El relato ‘Una aventura cibernética’, escrito por Abel Rodríguez Barragán, alumno del IES Santa Clara, obtuvo el 2º premio en el Concurso Literario de la I Semana Cultural de este instituto.
Era el día de mi cumpleaños y me habían regalado el juego de ordenador que yo ansiaba tener desde hacía varios meses. Todo ese tiempo estaba con la esperanza puesta en mis padres para que ese día se me presentaran con tan deseado juego. No me importaba que sólo me regalaran eso, pues era suficiente premio para tanto tiempo de espera.
Un juego del que mi hermano mayor me había hablado en muchas ocasiones y por eso se había puesto tan pesado diciéndome que le dejara jugar porque él me enseñaría a manejarlo, pero yo no quise aunque fuera él quien me habló de citado juego.
Yo estaba como loco por empezar a jugar y ni siquiera me leí las normas del juego. Mis padres me echaron un sermón sobre el tiempo que debía estar jugando y a que hora debía dejarlo. Esa charla se me hizo interminable, pero por fin se acabó y me fui corriendo a enchufar el ordenador.
El juego era bastante divertido. Era de un chico, diferente en cada partida, que tenía que superar cinco fases completamente distintas cada vez. Había prohibido a mi hermano que lo manejara porque sabía que como él metiera un récord ya no me iba a ser posible igualarlo en varios años. A un amigo suyo, la primera vez que jugó con él se puso el primero de la clasificación y hasta hace unas pocas semanas no consiguió arrebatarle ese puesto. Aún así tuve que llamarle varias veces para que me explicara lo que debía hacer en cada fase, pero aprovechó lo poco que le dejé para pasarme hasta la segunda fase.
Yo seguía jugando y no me importaba que me eliminaran una y otra vez, volvía a empezar y a imaginarme que a la siguiente me iría mejor. Mis padres me gritaron muchas veces que no estuviera mucho tiempo con el ordenador encendido y mi hermano vino varias veces con la esperanza de que le dejara jugar sólo una partida, pero no hice caso a nadie. Yo sólo quería utilizar mi nuevo juego de ordenador.
Llevaba unas cuatro o cinco horas seguidas sin apartar la vista del ordenador cuando empecé a marearme cada vez más y más, hasta que la cabeza se me cayó sobre el teclado. Sentí como caía hasta que aterricé boca abajo en una sala bastante amplia. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que, aunque pareciera extraño, estaba dentro del juego de ordenador con el que había estado jugando.
Miré al frente y vi una pared de cristal y a través de ella se veía mi habitación. Corrí hacia ella y me puse a gritar y a darle a darle golpes. Al rato parece que mi hermano me escuchó y se sentó en mi silla, le dije que jugara y, por favor, que no me eliminaran. Esperaba que me hubiera oído a través de los altavoces. Sí, me oyó porque me dijo que no me preocupara y que él era un experto jugando a este juego. Así lo esperaba.
Empezó a manejarme y me hizo pasar por la primera puerta a la primera fase en la que debía pasar por un campo e ir cogiendo cosas de los árboles y de las personas normales que se me acercaban y me entregaban algo que solía ser una bolsa, con la que subía una pequeña cantidad o una pequeña espada con lo que subía mi energía vital. No debía coger nada que me dieran unos seres verdes o azules normalmente medio deformes; me daban lo mismo que las personas normales solo que en vez de subir, bajaba la energía vital.
Mi hermano tenía razón y era verdad que jugaba bastante bien, me hacía saltar o agacharme en el momento preciso y sólo cogía lo que debía coger. Poco a poco llegué al final y solamente me quedó demasiado corto uno de los saltos y por poco di a una de las zarzas y bajé un poco la vida, por lo demás casi dupliqué la fuerza que tenía al principio porque al empezar daban poca y había que irla recogiendo por las cuatro primeras fases porque en la última era necesaria para luchar contra un científico loco que quería inventar una pócima mágica para convertir todos los objetos en animales feroces y comernos a todos menos a él y así poder estar sólo él sobre la Tierra. Para fabricar la pócima sólo le hacía falta una célula de un niño. La mía.
