Reportaje elaborado partiendo de textos populares sobre la festividad del Día de la Montaña, la fiesta dedicada a exaltar el folklore y tradiciones de Cantabria y declarado de interés nacional.
Cuando la humanidad aún era niña, partieron sus hombres en siembra de población hacia las áridas, planas e inmensas tierras de las Vardulias, anchas y amplísimas como ese mar que, a pocas leguas de la villa estrecha sus olas en convulsiones cósmicas contra los cantiles comillanos…
Cabezón de la Sal, eje, centro e imán de todas las tradiciones, de todas las epopeyas de un pueblo, el cántabro, es la cuna de España. De este hito señero en el que están esculpidas en bronce las primeras frases de la Ruta de los Foramontanos, partieron los cántabros hacia la reconquista y repoblación de la Península, cuenca del Saja arriba y, pasando por Bárcena Mayor donde tenían instalado el almacén de granos y de pertrechos, hacia Reinosa, hacia la meseta castellana que se abrió ante ellos como una promesa granada y fresca.
Aquellos hombres fueron conquistando trozos de España acompañados de sus danzas guerreras, de las ancestrales Danzas de Ibio mientras ensanchaban la Patria con los sones del monorrítmico bígaro y mientras los gritos del «ujujú», enlazaban montañas a través de los valles que se abrían a su paso.
Hoy, como ayer, como entonces, como siempre, Cabezón de la Sal continúa siendo la avanzada de la tradición, la nodriza de Castilla, una de las cunas de la vieja Cantabria, que sigue conservando con auténtica fruición y con auténtico entusiasmo todas aquellas ancestrales costumbres del vivir pastoril, de la personalidad poética, legendaria, de una de las más viejas razas de España.
Esta manifestación es, sin duda, la fiesta dedicada a exaltar el folklore y tradiciones de Cantabria; ese Día de la Montaña declarado de interés nacional, porque en él se dan cita, a toque de bígaro, al son de la pandereta y en tanto choclean las almandreñas sobre los desperdigados morrillos de las callejas, las tradiciones de nuestra Cantabria.
Así, cada año, en ese escaparate único, cautivador e inmenso que ofrecían una vez más las calles de Cabezón de la Sal, mientras en cada una de ellas se destilaba el orujo, o mientras se entretejía el cuévano con las cortezas del avellano, o mientras las viejecitas hilaban escarpines en tanto los sones del bígaro, del pito y tamboril o pandereta, contenciosos a veces, monorrítmicos casi siempre envolvían el caserío y el valle, se iba estirando, adormecido, en brazos de los montes de Palombera y Sejos, a la vez que el Saja se deslizaba cantando, como en un susurro, una nana de siglos.
Así se inhiben los trabajos más clásicos de nuestra artesanía regional en labor pública y constante que tanto hombres como mujeres saltan a la calle.
Alegría y vigor en los ancestrales cantos y bailes de la montaña y tradición de siglos en el arrastre de los bueyes y la «pasá» del ganado.