Mirar hacia el exterior es algo que me gusta y que hago varias veces al día, observar el paisaje que se ve desde mi clase en el instituto. Este paisaje abarca gran variedad de cosas.
En cuanto a construcciones, yo diferencio dos tipos. Los modernos chalets adosados que parecen gemelos, y que son simétricos, y las viejas casuchas que se nos muestran escalonadas e irregulares.
Detrás de esas casuchas, siempre me fijo en un gran árbol que hay. A mí me parece una gran cornamenta de ciervo o algún animal similar. Suele estar cubierto de verdes y frondosas hojas de hiedra que lo arropan cuando hace frío en el invierno.
En lo más alto de la cuesta se posa el poblado cántabro, aunque solamente se aprecia un muro y la parte superior de las chozas.
También se divisa el monumento a los pintores, blanco, pero a la vez ennegrecido por el paso del tiempo que lo quiere echar de su sitio habitual debido a la poca concordancia que tiene con el paisaje que lo rodea.
Este paisaje, a primera hora, te parece amplísimo pensando en lo que queda de día en el instituto; mientras que a última hora te da fuerza para esperar unos minutos a que toque la sirena y salir corriendo.
Todo esto junto forma un bonito y, a la vez, raro paisaje alfombrado por la hierba verde.
De vez en cuando se ve pasar algún pájaro blanco y negro, o alguna bandada de ellos, que rápidamente surcan el cielo limpio y azul produciéndome una intensa sensación de libertad.
De repente, una voz me despierta de mi absurdo sueño, es mi profesora. ¡Cualquiera podría entretenerse en clase con un paisaje así, deseando volar como los pájaros!