Imagínate un día sin luz, un día en el que por un apagón no funcionara el ascensor, ni el microondas, ni la televisión… Ángel reflexiona acerca de la gran dependencia que tenemos hacia las máquinas.
El lunes pasado me fui desesperado y enfadado al instituto. De madrugada y sin saber por qué todos los electrodomésticos de mi casa se habían parado. Tengo suerte de que mi despertador funciona con pilas, porque si no ese día me hubiera quedado dormido, debido a que la luz no había vuelto. Y aquí empezó mi enfado matutino. Como no funcionaba ninguna luz y aún era noche cerrada, me tuve que vestir a tientas y me llevé más de un golpe. Como el microondas tampoco marchaba me tuve que tomar el desayuno frío. ¡Con lo que odio yo eso! Después de lavarme la cara y los dientes, fui a poner la televisión para ver los resultados del domingo anterior, como siempre hago. Pero me tuve que fastidiar porque tampoco funcionaba. Y no llegué tarde de milagro, porque los relojes estaban parados. Como el ascensor también dejó de moverse, tuve que bajar por la escalera. Suerte que vivo en un primero, pero mi casa tiene catorce pisos. ¡Imaginaos a los del decimocuarto!
En el instituto fue un día normal, con las tareas de siempre, las «amabilidades» por parte de los profesores de siempre, los cotilleos del fin de semana de siempre. En fin, un lunes normal, como siempre.
Al llegar a mi casa, más de lo mismo. Seguía sin volver la luz. Otra vez la comida fría, aunque la comida fue un simple bocadillo, puesto que no funcionaba ni la vitrocerámica, ni el horno, ni nada. No pudimos ver la tele tampoco, como siempre hacemos durante la comida. Así que nos pusimos a hablar en vez de ver la tele, y, oye, tampoco se pasa nada mal.
Además, vimos que la comida del frigorífico se empezaba a estropear. Las bolsas de los congelados estaban chorreando de agua, las pizzas se estaban poniendo blandas, al igual que las lasañas. Si esto seguía así, tendríamos que empezar a tirarlo todo.
Al no funcionar el lavavajillas tampoco, tuvimos que fregar los platos, cubiertos, cacerolas, sartenes, etc. a mano, aunque esto no era lo más grave, pero no nos hizo ninguna gracia.
Tampoco funcionaba la lavadora, así que el cesto de la ropa sucia estaba lleno de las sábanas y toallas del fin de semana y los chándales que me debía poner para gimnasia del día siguiente estaban también sin lavar. Como la situación siguiera así, habría que lavar algunas cosas a mano.
Después, durante la siesta, me puse a pensar en lo mucho que dependemos de las máquinas y electrodomésticos en el día a día cotidiano. Porque para todo necesitamos aparatos que nos ayuden o nos hagan las cosas, y si éstos no funcionan, nuestro nivel de vida baja un poco (un poco bastante). Apenas hace treinta o cuarenta años no existían las máquinas y no se vivía mal.
Y sólo he hablado de lo cotidiano, con que imaginaos cómo se debe vivir un apagón en una fábrica, por ejemplo…
En resumen, está muy bien utilizar los electrodomésticos, pero también deberíamos saber hacer las cosas sin su ayuda cuando éstas no funcionen, porque poco a poco las máquinas están empezando a manejar nuestras vidas.