Casi 50 millones de personas en el mundo están afectadas por el virus de inmunodeficiencia adquirida (sida-aids). Hay países -sobre todo en el continente africano- en los que el número de población afectada es tal que si no se encuentra una solución podrían incluso desaparecer. En este número una alumna ha querido acercarse a este tema a través de una creación literaria bastante pesimista, en la que nos describe la situación de un ex drogadicto sufriendo sida.
Son las cuatro de la mañana y sigue escribiendo. Sabe que cuando pose la pluma sobre la mesa, le vendrán recuerdos que aún hoy no ha podido borrar, que le atormentan, que le humedecen los ojos, que no le permiten dormir en paz. Lleva haciendo lo mismo tres años.
Se pasa todo el día en la calle rodeado de gente y cree que si no está solo se acaba antes el día y, al fin y al cabo, también la vida. Llega a su casa, corre el pestillo y se va directamente a la cama. Coge la pluma, su diario, y enciende el pequeño flexo azul.
Pasa varias horas llenando ese estúpido cuaderno con frases sin sentido, que no le sacan de nada, que todos vemos que le llevan aún más al vacío.
Vio todo lo que ocurrió aquel día; desde entonces, está amenazado por el camello que vendió a su amigo una dosis en mal estado. Esa puta dosis, acabó con la vida de su mejor colega, mejor dicho, del único que tenía.
Lo pasó mal recogiendo a su amigo de aquel callejón. Le impresionaron mucho aquellos ojos inyectados en sangre, que parecía que le culpaban por haberle permitido meterse en el mundo de las drogas.
Fue muy duro para él, levantar el cuerpo sin vida de una persona con la que había crecido, con la que había compartido todo, hasta la jeringuilla.
Hoy Diego está, al fin, desenganchado, pero tiene miedo de salir a la calle, porque sabe que su vida está en peligro y que no tardará mucho en reunirse con su amigo. Tiene el SIDA y nunca olvidará el momento en que comenzó a destrozar su propia vida.
Comenzaron con un poco de costo, se hartaron y empezaron con papelinas, se cansaron, pensaron que podrían aguantar más y decidieron picarse. Una vez que tuvieron todas las venas quemadas, uno de ellos se metió un chute en mal estado y se le apagó la luz.
Mientras, Diego sigue sin saber si quitarse la vida, o si salir a la calle, pues, de cualquier modo, morirá. Acaba de fundirse la luz de su flexo. Diego cree que es una señal, que también se apagará el alma que ha soportado su triste vida, y que no se reflejará jamás en un cristal.
Hace caso a su intuición y decide salir a la calle. Se dirige al callejón donde encontró a su amigo, y da la vuelta al cuerpo ensangrentado que interrumpe su camino. Abre los ojos asustado; se ha dado cuento de que es su propia cara, de que nunca más volverá a escribir, de que murió al tiempo que su amigo del alma, de que ha estado sufriendo por sufrir.