El día que más lloré coincide con el día en que un trocito de mi corazón desaparece y yo doy un gran cambio.
Ocurrió cuando tenía 9 años, con la muerte de mi mejor amiga Julia, que tenía mi misma edad. Yo era alegre, despreocupada, fuerte, provocadora, gritona… pero ella era tímida, débil, seria; cuando se reía no lo conseguía del todo, le asustaba hacerlo o eso parecía, con grandes ojos verdes pero muy tristes; para mí era como una hermana, ya que crecimos juntas.
Vivía en el pueblo donde creció mi madre y yo iba todos los fines de semana y en vacaciones. Hacíamos cosas increíbles: hablábamos durante horas, veníamos tardísimo de nuestras salidas y nos castigaban casi siempre; ella todo lo quería hacer y yo sentía como si lo que nos propusiéramos lo pudiéramos hacer.
Pero llegó el día en el que la encontré en la cama enferma por un cáncer del que nadie me había dicho nada porque ella no quería que lo supiera.
Iba cuando podía a verla y cada vez empeoraba más. Un día, al entrar en su habitación y sentarme en su cama, me pidió perdón porque sentía mucho no poder estar conmigo en el futuro, estudiar, trabajar, vivir en un piso…, todas esas propuestas hechas por mí en su día de las que no tuve respuesta. Ese día, por primera vez no me contuve y lloré delante de ella, juntas llorando tarde y noche.
Durante un año fui a visitarla. Cada vez me asustaba más y hubo un día en el que me quedé parada delante de su puerta, sin tener valor suficiente para abrirla por muchos motivos, entre ellos porque mi madre me había dicho que cabía la posibilidad de que muriera. Estuve media hora pensando hasta que me fui, no entré, salí corriendo de su casa hasta mi habitación. Pasó un mes y ella preguntaba por mí, mientras yo ponía pretextos a sus padres.
Ella había cumplido 9 años, pero un día, justo una semana después de mi cumpleaños, me dijo mi madre que Julia estaba en el hospital porque había empeorado. Fui al hospital para hablar con ella antes de la operación, pero no me dejaron entrar por ser menor. Después de tres horas, mi madre salió por una puerta, se dirigió hacia mi muy seria y pálida, me dio un gran abrazo llorando.
Julia había muerto, no pudieron hacer nada por ella y yo no me puede despedir. Me separé de mi madre, di unos pasos atrás y me desmayé llorando. Estuve muchísimo tiempo dormida en una camilla y cuando desperté aún notaba cómo las lágrimas bajaban por mis mejillas. No se atrevió nadie a decirme nada por miedo a mi reacción, aunque me hubiera gustado algo más que abrazos, la verdad. No fui a su entierro, pero cada año voy a ver su tumba, le llevo flores y leo lo que grabé en su lápida. Ahora pienso mucho en ella y creo que la gente no debe olvidarse de lo que nos dejó aquí.