Pasé a la siguiente fase y me encontré al volante de un maravilloso Ferrari azul oscuro. No lo sabía exactamente pero creía que estaba en Montecarlo; era un paisaje muy bonito, sólo ensuciado por la pista de carreras que llamaba la atención por el contraste de colores del verde prado y el gris de la carretera. El cielo azul y salpicado por alguna que otra nube también llamaba la atención.
Tenía que competir en una carrera de coches y quedar entre los tres primeros para pasar a la siguiente fase. Corríamos quince coches y teníamos que dar tres vueltas al circuito. Al finalizar cada vuelta subía la energía vital y la fuerza que estaba ahorrando para la fase final contra el doctor Badell.
Estuve hablando un rato con mi hermano de lo nervioso que estaba, que era la primera que iba a conducir un coche de esas características, que donde estaban nuestros padres y que me tratara bien porque era su hermano. Me dijo que estuviera tranquilo en todo menos en lo último; me enfadé un poco pero me dijo que era broma.
Automáticamente di un salto y caí dentro de mi fulgurante Ferrari y comenzó la carrera. Yo la comencé en sexta posición y más o menos me iba manteniendo ahí o bajando o subiendo un puesto cada vez. A mediados de la segunda vuelta me salí de la pista y perdí algunos puestos; reemprendí la carrera en el puesto undécimo y comencé un gran acelerón. Tan rápido iba que saqué de pista a un Seat verde eléctrico y me puse cuarto, codo a codo con un Porsche para quitarle el tercer puesto. Tan rápido íbamos que alcanzamos a los dos primeros, con los que estuvimos juntos toda la última vuelta. Al final entramos tan igualados que, hasta que mi hermano y yo no nos vimos en la clasificación, en la gran pantalla luminosa situada sobre mi cabeza, que ocupábamos la segunda posición, no nos pusimos a dar saltos de alegría. Él estuvo más tiempo que yo, porque, sin hacer nada, me hicieron pasar a la siguiente fase automáticamente.
La tercera fase comenzaba en un pueblo pesquero en el que casi sólo se conocía el mal tiempo, vivían muy pocas personas, por lo menos yo sólo vi treinta o cuarenta en un camino que me llevaba automáticamente hasta el puerto, momentos en los que aproveché para hablar con mi hermano que seguía algo angustiado tras la pantalla del ordenador.
Un pescador parecía que me estaba esperando y me hizo montar en su barca, me llevó hasta una piedra de color blanca y por el camino nos iba explicando a mí y a mi hermano lo que debíamos hacer en esa fase. Debía ir saltando de piedra en piedra y sólo por las piedras marrones; esas se hundían a los tres segundos de tocarla. No podía pasar por las negras porque se hundían con sólo rozarlas y cuando pasaba por una piedra gris subía un ápice de vida. Cada vez que me caía al agua iba perdiendo poco a poco la vida que tenía, así que mientras que no me agarrara a una roca y me incorporase no pararía de perder energía vital. Debía llegar a la otra piedra blanca situada al otro extremo del río.
La prueba comenzó y empecé a saltar y a saltar constantemente sin saber donde iba a parar. Nada más que dos o tres veces me caí al agua y mis reservas de energía vital bajaron hasta casi los dos tercios; también recargué la fuerza que debería usar en la segunda parte de la quinta fase, en una pelea y en caso de que no me pasara la primera. Pero, de momento lo importante es que me pasé la fase con algo menos de vida de la que tenía al comenzarla.
El pescador de antes me acompañó a la orilla y, otra vez automáticamente me fui a una puerta que estaba al lado de la puerta que yo había utilizado para entrar en esa fase. Antes de esto comenté con mi hermano las dificultades de la próxima prueba que era a la que ahora mismo me dirigía.
