Parece que los españoles nos situamos a la cabeza de Europa en el consumo de productos de droguería y perfumería. Nos preciamos de ser los más limpios, nuestras viviendas relucen como los chorros del oro: parqués brillantes en los que se puede patinar y muebles sin una gota de polvo. Y es que el polvo, cuanto más lejos, mejor. Por eso sacudimos las alfombras y los manteles, y vaciamos los ceniceros sobre las cabezas de los transeúntes.
No sólo somos limpios sino obsequiosos con nuestros vecinos. Además nos gusta tanto la decoración que colaboramos con el Ayuntamiento alfombrando las calles con cáscaras de pipas – previamente escupidas, claro -, paquetes de cigarrillos, bolsas de patatas, envoltorios de caramelos… y, por supuesto, chicle – por su adherencia resulta mejor.
Fieles al lema «Mantenga limpia su ciudad», evitamos ensuciar las papeleras con nuestros desechos; depositamos las bolsas de basura alrededor de los contenedores; el vidrio, en cajas, sobre la acera; y el papel, en bolsas de plástico encima del depósito correspondiente.
La cuestión no es ser limpios sino demostrarlo, hacer público que yo sí recojo mi basura y la mantengo lejos de mi hogar.
Ese afán nos lleva a tender la ropa en la fachada principal de la vivienda -así la escurrimos sobre el balcón o el occipucio del vecino-, a orinar en plena calle – de momento sólo los varones, lo tienen más fácil, pero todo se andará-, y a que los perros defequen en las aceras o junto a los portales -ya se sabe, donde esté un perro que se quite cualquier persona, ¡no vayamos a comparar!
Tal vez algún paseante extranjero resulte asaz sorprendido por semejante estado de cosas. No nos importe. Quizá no entienda nuestra idiosincrasia. A nosotros no nos van los progresos técnicos ultramodernos. Secadoras, centrifugadoras, aspiradoras, lavabos públicos automáticos están de más. Excepto cámaras de vídeo, ordenadores… preferimos cultivar el ocio o el intelecto. Y, como decía más arriba, la costumbre hispana es compartirlo todo generosamente.
Esa consideración, esa esplendidez y ese respeto por el prójimo son patentes al subir a un autobús o entrar con puntualidad en un cine o teatro. Y es aquí precisamente donde mejor mostramos nuestros exquisitos modales. Se golpea el asiento delantero con los pies. Se explica el argumento al compañero. Se abren y se cierran cremalleras sin cansancio. Se desenvuelven caramelos a cámara lenta (para no molestar). Se emiten ruidos nasales acompañando el solo para que el solista no se sienta tan solo (por caridad). Se tose un mínimo de cinco veces cada aria, más «forte» cuanta más «piano» (para compensar). Se abanica uno de manera que la pulsera, cargada de medallas, siga el ritmo de la orquesta.
En fin, los españoles somos así.