvimos que ir siguiendo a Antonio hasta una zona más “ciudadana”. Alcanzamos así un alto desde donde se divisaba una preciosa vista de la cúpula de San Pedro, iluminada ya. Continuamos por la zona y regresamos por la zona norte hacia el hotel. Al día siguiente había que madrugar para empezar a “patear” la ciudad.
Y la primera visita fue al Vaticano. Desde el hotel cogimos un autobús que nos fue preparando el ambiente, pues iba lleno de monjas de diversas órdenes, aunque casi todas hablaban castellano. Llegamos y, tras contemplar la inmensa plaza, tan de moda en los último días, y la maravillosa columnata de Bernini, empezamos la ascensión hacia lo más alto del Vaticano, la cúpula de San Pedro.
Hubo que vencer la resistencia de un par de compañeros que no se atrevían a subir tantas escaleras y tan estrechas en su parte final, pero la vista desde lo alto merecía la pena el esfuerzo. Era nuestra primera vista panorámica de Roma. Los jardines vaticanos abajo, la Plaza de San Pedro y la Vía de la Conciliación, los tejados de los museos vaticanos y de la capilla sixtina, el castillo de Santàngelo, el Tiber, los jardines de Villa Borghese, los foros, al fondo, el Trastevere a la derecha…

Tras las fotos de rigor y aprovechando el panorama, con un día despejadísimo, aunque muy fresco, bajamos de nuevo hacia el interior de la Basílica de San Pedro. La gente empezaba ya a acumularse frente a la Piedad de Miguel Angel e iban creciendo las colas para bajar a las tumbas de los Papas. El baldaquino de Bernini, las estatuas, la grandiosidad de la Basílica nos sorprendió a los que la visitábamos por vez primera.
Y aquí sí que empezamos a andar, porque fuimos paseando por la orilla del Tiber hasta el mausoleo de Augusto, intentando visitar (sin conseguirlo por encontrarse en restauración) el Ara Pacis en el que se encuentran grabadas las guerras cántabras.

Continuamos hasta la Plaza de España, donde subimos la escalinata hasta la Trinitá, bajamos hacia la columna de la Inmaculada y continuamos callejeando hacia la Fontana de Trevi. ¡Allí estaba!, la teníamos frente a nosotros. Hicimos un alto para retratarnos, tirar las monedas en la fuente y comer.
Tras reponer fuerzas seguimos por la galería Alberto Sordi hacia el Senado italiano, en busca del Panteón. Incluso participamos de “extras” en el rodaje de una televisión que estaba por allí a la busca de los políticos italianos.

El Panteón nos defraudó un poco. El exterior era magnífico, pero el interior nos resultó pobre, quizás por la idea que nos habíamos hecho de un templo grandioso para todos los dioses. No obstante, su arquitectura sigue siendo un ejemplo para todos pese al tiempo transcurrido desde su construcción.
Piazza Navona, con sus tritones, la Sacra Argentina, con sus templos, la Piazza Venecia, con sus palacios y, sobre todo, con el memorial de Victor Manuel II… majestuoso edificio, dedicado a recordar a los caídos italianos, y que alberga varios museos, entre otros el de la Reunificación italiana. Desde su terraza superior se disfruta también de una maravillosa vista de los Foros Imperiales, que íbamos a visitar al día siguiente.

El Campidoglio, con el Ayuntamiento y los Museos capitolinos nos permitió admirar el arte clásico, el diseño de Miguel Angel y las obras de Cornelius M. Escher, el artista de lo imposible, que era objeto de una exposición única conmemorativa.
Desde allí bajamos hacia el teatro Máximo, buscando el paso hacia la Isla Tiberina para dirigirnos al Trastevere, donde íbamos a ver la iglesia de Santa María de Trastevere y a cenar en una típica trattoria.
El frio arreciaba y el cansancio se notaba en los pies, así que hicimos uso del buen servicio de autobuses de Roma y regresamos hacia el hotel, donde nos esperaban nuestras camas, aunque al llegar no tuviéramos muchas ganas de acostarnos precisamente.

