El relato creado por Elia ‘Inquietudes’ obtuvo el premio Miguel de Cervantes, para alumnos de Bachillerato, en la séptima edición del certamen literario anual de narración breve que convoca el centro de Viérnoles.

Ésta podría ser una historia sobre vacas como tantas que se han escrito, pero nuestra protagonista no es una vaca cualquiera. Por desgracia, hace unas semanas a una de sus compañeras de cuadra le diagnosticaron encefalopatía espongiforme, más conocida como «Mal de las vacas locas», lo que supuso un gran cambio en su vida. Su estabulación pasó del anonimato a ocupar todas las portadas y titulares de las noticias.

Ésta es la triste historia de Sultana, una vaca cántabra de origen y de residencia. Desde que Dios nos puso en el mundo tan simpáticas y rollizas, nosotras nos hemos dedicado a pastar en los verdes prados sin molestar a ningún otro ser viviente. Hubo un tiempo en que fuimos salvajes, pero cedimos ante el dominio del hombre, que nos convirtió en animales de granja. No imaginábamos cuál sería desde entonces nuestro destino y, casi sin darnos cuenta, pasamos a ser esclavas del hombre, quien nos explota al máximo para obtener nuestro más preciado bien: La leche.

Aunque ya ni siquiera tengamos libertad, jamás nos hemos quejado ni hemos incumplido nuestro trabajo. Nos limitamos a cambiar nuestros hábitos y a producir la mayor cantidad de leche posible. Con ésta alimentamos a nuestros hijos y también a los vuestros.

Al principio se respetaba nuestra dignidad y nuestros amos nos trataban con cariño. Vivíamos en pequeñas granjas junto con otros animales domésticos y allí pasábamos nuestras rutinarias vidas hasta que, desgraciadamente, éramos vendidas o sacrificadas. Al nacer recibíamos un nombre, único en la cuadra, y, resignadas, esperábamos nuestro destino con bastante dignidad. Hasta que crecíamos lo suficiente, permanecíamos con nuestras madres y todos los días pacíamos en los verdes pastos. Esto es al menos lo que se ha trasmitido de generación en generación, y nada tiene que ver con la actualidad.

Yo nací una mañana de mayo en una gran estabulación de un pueblo cercano a la ciudad más grande de la región. Desconozco quién fue mi madre, pues nada más nacer me separaron de ella para llevarme con el resto de las terneras, que estaban tan asustadas como yo. Esperé todo el día a que alguien trajera a mi madre a mi lado, pero al llegar la noche sentí que jamás podría estar junto a ella. Todo el mundo se preguntará por mi padre; yo también, pero sólo sé que era un toro muy famoso y tengo más de un millar de hermanos nacidos por inseminación artificial.

Éstos fueron mis pensamientos durante mi primera semana de vida, luego hice algunas amistades, y entre las compañeras nos pusimos nuestros propios nombres, ya que oficialmente sólo éramos unos números. Yo era el 2134 según pude ver en la chapa que colgaba de mi oreja. Me parece gracioso que me pusieran un número por nombre cuando ni siquiera sabía contar. Cuando tuve la oportunidad elegí uno: Sultana. Reconozco que no es muy original, pero es el único que se me ocurrió.

Los siguientes meses los pasé es un gran cercado; aún recuerdo lo felices que éramos. Todavía no llevábamos presillas ni teníamos asignado un redil. Simplemente comíamos, jugábamos, dormíamos. Los días que hacía calor, la portilla se abría y podíamos salir al prado a pacer. Incluso podíamos ver las estrellas por la noche. Bueno, todas esas cosas tontas que nos gusta hacer a los animales bobos y que para el hombre son sólo una pérdida de tiempo.

Mi siguiente residencia fue mucho de lo que podía imaginar. La gran estabulación, el lugar donde se pierde completamente la libertad; el lugar donde dejamos de ser animales para convertirnos en máquinas, en esclavas del cruel hombre. A partir de entonces no volví a disfrutar de los paseos al aire libre que daba en el cercado de las terneras. Me asignaron una posición en la zona norte y así comenzó mi vida adulta, que sólo consistía en comer pienso y dar leche. Alguna vez incluso salíamos a un extenso prado a comer hierba fresca, pero debido a la falta de costumbre infravaloraba su sabor. Ya estaba acostumbrada al pienso animal, no sólo de horrible sabor sino de terribles consecuencias. ¿Cómo se puede alimentar a animales herbívoros con pienso fabricado a base de desechos de otros animales? No es de extrañar que este abuso contra la madre naturaleza pronto habría de tener consecuencias terribles.