Estaba en el mismísimo infierno, todo estaba lleno de lava y fuego que aparecía donde menos me lo esperaba. Un angelito vestido de rojo me explicó que tenía que ir por una pasarela y que no debía caerme porque perdería la mitad de mi vida y no están los tiempos como para irse dejando la vida por cualquier parte. Debía tener cuidado de los géisers de fuego que saltaban bastantes veces, tenía que saltar por encima para que no me pillara; también debía tener cuidado con unas rocas volcánicas que caían del cielo, curiosamente sobre mi cabeza siempre, debía sacar un escudo y ponérmelo encima de mí para que no diera; sobre todo tenía que estar alerta de unos diablillos rojos de orejas puntiagudas y con cara de pillos para que no me pincharan con su tridente recién afilado; y sobre todo no podría permanecer en el mismo sitio más de cinco segundos porque me quemaría y perdería bastante.
Mi hermano seguía demostrándome su experiencia en el juego haciéndome pasar por la fase sin más sobresaltos que el que me proporcionó un maldito diablillo que me clavó su tridente en el estómago, pero, como soy un personaje virtual, a mi no me pasó nada. Por el lado bueno cogí energía vital en forma de vasos de agua.
Pero ahora llegaba el momento decisivo contra el doctor Badell. Llegaba el momento en el que iba a demostrar si toda la fuerza que había ido cogiendo serviría para algo o no.
LLEGÓ LA HORA.
Estaba en la sala en la debería esperar a que mi hermano me hiciera pasar a la habitación en la que me esperaba mi contrincante con una prueba sorpresa preparada. Si yo le ganaba esa prueba me habría pasado el juego y todos los humanos seríamos libres, si no, aún me quedaba otra oportunidad en una pelea contra él mismo convertidos los dos en cualquier animal.
Por fin mi hermano se decidió a meterme en la habitación tras un cuarto de hora de convencimientos por mi parte.
Entré en una habitación muy oscura con una sola bombilla que iluminaba una esquina de la sala. Allí me estaba esperando el horroroso doctor Badell.
Era un hombre bastante mayor pero tenía el pelo muy oscuro, era jorobado y con una nariz enorme sobre las que llevaba apoyadas unas gafas diminutas.
Me invitó a sentarme y me explicó que tenía que jugar con él una partida de ajedrez. ¡Qué suerte! Porque mi hermano estaba apuntado a clases de ajedrez desde hacía seis años y pensé que no tendría ninguna dificultad. Pero si que la tuvo porque tras varios jaques al rey del doctor Badell acabamos en tablas la primera partida.
Tenía la oportunidad de otra segunda y si tras esta partida también acabábamos en tablas se le consideraría a él ganador e iríamos a la pelea; esperaba con toda mi alma que mi hermano le cantara un jaque mate cuanto antes.
Estábamos llegando al final y sólo me quedaban el rey, la reina, un alfil y tres peones. El doctor tenía las mismas menos la reina y con la mía me comí sus peones y su alfil fácilmente con lo que le hice jaque mate momentos después. El doctor Badell me dio la mano como un buen perdedor e instantes después explotó de forma poco violenta.
Se encendió en ese momento la luz de la habitación y abrí los ojos. Estaba en mi cuarto con la cabeza sobre el teclado y con mi madre en la puerta y conservaba la mano aún sobre el interruptor de la luz y me preguntó que donde había estado toda la tarde y también me contó que mi hermano había ido a mi habitación porque había oído golpes y, al no verme allí se puso a jugar aprovechando que yo no estaba y no le podía echar.
Por la noche hablé con mi hermano y me contó que yo no sabía lo bueno que era ese juego y que hasta se podía hablar con el personaje al que estuviéramos dirigiendo.
Me contó que había estado toda la tarde para pasarse el juego y que había estado casi todo el tiempo hablando con el muñeco, que por fin le sirvieron para algo las clases de ajedrez y que estaba deseando que le volviera a dejar jugar.
Durante todo ese tiempo estuve callado para que no se me escapara nada sobre el sueño-realidad que tuve porque, conociendo a mi hermano, sé que estaría deseando volver a repetirlo.
Hoy sólo juego media hora y al acabárseme ese tiempo grabo hasta el lugar donde hubiera llegado y continúo al día siguiente. Han pasado varios meses y todavía no he superado el récord que pusimos a medias mi hermano y yo, aunque en la lista sólo figure su nombre.