Un nuevo día surgió sin una nube también, pero muy frío (3º). El autobús y el metro nos acercaron esta vez hasta el centro de la ciudad para iniciar el recorrido de los foros imperiales. El Coliseo nos encantó a todos. Imaginarnos el anfiteatro en todo su esplendor, cubierto con los mármoles que ahora adornan el Vaticano y otras basílicas, llenos de banderolas y de gente animada y dispuesta a disfrutar de una tarde de fiesta…

A la salida, como ya nos había pasado en la Fontana de Trevi la víspera, nos asediaban los vendedores de recuerdos. Subimos hacia el arco de Tito y entramos en el antiguo palacio imperial. Los restos de la Basílica de Constantino, los jardines… recorrimos todo el complejo hasta salir por enfrente del enorme edificio contemporáneo que alberga a la FAO (la Agencia de la ONU para la Alimentación). En esta ocasión comimos en los alrededores del Coliseo, para no alejarnos demasiado de nuestro próximo destino: la iglesia de San Pedro In Vincola, en la que se encuentra el “Moisés” de Miguel Angel. Más escaleras y estuvimos frente al genio de mármol, que sorprendió a muchos por su tamaño. La mayoría pensábamos que era una gran estatua y su tamaño, casi real, nos despistó un poco.

Pero aún nos quedaban más iglesias por visitar. Fuimos hacia Santa María la Mayor, preciosa, aunque recargada con su artesonado de oro (dicen que fue el primero que Colón trajo de América), y desde allí hacia la estación Términi, para visitar el Museo de las termas, que también se encontraba cerrado por restauración del edificio. Esto nos permitió acercarnos primero a la famosa vía Venetto, donde pudimos ver restos del antiguo esplendor que la vía tuvo en los años sesenta y setenta, aún presentes en los precios de sus hoteles y restaurantes y en muchas de sus tiendas, además de las impresionantes medidas de seguridad dispuestas en torno a la embajada estadounidense que allí se encuentra.
La visita a los Museos Vaticanos no podía faltar, así que, a primera hora, nos pusimos las pilas y fuimos hacia allí. La cola rondaba ya los dos kilómetros, pero tuvimos la alegría de no tener que esperarla porque Vicente y Antonio habían concertado una visita guiada y no era necesario esperar, sino ser puntuales con la hora fijada. Nuestra guía nos enseñó con detalle las habitaciones de Rafael Sanzio, donde pudimos contemplar, entre otras obras, la Escuela de Atenas, y la capilla Sixtina. Después hicimos una visita libre por el resto del Museo, centrada en la zona egipcia, las esculturas como Laocoonte y sus hijos o Apolo y la pinacoteca.

Un rato para comer y hacer unas compras y seguimos la ruta. San Juan de Letrán fue el último destino de la tarde, interesados ya en saber si la tumba del Papa Clemente rezumaba humedad o no, pues decían que es un síntoma de proximidad de la muerte del Papa del momento. La tumba estaba seca, pero Juan Pablo II nos abandonó hace unos días.

Villa Borghese fue otra de las visitas que nos sorprendieron. El enorme parque en el que se encuentran los museos debe ser un auténtico respiro para el calor durante los veranos romanos.
El paseo matinal nos acercó hasta las maravillas contenidas en el Museo Nacional de Villa Borghese, pequeño, pero precioso, tanto en la decoración de sus salas como en su contenido, sobre todo escultórico. El palazzo Venecia, desde cuyo balcón saludaba el dictador Mussolini a sus seguidores, también nos gustó, pero el cansancio empezaba a hacer mella y el hambre también, ya eran las dos y media de la tarde y necesitábamos buscar un lugar donde reponer nuestras fuerzas. Allí cerca lo encontramos y pudimos continuar zapateando las viejas calles de la vieja Roma.
Como habíamos andado bastante durante los cinco días, la última tarde nos dimos un paseo por toda Roma en un autobús turístico, recordando los lugares por los que habíamos andado durante toda la semana. Era una forma de despedirnos de la ciudad, más cómoda, que nos sirvió para recapitular un poco todo lo que habíamos visitado. Claro qué, como nos decían nuestros “profes”, sólo había sido una iniciación a Roma, para poder continuar la visita en otra ocasión (para algo habíamos tirado las monedas en la Fontana…).

La partida hacia el aeropuerto fue tranquila. El autobús nos recogió en el hotel y llegamos a Ciampino con tiempo suficiente para poder embarcar tranquilamente. El vuelo de regreso fue tan tranquilo como el de ida, aunque con menos nubes que nos permitieron ver mejor el paisaje que sobrevolábamos y, de nuevo… ¡Llegamos a Santander con veinte minutos de adelanto!.
Nuestras familias estaban en Parayas esperando. El viaje había terminado. La experiencia fue inolvidable. Esperamos el próximo.

Trabajo original