Por aquel entonces, todos ya habíamos descubierto nuestro futuro, había quien abandonaba el lugar y huía a lugares más seguros, había quien prefería encerrarse en casa junto con su familia, y había gente como yo, aventurera pero a la vez llena de miedo. Nadie sabía qué ocurriría y por ello esperábamos este momento ansiosos. El papel de los astrónomos fue crucial.
Era el año 1833, grandes astrónomos habían comunicado que pronto ocurriría algo extraño en los Estados Unidos, un acontecimiento en aquellos tiempos único. No sabían si sería para bien o para mal, pero de lo que estaban seguros era de que sería un nuevo descubrimiento en el campo de la astronomía.
En aquella época mi educación era llevada a cabo por el maestro, un anciano culto y sabio que me enseñó todo cuanto sabía sobre las carretas y la astronomía. Una noche mientras escuchábamos juntos una melancólica canción, en el porche trasero, me confesó que él sabía lo que ocurriría en pocas semanas, eso acentuó mi atención, pero él, al percatarse de ello, comenzó apaciguadamente a fumar su pipa mientras se balanceaba suavemente en su mecedora de bambú. De este modo pasó la noche el maestro, en cambio yo, vencido por el sueño, me despedía de él esperando al día siguiente poder conocer una respuesta a la incógnita.
No me consideraba un chico muy guapo pero a pesar de ello tenía una novia inmensamente bella. Había quedado con ella para comer en la playa y así lo hice, caminar y pasarnos una tarde divertida. Junto a ella las horas se me hacían infinitamente cortas.
Regresamos al pueblo, la cara de Mamen, nuestro auxiliar de hogar, me hizo sospechar que algo no iba bien. Entré en la habitación del maestro, se encontraba tumbado en la cama como horas antes le había dejado, me acerqué junto a él, no tenía vida, ¡estaba muerto!. Las lágrimas corrían por mi cara sin yo apenas darme cuenta de ello. Linda, mi novia, se acercó junto a mí, me besó y se despidió. En aquel momento prefería estar solo.
Mamen me extendió la mano, en donde poseía una carta, la abrí y comencé a leerla, se resbalaban las lágrimas en el papel y la tinta se corría mientras yo entre sollozos la leía. Un resplandor proveniente de la ventana me interrumpió la lectura. -¡Una lluvia de meteoritos! Gritaban, yo tan solo sé, que el cielo se llenó de líneas luminosas, parecía asemejarse a copos de nieve. La gente lo observaba e incluso llegaron a comentar que todas las estrellas se estaban cayendo del cielo y que el fin del mundo había llegado.
Pero cuando la lluvia cesó, las estrellas seguían en su sitio. Ninguno de estos llamados meteoritos llegó nunca al suelo.
Este hecho me llenó de admiración y por eso, junto a mi novia Linda, decidí investigar sobre este hecho. El maestro en su carta me contaba lo que minutos después ocurrió, lástima que no pudo verlo con sus propios ojos, quizá fue por ello por lo que yo Giovanni Virginio Schiaparelli, nacido en Italia pero enviado a Estados Unidos por orden y mandato de mis padres consideré este asunto.
Reuní todo la información que pude encontrar sobre las lluvias de meteoritos y mis cálculos realizados en 1860 mostraron a gran parte del mundo que las nubes de meteoritos se mueven alrededor del sol en órbitas que adoptaron forma de largas elipses (semejantes a las de las cometas). Quizá me equivoqué al pensar esto, o al pensar que existe alguna relación entre estos enjambres de meteoritos y los cometas, pero lo que sí que se, es que gracias a mis esfuerzos y después de demostrar que las Perseidas eran producidas por el cometa de Tutte, todos los astrónomos aplicaron este principio al cometa Biela, lo que estoy seguro que al maestro le gustaría saber, ya que la mitad del descubrimiento fue suyo. Su carta es una prueba de ello.