Me levanto temprano, moribundo, no siento el aire que me rodea, el cuarto de casa de mi tía parece tan irreal, tan de porcelana, que me da miedo tentar la oscuridad y romper la oscuridad con mi torpeza. Así todo me arriesgo y a tientas llego hasta el interruptor que de vida a la luz que me salva de mi locura transitoria. Esta noche he soñado con un desconocido que aporreaba mi puerta y me llamaba, ¿sería la felicidad negra y agobiante que me ofrece hoy el mundo?
Arrastro mi pereza hasta mi pantalón y extraigo de él un viejo reloj que hace tiempo me regaló mi madre y observo sus doradas agujas que por un momento me parecen estropeadas, las 8:30, llego tarde a clase, no pasa nada, no tengo fuerzas para enfrentarme otra vez a mi rutina absurda y cínica. Me vuelvo a la cama.
Mi tía se despierta y con un sordo grito que se pierde entre las sabanas de mi cama me arrastra de mis pensamientos para hacerme pensar, como todos los días, que tengo que hacerlo por ti (¿por quien sino?), ya que si por mí fuera me quedaba todo el día allí tapado pensando en lo desgraciado que soy y en lo injusto que es el mundo conmigo.
Salgo al pasillo en calzoncillos después de mirar otra vez la hora, son las nueve, y me encuentro otra vez ante esa oscuridad que me llama y asusta continuamente para desgracia de mi alma, me sumerjo en ella y llego a la cocina donde me aguarda el desayuno de todos los días.
Desayuno mientras veo el telediario de la mañana, que cada vez me parece más largo y angustioso, así como cada vez son más tristes sus noticias e imágenes. Mientras, intento coger con los dedos un trozo de galleta que se había caído en la leche, me da por ponerme a pensar en lo que nos pasó ayer, cuando después de ir a buscarte a tu casa y hacer el amor, nos enfadamos como se enfadan todos los enamorados y nos dio por ironizar y abrazarnos, abrazarnos e ironizar, hasta que llegamos a la parada del autobús en donde tú me abrazaste fuertemente intentando, como hace Marta en el libro, meterte en el pecho de Fernando, sólo que yo no soy Fernando y mi pecho no es tan grande como para albergarte entera, después de ese inesperado abrazo me dijiste un te quiero que sonó muy viejo y gastado, como si de tanto decírmelo hubiese perdido su intensidad y significado. Llegó el autobús y te quedaste allí, de pie, mirando como yo subía y me alejaba mirándote con «ojos de carnero degollado» como siempre lo hago cuando no quiero llorar…