Estamos ante un tema muy serio, el tabaco. ¿Droga o hábito? Que lo aclaren los científicos, si es que encuentran entre ambas calificaciones algo más que la diferencia semántica.
El tabaco ya no es lo que era: si hace veinte o treinta años las estrellas de Hollywood exhibían un glamour envuelto en las formas del humo del cigarrillo, ahora el fumador es un individuo situado en la frontera de la marginación.
El Ministerio de Sanidad quiere que Hacienda suba los impuestos del tabaco. Además la Unión Europea va a imponer advertencias más dramáticas en las cajetillas. Los juzgados españoles han recibido una demanda colectiva de 3.000 ex fumadores con cáncer de laringe.
No cabe duda de que el rechazo a este hábito nocivo ha calado socialmente, aunque con desiguales resultados. En los países desarrollados desciende el número de fumadores, pero en el resto crece a un ritmo del 3% anual, y además consumen un tabaco con mayores niveles de nicotina y demás porquerías. Mientras baja la cifra de adictos varones se incrementa la de mujeres y adolescentes.
Son ineficaces las polémicas sobre la naturaleza del producto que quemamos entre los labios. Es droga, produce adicción y daña órganos vitales del cuerpo. Y limitar el debate a los datos económicos es una perversión: en nuestro país el gasto sanitario por enfermedades del tabaco es de 645.000 millones/año, pero Hacienda recauda por su consumo 900.000 millones.
El vicio de fumar está acorralado -lo cual hemos de agradecer los fumadores-, pero no por las ridículas campañas puritanas made in USA. Entre los acosadores figuran gobiernos poderosos y el propio Banco Mundial. El entorno se irá estrechando, aunque en Europa difícilmente prosperan demandas contra los fabricantes de cigarrillos. Es cierto que las tabacaleras no confiesan las sustancias usadas en su elaboración Pero todo fumador ha sido seriamente reconvenido en sus inicios por sus mayores y ha sido consciente de que el cigarrillo sabe rico, pero no conduce a nada bueno.