Los alumnos de 3º de ESO han leído El vendedor de noticias, una novela histórica que se desarrolla en la Península en el siglo XI, en plena reconquista. El relato de Andrés recrea lo leído, consiguiendo ambientar la época con el empleo de vocablos propios de esos tiempos.
Había una vez, en el siglo XI, un mercader llamado Perico, que vivía tranquilamente yendo de reino en reino por España, vendiendo sus artículos. Pero Perico tenía una doble vida, ya que también era vendedor de noticias.
Normalmente se ponía en la plaza mayor a vender, o iba de puerta en puerta ofreciendo perfumes, plantas medicinales…
Un día, durante este menester, entró en una gran casa, muy lujosa, por cierto. Esta casa resultó ser la residencia de verano de los reyes de Castilla. Al verle el rey, y conociendo su reputación, le dijo:
– Tengo un encargo muy importante para ti. Debes ir al reino musulmán de Cárdena, al oeste de Andalucía, y averiguar si su rey, Oshama-Petilam, ha sido quien ha matado al príncipe de Aragón, que se encontraba allí por un asunto de un pago atrasado de parias o si, por el contrario, ha sido el visir de dicho rey, cuyo nombre desconozco. Para realizar este encargo, te proporcionaré un caballo y unos cuantos víveres.
Perico, sin saber qué hacer, le contestó:
– Pero, ¿qué sacaré a cambio de prestarle mis servicios? El viaje es largo, y muchos son los asaltantes que rondan en esta época del año por el norte de Andalucía.
Francisco, que así se llamaba el rey castellano, le dijo con mesura:
– A cambio de este servicio, muy importante para mí, te haré desposar con mi hija Gertrudis, de gran belleza.
Como ya era tarde, Perico inició la travesía al día siguiente, antes de que el sol asomara por oriente. A lomos del caballo que le había entregado su señor y con diversos artículos que llevaba para no levantar sospechas, iba mirando a los plebeyos con aire de superioridad, olvidándose de que él era uno de ellos.
A mediodía paró, tras haber hecho unas ocho leguas, y comió algo. Una hora después continuó el camino.
Llevaría cuatro horas de marcha cuando, de repente, se topó con un escena desoladora. Vio lo que seguramente era una hueste de unos tres mil hombres, y una algarada de medio millar, pero que se habían convertido en un grupo de muertos.
Vio cuerpos de soldados con los lorigas puestas, completamente ensangrentadas. Sus manos empuñaban aún las espadas y las adargas; vio, además caballos con lanzas clavadas de lado a lado, y hasta varias cabezas, con sus respectivos yelmos, separadas de sus cuerpos. Todo esto le provocó una indignación tremenda y exclamó:
– ¡¡¡Que con Belcebú vayan los soldados que, con tal inquina han hecho esta matanza!!!
Enormemente enojado, Perico continuó cabalgando. Después de un par de leguas, se encontró con un quincallero amigo suyo, al que no veía desde hacía muchísimo tiempo. Ricardo, que era el nombre del quincallero, le dijo:
– ¿Cómo tú por esta tierras? ¿es que ya te han desterrado de Castilla, eh?
Perico, con gran fervor, le contestó:
– Ya ves, un encargo de mi señor, que me ha enviado a Cárdena por un asunto del que no te puedo hablar.
A Ricardo le cambió la cara, y le advirtió:
– Vengo ahora de Cárdena, y los soberanos de Sevilla han dispuesto un cerco alrededor, y el rey sevillano cuenta con una mesnada que tiene orden de matar a todo aquel que intente entrar el Cárdena.
Perico, sin preocuparse demasiado, le dijo:
– Ya me las ingeniaré para entrar sin ser visto. Bueno, debo continuar. ¡Que te vaya bien, buen amigo!
– Adiós Perico, ¡y ten mucho cuidado!
Perico continuó yendo hacia Cárdena. Al anochecer llegó a sus cercanías y vio el cerco que estaba montado y pensó: «esto va a ser más difícil de lo que pensaba«.
Era de madrugada. Perico decidió pasar el cerco y, cuando solo le faltaban unos doscientos metros para conseguirlo, un soldado le agarró por la espalda y le arrastró hasta la tienda de su señor. Allí quedó recluido hasta la mañana siguiente, en la que el mismo soldado que le había apresado la noche anterior, le llevó ante un juez y se dio cuenta de que estaba en un palenque y de que se iba a celebrar un litigio en su contra, por haber intentado entrar en Cárdena. El juez comenzó:
– Por la jurisdicción que se me ha otorgado, y según el Fuero Nuevo, declaro el día 3 de agosto de 1083, que este hombre es condenado a ser decapitado públicamente. La sentencia se hará efectiva mañana a mediodía.
Perico rompió a llorar, recordando las advertencias de su amigo Ricardo. Entre llanto y llanto, balbuceó:
– Antes de morir quiero saber quién mató al príncipe de Aragón, si fue el rey Oshama-Petilam, o fue su visir. Por favor, díganmelo, pues, si no, no moriré tranquilo y mi alma no descansará en paz.
Nadie le dijo nada. Había llegado el día fatal. Todo estaba listo: la gente en las graderías, Perico en el centro de la arena, y el verdugo a su lado, empuñando un hacha. Se hizo el silencio entre la multitud y el verdugo levantó el brazo. Antes de asestar el golpe fatal, susurró:
– Fue el visir.
Y el hacha cayó, haciendo rodar sobre la arena la cabeza del pobre Perico, que pasó de ver un hermoso futuro junto a la princesa Gertrudis, a sentir el frío acero que le quitaba la vida.