El suave murmullo de la gente,
esa deleitante cantinela
que te puede adormecer incluso.
Miles de conversaciones,
miles de vidas,
que desconocidas e ignoradas
tampoco importan mucho.
Por tu rostro de nácar
parece resbalar una gota cristalina,
como en la ventana tras una tormenta.
Esa lágrima cayendo
por la faz blanquecina y translúcida,
no resbala sino por tu corazón.
Lágrimas, mares de lágrimas,
volcadas intentando salir,
aprisionadas continuamente
por barreras infranqueables.
Los pequeños espejos
escritos del alma
desean liberar ese mar
no pudiendo sino enjugarse.
Ahogándose de nuevo
en el que por maldito tenemos.
El mar del llanto,
el océano del dolor,
aún en lo inmenso de su nombre,
somos poseedores de su inmensidad,
pudiendo alcanzar
la imperiosa grandeza de todos.
Esos océanos, unas veces
contenidos por una persona,
que pueden ser su cárcel o su salvación.
Otras veces se dejan llevar
por la inmensidad del hombre.

Trabajo original