‘El último viaje’ es un relato íntimo y melancólico escrito por Ana, alumna del IES Santa Clara, en el que recrea la historia de un hombre sacudido por una desgracia que no deja de azotar su conciencia.
La noche ya abre sus puertas. La oscuridad y el mar se funden formando una sola superficie, un amplio universo. Universo lleno de matices, de suaves destellos. Y ahí está él, puntual como siempre, con esa melancólica mirada perdida en el infinito, rodeado de una espesa amargura.
Inspira, y una oleada de brisa de mar invade todos los recovecos de su interior. Espira lentamente, dejando que el aire se escape con suavidad.
El olor de la costa le hace recordar. Aquella superficie de ondas lo es todo para él, ¡maldita sea, el mar es su vida! Sin embargo, ahí está él, a la orilla, sin poder sentir el vaivén de las olas, sin poder sentir la furia chocando contra su bote, sin poder sumergirse en sus profundas aguas…
Cierra las ojos e inspira de nuevo; ahora ya no tiene nada. Es un solitario hombre que vive del recuerdo, que al mismo tiempo le destroza.
Hubo un tiempo en el que no le faltaba nada, pero uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. Antes vivía en la misma casa que ahora está inundada de soledad, en la misma que ahora le devora con sus recuerdos.
Con los recuerdos de aquellos años en los que no supo valorar lo que ahora tanto ansiaba, lo que tanto pedía a Dios. Con lo que ahora, en las noches más oscuras, recrea en sueños, anhelos del pasado.
Su vida estuvo relacionada con el mar desde que nació, era hijo de marinero y ese había sido también su oficio.
Había pasado más de la mitad de su vida subido en un bote. Por eso conocía el mar tanto como las líneas de sus manos.
Había surcado sus aguas tantas veces o más de las que uno se pueda imaginar y había compartido con él todas y cada una de sus ilusiones.
Sin embargo, el mar es cruel, en un momento lo tienes todo y de un solo golpe te lo arrebata. Te deja sin nada, sin un mísero madero al cual agarrarte para salir a flote y rehacer tu vida.
Hacía ya diez años de aquello, pero él lo vivía cada día como si fuese presente.
Le golpeaba en su interior como un animal enjaulado al que no se le deja salir.
Y todo lo ocurrido se repetía en su mente como si de una película se tratase; la caída, el furioso movimiento del mar, su impotencia…
Las imágenes se agolpaban en su cabeza atormentándole hasta la desesperación. Haciéndole hundirse cada vez más en un oscuro pozo, desde el que no veía ni un pequeño atisbo de luz.
Se veía sumergiéndose una y otra vez en el agua, aun sintiendo un intenso dolor en una de sus piernas que le impedía moverse con la facilidad que le hubiese gustado. Las escenas pasaban ante él, rápidas pero punzantes, clavándose en sus pequeños ojos. Una y otra vez se contemplaba a sí mismo, siendo tragado por las inmensidades del mar, buscando como no lo había hecho en su vida, agitando sus brazos y piernas, intentando abrirse paso…
Pero en aquel momento parecía que todas las adversidades se habían unido contra él. Tenía la sensación de no avanzar, de no llegar nunca.
Una ola chocó contra la roca en la que él estaba, se sobresaltó y fijó su mirada en el cielo, volviendo así a la realidad.
El viento empezó a soplar con mayor intensidad, revolviendo la escasa mata de pelo que aún poblaba su cabeza. Las nubes se habían vuelto más oscuras y el frío le empezaba a pelar la piel.
Se abrochó el primer botón de su gruesa parka azul marino. Tenía la seguridad de que esa noche no sería muy tranquila, se lo había dicho el mar, se fiaba del mar.
Se apreciaba inquietud en esa superficie que hacía unas horas demostraba la paz más absoluta.
Esas suaves idas y venidas de la olas se habían convertido ahora en una furiosa pelea por ser la más alta, la más extraordinaria, la más impresionante…
Como aquel día … Un escalofrío le recorre el cuerpo de arriba abajo, como aquel nefasto día en que la vida pasó a ser un infierno para él.
Subido en su bote quería demostrarle a ella la inmensidad del mar, su misterioso mundo. Remaba con fuerza, dirigiendo el bote sin pensar. Internándose cada vez más y más en la espesura del océano, perdiendo de vista la costa.
Recuerda su mirada, sus grandes ojos marrones reflejaban inseguridad, se sentía perdida. A ella nunca le había gustado el mar, solía decir que uno no se podía fiar de él. Sin embargo, su confianza en aquel, que ahora era un hombre viejo y arrugado, no la hicieron dudar ni un momento. Ella confiaba en él, ¡confiaba en él! Pero la defraudó, por eso la perdió.
