Mi mejor amiga es una víctima de los cazadores furtivos, una superviviente de aquellos que provocan el sufrimiento de los animales en Groenlandia.
Mi padre siempre fue un audaz marinero de las costas de Galicia. Luchó por todos los derechos de los animales, tanto de los grandes como ballenas como de los pequeños cual pez recién nacido.
Me llevó por todos los mares que conocía y pude ver a todos los habitantes marinos. Siempre recordaré a Wipi, un pequeño pez espada que se divertía jugando con latas de la muerte; cientos de escombros que le podrían provocar un trágico final. Un día, papá me regaló un viaje a las costas de Groenlandia. Cientos de miles de peces anunciarían mi llegada como si de una reina se tratara. No fue así, el agua turquesa se volvió de color rojo. La luz de mi interior se esfumó rápidamente al ver un infernal hacha de guerra en la mano de un cazador furtivo.
Mi corazón empezó a llorar desconsoladamente, igual que un niño chiquito. Mis compañeros de viaje (que vivan eternamente) bajaron del crucero y empezaron a protestar. Una de las mayores injusticias es quitarle la vida a un animal haciéndole sufrir.
Mi mente empezó a recordar todos los animales que había visto sufrir a manos de unas máquinas de matar. Me armé de valor y fui corriendo a una cueva donde vi a mi mejor amiga. Una foca recién nacida estaba tendida en el suelo llamando con un cortante sonido a su madre que, apoyada en una roca, cerraba los ojos lentamente. Su alma se evaporaba. Su cría lo sabía, y entonces farfulló una serie de sonidos más tristes y más intensos que los de antes. Fijó sus entumecidos ojos en mí y, sin pensarlo, la arropé junto a mi pecho y la envolví entre las ropas.
Al salir de la cueva, la lluvia de terror no había terminado y se me ocurrió llamar a una asociación protectora de los animales, que acudieron rápidamente a la señal. Al observar la catástrofe corrieron sin aliento a salvar los pocos animales que quedaban.
Unas horas más tarde acudió otro barco con mi padre y la policía, que no pudieron aguantar las lagrimas. Les conté todo lo ocurrido, y al instante arrestaron a tan crueles asesinos.
La nieve, de color rojo, se fue aclarando hasta volver a su estado normal, blanco.
No pude aguantar ni un minuto más en ese lugar y volví a mi iglú realizado cuidadosamente por una tribu natural de esa zona. La foca asomó su cabecita de la maraña de abrigos y volví a relatar pesadamente otra vez la historia de la foca. Los hijos del hielo me comentaron la posibilidad de cuidar a la foca hasta que se hiciera adulta, y acepté. Aunque fue una despedida bastante dolorosa, era lo mejor para las dos. Hoy, cuatro años después, voy a visitar a la que posiblemente sea “mi mejor amiga”.