Historia de un pato llamado Lucas que vive con una familia en un piso de la ciudad. Antes de lo imaginado Lucas crece y hay que devolverlo a la granja, donde comienza una nueva vida.
Cuando era una niña, quise ser lechuza, porque las lechuzas no tienen que irse a la cama. Pero después de unos días de soñar, me di cuenta de que las lechuzas carecen de una facultad esencial: no saben nadar ni bucear, mientras yo disfrutaba realizando ambas cosas.
Así pues, decidí ser un ave acuática, pero cuando más tarde supe que no podría serlo jamás, quise al menos tener una. El día se despertó soleado, yo tenía entonces 10 años y mi hermana Raquel seis.
No podíamos esperar más para levantarnos, estábamos nerviosísimas y emocionadas, como si de un día de Reyes en pleno verano se tratase.
Mi amiga del colegio me dijo que tenía un amigo que criaba patos y nos regalaba uno a cada una. Conseguí que mis padres aceptaran tener el animal en casa mientras no tuviese plumas, y cuando las tuviese se lo devolveríamos. Improvisamos un corral con una caja de cartón para que durmiese y para que no se escapara mientras no hubiese nadie en casa.
Las primeras noches, el patito lloraba desconsolado llamando, supongo, a sus hermanos y a su madre. Para tranquilizarlo lo envolvíamos en una manta y le acariciábamos la cabecita. Me encantaba que se quedara dormido en mis brazos.
Le dejábamos en el pasillo y nos escondíamos. Él se ponía a buscarnos llorando; cuando nos encontraba piaba muy contento y venía corriendo a trompicones hacia donde estábamos. La verdad es que eran muy graciosos sus andares, parecía que se fuera a caer. Lucas, así decidimos llamarlo, poco a poco se fue acostumbrando a todos nosotros. Era uno más de la familia.
La verdad es que tenía mucha paciencia con nosotras. Le metíamos en la cesta de las naranjas y le balanceábamos; nos excusábamos diciendo que él también quería montarse en las atracciones.
También le bañábamos en la bañera y le hacíamos cascadas con el grifo. Él intentaba huir, pero no lo conseguía. Después le secábamos con el secador para que no se enfriase. No le gustaba nada y salía corriendo.
A pesar de todas estas trastadas que le hicimos, no nos picó ni una vez, salvo cundo lo hacía jugando.Le dábamos de comer pienso para patos que comprábamos en la tienda de animales de la esquina, y mucho antes de lo que pensábamos se hizo un pato hecho y derecho, ¡con plumas!
A pesar del acuerdo al que llegamos de que cuando tuviera plumas salía de casa, todavía estuvo con nosotros unas semanas más. Llegó un momento en el que era imposible tenerlo en casa; ya nos llegaba más arriba de la rodillas. Fue entonces cuando, a pesar del apego que sentíamos hacia aquel animal, tuvimos que devolverlo. Nada más llegar a la granja y meterle con los otros patos, todos sintieron un gran rechazo hacia él, a pesar de que alguno de ellos era su hermano. Se cobijaba junto a Daisie, el pato de mi amiga, ya que habían hecho buenas migas al verse a menudo en mi casa.
Sólo se tenían el uno al otro y poco a poco fueron encajando con el resto del grupo. A pesar del parentesco que unía a Daisie y a Lucas ellos no se reconocían, y formaron una buena pareja.
Después de unos meses fui a visitarlos y los vi con unos preciosos patos muy pequeños y amarillos. Por cierto, andaban igual que su padre. Lucas perdió el miedo al agua. Se le veía muy feliz jugueteando con Daisie, zambuyéndose estrepitosamente en el río, dejándose llevar por la corriente.
Esa fue la última vez que vi a Lucas. Cuando lo dejamos en libertad me dí cuenta de lo salvaje por nuestra parte de tenerlo encerrado en un piso que, aunque amplio, no deja de ser un espacio muy reducido para que pueda desarrollarse con normalidad un pato. Me alegré por él, porque sabía que allí estaría mucho mejor, aunque en el fondo desearía, egoístamente, traerlo otra vez a casa.