Como ya es habitual, los alumnos de Ciencias del IES Santa Clara han visitado el CEAM, el centro medioambiental situado en la localidad de Villardeciervos, provincia de Zamora, y donde han compartido una semana con alumnos de Pinto, Madrid. En este lugar los alumnos tienen la oportunidad de realizar excursiones por la zona, paseos de observación, realizar experimentos recogiendo muestras… Como siempre nos cuentan todo lo que han visto y vivido, esta vez a través de unos relatos inventados tras sus experiencias a la vuelta de ese viaje.

VILLARDECIERVOS
Por Andrés Saura Mellado

Era una noche estrellada en la sierra zamorana, tan estrellada que al girar repentinamente la vista hacia el cielo, creí haberle salpicado con el blanco de mis ojos y haber creado la noche más bonita desde mis días en España.

Yo soy un viajero, sin hogar ni familia, camino sin conocer porque sólo deseo olvidar, olvidar algo que no menciono para no recordar. Sólo os contaré algo sobre mi vida, algo que sucedió un otoño de hace mucho tiempo y que la cambió por completo.

Como iba diciendo, esa noche la observaba yo desde un lugar, creo recordar, que se llamaba la Peña del Robledal; era un pequeño alto al que se accedía por medio de un frondoso robledal que semejaba un lecho mullido en el que daban ganas de echarse a dormir. Aunque fuese otoño las hojas de los árboles seguían intactas y su color verde, poco a poco, se tornaba marrón.

De repente, cuando estaba pensando acerca de aquel increíble lugar en el que me encontraba, me di cuenta de que algo no encajaba bien. Se trataba sin duda alguna de toda aquella luz que no sabía de dónde provenía y, que me había permitido ver todo aquel maravilloso espectáculo; entre todos aquellos destellos que me deslumbraban alcancé a ver un pequeño pueblo, era un pueblo especial y a la vez extraño pues el día anterior crucé ese mismo lugar y recordaba haber visto robles, alisos, álamos, castaños, escasas encinas, brezo, lavanda… ¡Lo recordaba todo! Pero para nada recordaba haber visto o cruzado un pueblo. En cualquier caso debía de bajar hasta él y asegurarme de que era real.

Descendí presuroso el alto esquivando árboles, matorrales, montículos, cultivos, piedras… esperen un momento, ¿cultivos? Al subir yo no había visto cultivo alguno, ¿y ese río?. Sus aguas eran transparentes como el aire que respiraba y al agacharme para poder sentir el agua en mis manos una inmensa trucha intentó apresar mis indefensos dedos que retiré de inmediato y aunque esa trucha me había abierto el apetito, seguí caminando hasta que comencé a sentir el amanecer, pues noté que los rayos de luz eran reales ya que deshacían la helada de la mañana.

Al fin pude entrar en el pueblo que, al parecer comenzaba a llenarse de actividad. Los adultos cantando o con una sonrisa en la cara se dirigían al trabajo, los niños reían y corrían hacia la escuela.

Todo me pareció un sueño, que tomó el nombre de Villardeciervos, un pueblo que nació de la nada y en el que comencé una nueva vida llena de alegría y esperanza.

UNA VIDA COMPARTIDA
Por Charo Míguez

Era un día de invierno, de esos días en los que llueve mucho, no hay apenas gente por la calle, día triste en el que no te apetece hacer nada, sólo estar en casa calentita, mirando la tele o bien hablando con tu abuelo, como era mi caso.

Pues bien, yo hacía un rato que había regresado del instituto donde nos habían dicho que posiblemente iríamos una semana a un pueblo de Zamora, Villardeciervos y, como no, yo estaba diciéndole a mi abuelo que me contara cosas sobre Zamora y sus pueblos, ya que él era de allí. Él no supo mucho que contarme hasta que le dije exactamente donde iba. Fue oír el nombre de Villardeciervos y empezar a contarme anécdotas y pequeñas historias sobre el pueblo, pues parece ser que había estado bastante por allí.

Hubo una historia sobre un hombre admirable que me llamó la atención y que mi abuelo la contó con mucho interés y, por eso, creo que no se me va a olvidar. No es que fuera una historia fantástica, ni mucho menos, sino la extraña vida que quiso pasar. Mi abuelo me la contó encantado, igual que yo voy a estar contándoosla a vosotros. La historia es la siguiente:

Hace muchos años, en Zamora había una pareja a la cual le gustaba mucho el campo y las montañas y cada fin de semana cogían el coche y se iban a pasarlo cerca de las montañas. Pues bien, esa familia tuvo un hijo, y a pesar de ello no dejaron esa costumbre, sino que querían que su hijo compartiera esa afición tan maravillosa por la naturaleza.

