Atenas, Corinto, Delfos, Epidauro… son algunas de las ciudades que recorrieron el pasado mes de julio varios alumnos del IES José María de Pereda en un viaje a Grecia en el que hay dejar volar la imaginación para «sentir» los lugares.
Una vez pisamos suelo griego, nos dimos cuenta que habíamos cambiado totalmente de cultura. Puede parecer una exageración, ya que no salimos de Europa y Grecia a fin de cuentas es un país similar al nuestro, pero la diferencia no obstante, sin ser demasiado grande es simplemente abismal.
Para nosotros las puertas de Atenas fueron las del aeropuerto, una vez dejamos éstas atrás, fuimos invadidos por una agobiante sensación de soledad.
En primer lugar es agobiante pues Atenas no deja de ser la ciudad más contaminada de Europa, con más de cuatro millones de habitantes.
En segundo lugar una irónica sensación de soledad, que pese a estar rodeados de gente, íbamos de aquí para allá y de allá para aquí, con la única compañía de un mapa del centro de la inmensa ciudad de Atenea. Como es de suponer nos perdimos más de una vez.
La Acrópolis, es sin duda el lugar que más sensaciones aporta a los numerosos visitantes de Atenas. Es mucho más que unas valiosísimas ruinas, es un símbolo de lo que fue Atenas, es la respuesta a por qué somos herederos de los griegos, es un lugar en el que resulta fácil dejar volar la imaginación milenios atrás y convertirse en filósofo, pensador o analista del mundo desde el punto de vista aquellos antiguos, pero en ese momento contemporáneos griegos.
El resto de Atenas es sucio, es una ciudad fea. Para qué engañarse. Pero en el caso de Atenas es necesario ir un poco más allá; no quedarnos en lo que vemos, sino en lo que sentimos, en la cultura, en la manera de vivir que tienen los griegos. Es necesario quitarse el disfraz de turista y ponerse el de griego, pensar como ellos y sentir lo que ellos sienten para comprender Atenas. Entonces quizá veamos una ciudad diferente en la que los bares son antros agradables, donde los viejos fuman mientras juegan a un extraño juego que por más que miré no conseguí entender.
Es una ciudad que huele, huele a sus gentes y sus culturas, su contaminación y gastronomía. Es una ciudad donde las cosas no se ven, simplemente se sienten. Llegó la hora de dejar Atenas y con ella la de iniciar un fascinante recorrido por toda Grecia. Visitamos Corinto, Epidauro, la preciosa ciudad costera de Nauplia, Micenas, Olimpia, Lepanto, Meteora… pero sin duda me quedo con Delfos.
Jamás pude pensar que algo así estuviera bajo mi dominio. Quizá esto pueda parecer uno más de mis delirios, pero no tuve otra impresión al encontrarme con Delfos; parecíamos tan sólo él y yo, y digo él porque Delfos no es tan sólo un paisaje; tiene vida, tiene magia, tiene lo que unos pocos y muy pocos lugares saben transmitir, transmite su ímpetu, pero al mismo tiempo deja que su fascinado visitante, se sienta superior, se sienta sobre Delfos, no en Delfos, se sienta tan superior que olvide la realidad y piense que el paisaje forma parte de él, que sea Delfos quien se integre en él no él en Delfos.
En la tarde que pude observar este idílico paisaje, sentí que era poesía que allí estaba escrito un poema, que Delfos no dejaba de ser el mejor poema que hube leído nunca. Que bajo sus juegos de colores, donde todos los paisajes se funden con un mar donde algún día cayó Egeo, y desde mi punto de vista tuvo suerte, la suerte del que muere en un bello lugar, tanto que la muerte pasa a un segundo plano. Ese mar araña las montañas hasta hacer un único paisaje, donde las montañas practican la mezcla de tonos para pasar los límites de la belleza. Es Delfos el inmenso Delfos, quizá fue esto lo que me fascinó, su inmensidad y al mismo tiempo su belleza, que mirase donde lo hiciese no dejaba de impresionarme y de hacer sentir sobre Delfos.
Nuestro recorrido por el país terminó con la visita a Meteora. Es un lugar verdaderamente bonito. Su atractivo reside en sus monasterios, más de veinte en total; los monasterios están literalmente colgados en las cimas de unas estrechas «montañas» de piedra de modo que son prácticamente inaccesibles. Antiguamente los monjes subían y bajaban en cestas con el mismo mecanismo que una tirolina, y algunos lo siguen haciendo -¡ lástima que nosotros no podíamos utilizarlas!-.
Continuamos nuestro itinerario, el cual había llegado a su fin. Volvimos a Atenas, hicimos las compras en el barrio de Plaka, una acumulación de tiendas y restaurantes donde los mismos comerciantes te meten en su tienda e intentan venderte cualquier cosa con una simpatía que seguro que les da dinero.
Lector, si algún día vas a Plaka regatea todo lo que puedas, obtendrás gratas sorpresas.
Y así llegamos a Santander, a nuestras espaldas un precioso viaje que recomiendo a todo aquel que sepa apreciarlo. Y por supuesto agradezco a Luisma y a María -los profesores que vinieron- su paciencia y tiempo y no me puedo olvidar de Javier Bonet, que aunque no embarcó, trabajó duro en tierra.