El tiempo pasa sin que uno se dé cuenta, y yo alcancé los tres años casi sin enterarme. No podría destacar ningún acontecimiento en ese periodo de tiempo, ya que todos los días eran exactamente iguales en la estabulación. Yo era una vaca lechera y mi misión era dar la mayor cantidad de leche posible y seguir las normas de mis patronos. Las vacas no podíamos tener hijos y yo lo sabía desde hace tiempo, pero pronto se desarrolló en mí el instinto maternal. La impotencia ante este hecho me causó una depresión e influyó en la calidad de mi leche, por lo que fui trasladada al pabellón sur.

Nada cambió en mi nueva residencia. Pero unos meses más tarde se corrió el rumor de que una de mis antiguas compañeras padecía una extraña enfermedad y todas las demás íbamos a ser examinadas. Vinieron muchos veterinarios y expertos, e incluso la prensa. Fueron detectados dos nuevos casos de esa enfermedad, que pronto supimos que se conocía como «Enfermedad de las vacas locas». La causa de esta enfermedad era el nocivo pienso que todas comíamos diariamente, así que la alarma se extendió en pocos días.

Las compañeras de la zona norte fueron sacrificadas por orden del Gobierno, llevando a la granja a la quiebra. Por aquellos días empecé a planear la forma de escaparme para evitar mi inminente destino. Tras barajar posibles opciones decidí huir en el momento en que limpian la estabulación y una de las puertas quedó completamente abierta. Saldría corriendo en dirección a un bosque cercano donde podría disfrutar, al menos, de unas horas de libertad antes de morir. La fecha estaba próxima y yo ansiosa, cuando comencé a sentir un terrible malestar. La cabeza me daba vueltas y me sentía muy débil. Me quedé profundamente dormida.

Desperté en un extenso y verde prado, rodeada de hermosas terneras, de novillas, de toros y vacas de todas las razas que conozco. No pude ver ningún hombre, ni ningún tipo de control ni cercado. Pero recordé que no era libre; yo no había escapado de la cuadra, así que no entendía cómo me encontraba en ese lugar. Tal vez estaba loca… loca, como ya lo habían estado mis compañeras. O tal vez había muerto y estaba en el cielo. Las vacas también vamos al cielo y allí somos completamente libres y felices. Aunque no me pareció que fuera el cielo porque era tan sencillo que no parecía divino, y Dios no aparecía por ninguna parte.

De pronto, noté que todos tomaban un sendero cercano y seguían a un pequeño perro que ladraba sin cesar. Tras de mí, apareció un anciano de rostro amigable con una vara de avellano en la mano. Cariñosamente me indicó que siguiera a las demás y así lo hice. Debía tratarse de Dios.

Llegamos a una pequeña cuadra y me asignaron un espacio cuyo suelo estaba cubierto de mullida paja. La primera noche que pasé allí hice muchas amistades y la tudanca de la derecha me explicó que no me encontraba en el cielo sino en una pequeña cuadra de la Vega del Pas. La empresa a la que yo pertenecía se había ido a la quiebra con «El Mal de las vacas locas», y tras someterme a duras pruebas y exámenes me consideraron sana y me vendieron a un anciano ganadero en la feria.

Así comenzó lo que se puede llamar vida digna para una vaca. Pastar, disfrutar y dar leche suficiente para tus dueños y tus crías. Gracias a la forma de tratarnos de nuestro amo, puedo afirmar con toda tranquilidad que somos animales y no máquinas. Jamás volví a saber de enfermedades, medicamentos o harinas animales hasta el fin de mis días.

Mientras, en el complicado y técnico mundo de los humanos los problemas de la ganadería estaban a la orden del día. Las noticias hablaban ya de decenas de casos del «Mal de las vacas locas» y las pérdidas económicas eran incalculables. Incluso los hombres sufrían las consecuencias de haber degradado a mi especie. Algunos se veían afectados por una enfermedad que ellos mismos habían creado y no sabían cómo curar. Desde luego, ése no era nuestro problema, aunque a muchos de nosotros nos costó la muerte.

Dicen que el hombre se distingue del resto de los animales porque es racional. Si ser racional significa degradar al resto de los seres vivos para conseguir sus caprichos, desde luego prefiero ser una simple y estúpida vaca con la conciencia muy tranquila.

 

Trabajo original