Las olas se volvían cada vez más fuertes, manejaban la pequeña embarcación a su antojo, como si de un juguete se tratase. Él luchó intentando mantener el bote horizontal, pero las olas eran mucho más fuertes. Finalmente perdió el control y la embarcación volcó; cayendo los dos al agua.
Hizo todo lo que pudo y más, sin embargo, no fue suficiente, el mar le robó lo que más quería.
Desde aquel día se lamenta, se acusa de no haber estado a la altura y se maldice de su infinito ego, de atreverse a retar al implacable mar.
Como recuerdo le queda un intenso dolor en la pierna, que le impide internarse en las profundas aguas. Y que a cada paso que da, le recuerda la precisa mañana en la que se encontró el cuerpo de su esposa, flotando, bañado por las olas, pintado de una tenue palidez, inerte.
Con un gesto brusco se frota las manos con rapidez, intenta ahuyentar el frío que se ha hecho dueño de su cuerpo.
Cierra los ojos e inspira profundamente.
Son ya diez años, diez años en los que no ha habido noche en la que no se despierte sobresaltado y día en el que no recuerde su imagen.
Pero él sigue vivo, a él no se lo tragó el mar, a él le perdonó la vida, para que se torturase el resto de sus días, para que sintiese lo que es dolor de verdad.
Porque no existe en la Tierra nadie que se enfrente al mar y gane. Porque el mar es superior a todos y a todas las cosas.
En esos momentos unas gotas de agua salada le salpican la cara y le sacan de sus ensoñaciones.
Y al mismo tiempo una oleada de ira le inunda por dentro, siente que no aguanta más. Quiere acabar con esa agonía que siente en el cuerpo, con ese continuo sufrir que no le abandona nunca, le quiere poner fin.
Pero no tiene valor, es un cobarde. Esa palabra se pasea por su cabeza cientos de veces, cobarde, le martillea la cabeza como la herramienta hecha con el más puro acero, cobarde, cobarde…
Y ahí está él, en lo alto, frente al mar, como siempre al abrirse la noche. Abajo las olas chocan con furia contra los acantilados, ganándoles terreno, haciéndoles retroceder cada día un poco más.
Mira hacia el horizonte, ante sí se abre el inmenso imperio del mar, el océano.
Entonces se decide, no quiere soportar ni un segundo más ese malestar que siente desde hace años, ese que le acompaña desde el accidente. Pero sobre todo no quiere aguantar el peso que ejerce sobre él su conciencia.
Sin dudar, se monta en su antiguo bote, compañero de fatigas, con el que ha compartido todos sus recuerdos, incluso los de su niñez, quiere que esta vez, en su última aventura, él también esté presente.
Comienza a remar con tanta energía que hace tambalear ligeramente la embarcación, pero él se mantiene firme.
Hace años que no siente la ruda textura de los remos en las palmas de las manos, esos trozos de madera maciza que en otro tiempo fueron una prolongación de él mismo.
Le parecen siglos aquellos años que pasó sin sentir esa sensación de serenidad, esa bocanada de aire fresco que le inunda cada vez que respira.
Por fin, otra vez, vuelve a ser quien era.
Una vez ha perdido la costa de vista, cierra los ojos y se lanza, se sumerge en las aguas saladas.
Y entonces por primera vez en diez años se siente libre, ligero.
Se hunde suavemente, sin oponer resistencia, dejándose llevar. Es arrastrado por las corrientes sin rumbo alguno.
Y siente como una ligera pero constante fuerza le atrae hacia el fondo.
Había abandonado, se había rendido, ahora estaba al servicio del mar.
Por fin había cedido a su poder.
En el pueblo nadie le echó en falta, supongo que porque nadie solía acercarse a aquella casita alejada del pueblo, cerca de los acantilados, en la que habitaba aquel pobre diablo condenado a vivir en soledad.
Nadie se percató de su falta, hasta que dos días después se encontró su bote (compañero de fatigas…), navegando a la deriva. Se movía tranquilo, sin prisa, acercándose a la orilla, anunciando su ausencia.
Se inició una operación de búsqueda, y aunque se rastrearon todos los acantilados e incluso mar adentro, nunca se llegó a encontrar su cuerpo. No quedó rastro de él, ningún indicio de su desaparición.
El bote fue lo único que quedó, su última señal. Sólo él sabía con exactitud lo ocurrido. Él había sido el único testigo, él… y el mar.
En otro tiempo, el mar formaba parte de él, ahora él era parte del mar.