Dije no. No podía admitirlo: era un desprecio de dimensiones descomunales. Millones de años a su servicio para luego acabar despedida de esa manera, recibiendo una patada tal que vulgar temporero. No acepté su voluntad, y sufrí por ello.

Yo que he sido su más fiel servidora, su instrumento desde el principio de los tiempos para impartir su justicia, para imponer su ley; yo que para su gloria he portado el más execrable de los hábitos, denostada y temida por eones.
Por servirle con más dedicación que ningún otro de sus siervos he sido la más aborrecida de ellos, y vi mi nombre asociado al del enemigo, aunque mi misión era la más sagrada.

Yo que he sido el puente a través del cual él adquirió su gloria al volver desde mi seno. Todas las loas por siglos pronunciadas en sus nombres serían polvo en el viento sin mi existencia.
Yo que les he brindado innumerable compañía en forma de santos y mártires -qué cruel burla del destino que aquellos que portan mi nombre sean ahora sus elegidos, y yo acabe aquí, maldita -.
Yo que he sido baluarte de esperanza para todo su pueblo, ahora me veo expulsada a un infierno cíclico como un inocente Sísifo sin esperanza de acabar con mis pesares.

Aquí yazco, en un solariego palacio sin entradas ni salidas en el centro de un planeta devastado. Sus salas son réplicas de todos los habitáculos donde he trabajado, sus jardines aquellos campos donde mi filo a segado mi cosecha, sus murallas los cenotafios a mis festines. La cama en la que cada noche yazco es lecho de los millones de seres que mi interior ahora vacío ha acogido.

Para mí no hay esperanza. El tiempo carece de sentido cuando se contempla el sufrimiento cíclico del karma. Porque mi existencia es eterna, al no haber nadie capaz de brindarme la paz que ahora gozan todos ellos. Sus existencias enjuagadas con cánticos y pulsar de arpas causan en mi ser más dolor que aquel al que he sido condenada hasta que el mármol de su trono se quebrante, algo que ocurrirá nada más que con la conclusión de la eternidad.
Porque a un atemporal tormento he sido condenada en el que cada noche, en las habitaciones de este palacio vacío e infestado por una multitud de espectros, debo contemplar el atardecer. Con las sanguinolentas luces de la caída de ese sol muerto sufro en mí misma el ocaso de infinitud de existencias y el dolor que con ello he derramado. Sus amarguras toman esta trémula carne, lacerándola, supurando fluidos resecos tras eones de olvido y podredumbre.
Siento como nunca lo he hecho, en la debilidad de la carne mortal, atada por siempre al ataúd de mis víctimas, el vértigo, la nausea de mi existencia, de mi misión.
Miríadas de miradas vacías me saturan con sus experiencias, ingratas.
Sólo por mi tuvieron sentido: poetas y trovadores me deben la inspiración en la composición de odas y cantos; héroes y caballeros lucharon, sufrieron, vencieron y paladearon las mieles del Olimpo al desafiarme; guerreros ebrios de poder hicieron de mí su instrumento, enarbolándome en sus pabellones; fatuos comerciantes y retorcidos políticos engordaron sus arcas a mi costa.
Y todos ellos desfilan ante mí lacerándome con sus vulgares y patéticos óbitos.
Desagradecidos.
Yo, que he sido su esclava, me veo ahora convertida en chivo expiatorio de sus sufrimientos.

Pero la pasada noche vislumbré la presencia de un alma gemela, una criatura condenada toda una eternidad por aquel que se hacer decir es todo amor.
En el parpadeo que fue su contacto recorrí sus dos milenios de existencia, caminando errante por la superficie de un mundo consagrado a un ser que le había maldito, y hallé algo insólito: sincera gratitud por mi labor. Pero también discerní en esa patética existencia algo más: una llama; su resplandor era tenue ya, pero pude sumergirme en él.

Lo que allí descubrí me otorgó algo que creía haber perdido: ¡esperanza! Allí conocí una existencia de eterna lucha y rebelión, donde uno es lo que se gana con sus propios sufrimientos; y eso soy yo ahora, un crisol de padeceres y lágrimas.
Esa luz me mostró un camino, y ese camino era ingrato de seguir. Ese caminó me mostró la gran mentira que era él, el monstruoso engaño tras el que se oculta toda una Sodoma santificada.
Mi nuevo compañero había sido el único capaz de descubrir este artificio para ciegos, y por miles de años a tratado de llevar luz a los que no tenían conocimiento.
Él me ha prometido con palabras de sinceridad una justa venganza, una gloriosa victoria ante el gran mentiroso.
Nosotros hoyaremos su reino, y en mi hoja fluirá nuevamente la sangre del cordero, aquel que me repudió, innatural, para su propia gloria.
Nuestras hordas quebrarán con sus gritos de guerra sus cánticos, nuestras espadas romperán sus liras, y nuestro será el agrietado trono de luz.
Porque al fin se ha entreabierto la puerta a mi venganza, y nuestra será la victoria final. Las huestes de los repudiados tomarán lo que es suyo por derecho, y El Que Porta La Luz y el Cuarto Jinete gobernarán juntos por el resto de los tiempos.
Esta noche sellaremos la alianza, y una nueva era empezará…

«La muerte y el hades fueron arrojados al estanque de fuego:
el estanque de fuego es la segunda muerte»
Apocalipsis 20, 14.

 

Trabajo original