Allí estabamos, solos él y yo en aquella aséptica habitación. Su rostro estaba sereno, igual que siempre, lleno de una luminosa tranquilidad que me sobrecogía. Incluso en su lecho de muerte era un perfecto ejemplo de armonía con la existencia. Aceptar el sino humano y propiciar el cambio con el alma en un remanso: «somos crisálidas adormecidas esperando salir de nuestra carcasa hacia la luz de la autentica vida», había dicho una vez. Pero ahora me era imposible compartir con él esa tranquilidad. Tras los años de convivencia había dejado de ser simplemente su secretario y biógrafo para convertirme en su mejor amigo, en su más fiel discípulo. El paso del tiempo a su lado me había sumergido en aquella filosofía suya positiva, abisalmente alegre y optimista. Pero frente a esa cama de hospital sobre la que su cuerpo moribundo reposaba mis convicciones se derrumbaban como un montón de paja devorado por el fuego. Todas sus ideas de la sintonía empática con el mundo que permanece adormecida en cada ser humano, de que la muerte para un espíritu que ha recorrido los diez pasajes iniciáticos del «aesrrhan no es más que un mero cambio, un emerger del capullo terrenal, todo perdía sentido ante la idea de perderle». Es mi mejor, mi único amigo. Le hablo con palabras de esperanza, pero sé que todo es inútil: el cáncer ha corrompido todas y cada una de las partes de su cuerpo. Su capullo se resquebraja, pero no para descubrir una nueva vida, sino para servir de pasto a los gusanos. Le hablo con voz calma y cargada de emoción sabiendo que no puede oirme. Pero continúo hablándole: le recuerdo cómo nos conocimos, hace catorce años. Antes de encontrarnos había oído hablar de su obra, de su filosofía fuertemente influenciada por un asfixiante Sartre. También conocía los rumores acerca de la crisis de convicciones que había sufrido, impulsándole a retirarse al África profunda en busca de reposo para escapar del callejón sin salida del existencialismo. Allí permaneciste dos años y medio, y volviste totalmente transformado, renovado, vital. El cambio fue brutal, por no decir desconcertante. Destrozaste tu base existencialista para construir a partir de la «nausea un singular pensamiento vitalista, o mejor dicho, y como ha sido llamado en los círculos eruditos, lumínicotransicionista. Habías abandonado el pesimismo y el terror ante el abismo de la muerte para sublimarlo en palabras de alegría por la vida y su extinción casi fundamentalistas. Fue entonces cuando un joven licenciado en Historia se ofreció para ser tu secretario y biógrafo. En un principio la curiosidad fue lo único que me impulso, pero con el paso del tiempo me contagié de ese fervor casi religioso que te acompañaba. Fuimos cientos, miles de jóvenes los que descubrimos en tus palabras algo que nadie nos había ofrecido antes con semejante salvajismo: vida; vida en la vida; antes, después y siempre vida; una marea de optimismo». ¿Qué fue aquello que vislumbraste en tus tardes solitarias en África Central? ¿Cuál fue el embrujo de aquella tierra que tanto te trastornó? ¿Por qué nunca me lo dijiste, dejando hueco para tus seguidores ese pasaje de tu vida? Con voz tierna me decías que allí, perdido entre la selva tropical, sentiste el toque de la Vida y que Ella te había inundado con su belleza, pero que esa no era la verdadera manera de descubrir el Sentido de la Existencia: el camino debía ser interno, encendiendo la luz que todos llevamos dentro, la semilla sembrada por «los que nos guían», como tú les llamabas. Nunca me lo dijiste, y ahora que tu luz se eclipsa perdemos el guía y el sendero se desdibuja. Las sábanas blancas, tu camisón blanco, las paredes blancas de la habitación del hospital, todo llora rojo con el ocaso: el mismo planeta parece querer verter su sangre de vida con tu último aliento como postrero homenaje. El pitido del escáner marca la cuenta atrás: beep-beep-beep. Tengo pánico al silencio. Beep. No nos abandones: sin tu luz no veremos el camino hacia la paz que nos prometiste. Beep. Por favor, dame una señal, algo que nos permita atesorar la esperanza. Beep-beep-beeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeep. ¡Dios, no! ¡Porqué! ¿Seguiremos condenados a vagar por este planeta de dolor sin esperanza? Pero, ¿qué es esto? ¿Qué es esta maravilla? Tu piel se resquebraja y por entre sus grietas una luz purísima pero que no ciega inunda la habitación eclipsando el atardecer. ¡Qué bello! Una mariposa de luz, vibrante de alegría, surge de tu cuerpo quebrantado y se alza sonriente hacia el cielo: sus alas son un canto a la vida, su cuerpo un himno a la obra de «aquellos que nos guían», y toda ella una bandera de esperanza. ¡Me ha mirado, y ha lanzado hacia mí una onda de paz y alegría! Asciende y se desvanece. Se fué. Tan rápido como impresionante. Sé que he presenciado algo único y que un cambio ha tenido lugar en mi interior. Algo me fuerza a abrir el cajón de la mesita: ¡una nota doblada parece esperar a que la lea! Son seis números en dos ternas: sé lo que son, coordenadas de un extraño lugar en el África Central. No puedo imaginarme lo que encontraré alli pero debo ir. Tengo que ir. Ordenaré que me preparen las maletas.