La historia del terrorismo etarra, por desgracia muy prolongada, ha dejado impresos en tinta roja miles de titulares en los medios de comunicación. El problema en ellos plasmado se plantea claramente con una breve pincelada: un miembro del plural cuerpo social pretende imponerse al resto incendiando el bosque de las urnas, cuya reforestación ha costado cuarenta años de vidas. La divergencia metodológica para acabar con el fenómeno terrorista es la solución dada a tal cuestión, como si se tratase de un «carnaval de la ironía» en el que las respuestas toman apariencia de preguntas: ¿quema de brujas o de escobas?, ¿exclusión o socialización del entorno abertzale…?.

La exclusión social de HB, en un Estado Democrático, jamás sería razonable -aunque una natural pulsión de ira le dé apariencia de validez. Una sociedad la conforman colectivos dispares con intereses propios; en el momento en que alguno de esos sectores es marginado se produce una agresión al pluralismo: un determinado número de individuos privados de su irrevocable derecho a sentir y proclamar su identidad específica; esto es, una mutilación social o genocidio.

El mismo Unamuno apuntó que se trata de convencer, no sencillamente de vencer, y en esta línea se ha de actuar, no en la de la exclusión.
El objetivo penitenciario es socializar al preso, reconducir sus comportamientos antisociales con el objetivo, no de apartarlo eternamente de la comunidad, sino de integrarlo con pleno derecho en ella.
A menudo, bajo la influencia comprensible de la indignación, se trata el tema de los presos etarras con el corazón, incurriendo en un error superlativo.
El bien y la justicia social se alcanzan racionalmente y la propia razón determina que, en lo referente a los reos -que como individuos inadaptados, carentes de ciertos valores básicos, en nada se diferencian unos de otros- ha de imperar la ciencia socializadora y no la vindicta pública, hija del odio y de la ignorancia. Es la única forma de maximizar la convivencia armónica potencial.
Por ello, el preso etarra no debe ser objeto de una política penitenciaria discrecional en lo que respecta a los principios substanciales que guían ésta, pues desde la óptica «conductista» -centro de nuestra atención en estos momentos como medio resolutivo del problema- se trata de un caso particular de delincuencia análogo a otros muchos, de los cuales podemos abstraer un esquema común representativo: un colectivo (representado en la figura del delincuente) que atenta contra el resto de colectivos (simbolizados mediante la Justicia, reeducadora y reinsertora).

Teniendo en cuenta que el sistema demócrata se sustenta en las bases votantes, la única solución eficaz -que no parche coyuntural- para hundir a E.T.A. es socializar la minoría ciudadana que alienta en las urnas el salvajismo abertzale, de forma que se produzca la caída del movimiento o un giro democrático del mismo.

Una salida meramente policial sería, además de un anacronismo, una incapacidad para discernir entre medios y fines: las fuerzas del orden público quedan legitimadas siempre que actúen como instrumento de la democracia y no a la inversa (la instrumentalización de la democracia por parte de la policía).

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