Cierra los ojos, le vibran las cuerdas vocales y el pecho. Entona una canción. Tumbado, siente cómo los finos y delicados dedos de su abuela le acarician frente y pómulos. Sus manos se retuercen en la tierra, intenta encerrarla entre sus dedos y llevársela en el puño cerrado. Pero nada puede hacer, a pesar de sus esfuerzos, por adentrarse como las raíces en las profundidades de la tierra.
Su abuela le llora, él lo sabe. Sin embargo no puede contemplar ese cuerpo arrugado que lo abraza desde la distancia, no tiene el valor suficiente. Se sostiene con firmeza e intenta liberar el espíritu desgarrando la voz. La densa sal que enrama sus ojos le cubre como un velo para no sufrir más la despedida. En una mano el macuto, en la otra su tierra, su esencia.
El vaivén de la balsa lo marea, intenta no pensar en nada. Su cuerpo juega con el baile de las olas. En la esquina de madera casi podrida que le humedece el costado, se deja llevar.
Un cuerpo tirita a su lado, se estremece. Gira bruscamente para averiguar quien ultraja su intimidad. Es una niña. Aunque al principio su cálida mirada de ojos rasgados y legañosos, por la misma sal que le cubrió, le hace tomar aire anhelando un consuelo, la rabia aún contenida le aleja de la única persona en aquella balsa que no sabía todavía a dónde se dirigía. Ambos huían llevando tan sólo una máquina de trabajo, su cuerpo.
Es de noche, todo se sucede sin pausa ni ritmo. Descienden, corren y vuelven a huir. Pero esta vez no de su tierra, sino de sí mismos. Ya no son de ningún sitio, no tienen ni destino ni procedencia; son vagabundos sin identidad.
Pasa los días escondido en una madriguera. Pero sabe que no puede permanecer más estableciendo una barrera entre la realidad y él. Mañana partirá en uno de esos camiones hacia Almería, dicen que allá podrá trabajar en los invernaderos. Esta noche por fin, dormirá sabiendo qué va a hacer mañana.
Esta vez, durante el viaje, intenta preguntar a sus compañeros sobre su procedencia e ilusiones. Hablan sobre un lugar común para dormir cerca del invernadero. El ambiente es más optimista, creen que con este trabajo han encontrado ya un lugar, un hueco.
Se levanta temprano, recoge o siembra, come, duerme y todo vuelve a empezar otra vez . La seguridad que aparentan sus compañeros no le contagia. Para él no existe ningún sueño ahí fuera. Pero sí una necesidad que maldice cada noche, que no puede acariciar ni oler la piel de su esposa.
Tampoco entiende esa alegría que manifiestan en sus cantos al trabajar, cuando su dinero no vale para comprar comida o cuando la frialdad de cada persona que les rodea les hace sentirse aún más miserables.
Hoy ha sido descubierto su escondite. Algunos han intentado huir, otros ni siquiera se han movido de su rincón, él tampoco. Se oyen gritos y llantos, peleas y hasta disparos. Conducidos como una manada de borregos con la cabeza baja, alguno intenta todavía escapar.
Vuelven al lugar donde una noche llegaron. Recluidos en una diminuta habitación, esperan. Maldicen sus esfuerzos y esperanzas. Hoy más que nunca sienten como no hay un lugar para ellos. Ni siquiera se les permite trabajar en lo que nadie quiere. A medida que transcurre la noche, sus compañeros están más excitados, «¿a dónde vamos a ir?, ¿quieren acaso que vivamos en el límite entre las fronteras, donde nadie pueda decirnos que esa tierra es suya?, ¿por qué somos diferentes?».
Una vez más cientos de inmigrantes ilegales serán devueltos al lugar de dónde nunca debían haber salido. Sí, son diferentes porque vienen de otra tierra. Pero, ¿de qué tierra hablamos?, ¿de un pedazo de tierra al que ponemos nuestro sello?, ¿o de un concepto que no sólo incluye nuestro propio país, sino todo un mundo en el que además de nosotros mismos hay 5.525 millones de habitantes más? No hay diferencias.
¿O creen que abandonan sus hogares porque se han propuesto fastidiarnos? Todos necesitamos comer, que yo sepa nadie vive del aire. En esto tampoco hay diferencias.