Pasaron los años, y el hijo ya crecido, cada vez que llegaba el fin de semana, no había quien le negase ir a la montaña pues, como los padres habían querido, el niño llamado Pablo amaba la naturaleza pero, hasta tal punto que veréis lo que pasó un día.

Un sábado como otro cualquiera, Pablo y sus padres cargaron el coche y se pusieron en marcha hasta un pueblo, el cual mi abuelo no me dijo su nombre. Allí dejarían el coche, cogerían las mochilas y se pondrían en camino hasta la cima de un monte de la Sierra de la Culebra, ya que les habían contado que el paisaje desde aquella cima era maravilloso.

Aquel día Pablo había cargado mucho la mochila, cosa que a los padres les extrañó pero, sin decirle nada se pusieron en camino. Durante los primeros kilómetros pudieron observar refugios de lobos, estanques y alguna que otra seta, pero cuando se adentraron en el bosque, vieron un corzo, aves nunca vistas por ellos y como era sobre el mes de noviembre tuvieron la sensación de pisar sobre esponja, ya que el suelo estaba cubierto de hojas. Mi abuelo describía aquel lugar como si se tratara del paraíso.

Durante ese no muy largo camino, Pablo se fue quedando atrás, hasta tal punto que una vez llegado los padres a la cima y haberse dado cuenta que Pablo no estaba con ellos, no le veían por ninguna parte. Inmediatamente se pusieron a buscarle pensando que se había podido perder ya que ninguno conocía ese monte, ni siquiera la sierra.

Se pasaron todo el día buscándole y pensando donde se podía haber metido, pero no encontraron rastro de él. Llegó el atardecer, y pensaron que sería mejor volver al pueblo y avisar a la policía para que le buscaran.

Llegaron al pueblo, no pudieron encontrar a un policía, pero en cambio explicaron lo que había pasado a un guarda forestal. Este les explicó la situación y lo que podía hacer. La solución que les dio era la de esperar a mañana, asegurándoles que no le pasaría nada.

Aquella mañana llegó y enseguida se pusieron a buscar a Pablo. El primer día de búsqueda fue un fracaso, y el segundo, y el tercero, y la semana, y los meses,… Tanto los guardas forestales como la policía estaban asombrados por donde podía estar Pablo. No encontraron nada durante todo ese tiempo.

En esos momentos le pregunté a mi abuelo: – ¿Qué fue de Pablo? ¿Dónde estaba? Mi abuelo acto seguido me contestó.

Resulta, que no se había perdido, sino que amaba tanto la naturaleza que decidió quedarse en aquel monte sin pensar las consecuencias que aquello podía tener para él y para sus padres. Sin dejar continuar a mi abuelo le volví a interrumpir de nuevo preguntándole:
– ¿Pero cómo sobrevivió?
-No te apresures -me contestó- ahora te lo iba a contar.

Pues parece ser que lo primero que hizo fue andar y andar para alejarse lo suficiente como para que no le pudiesen encontrar. Estuvo andando durante varios días hasta que encontró un sitio cerca del río donde no hacía demasiado frío. Allí pasó las noches con no mucho frío ni hambre ya que lo que llevaba en la mochila eran precisamente mantas y abundante comida.

Durante los siguientes días se hizo una pequeña choza en la ribera para poder estar aún más refugiado del frío. Tardó bastante porque no tenía la suficiente fuerza como para cargar con facilidad piedras.

Una vez acabada más o menos su, ahora casa, pensó que estaba donde en verdad se sentía a gusto, lleno de paz, sólo con el sonido de las aves cantando, el viento y el agua, entre árboles,… es decir, un lugar espectacular en el que muy poca gente se había fijado y quiso quedarse allí para poder, día a día, contemplar y aprender cosas nuevas de la naturaleza y del mundo que ahora le rodeaba.

Y así hizo, pasó días, meses, y años en su choza y alrededor de la naturaleza, y aprendió cosas muy interesantes como que el latido de un árbol se podía escuchar, qué tipo de vegetación crecía cerca del río y cual en el monte, como se comportaban los animales que habitaban en aquella zona, y experimentó con diferentes tipos de setas.

Entonces fue mi abuelo el que me preguntó:
– ¿Qué piensas que hizo Pablo una vez hubieron pasado bastantes años?
No le supe contestar, así que continuó.

Pues bien, pasaron los años y Pablo maduró. Un día en el que estaba tumbado en el campo, simplemente escuchando el canto de las aves, se dio cuenta de que sabía bastante de la naturaleza como para compartir las experiencias que había podido experimentar con los demás y pensó que debería ir a un pueblo donde explicaría lo que pretendía hacer.

Comenzó a andar y llegó a Villardeciervos. Allí todo el mundo se extrañó al verle, ya que parecía un pueblo donde no había mucha gente y no le visitaba apenas nadie. Una señora, le preguntó que qué quería y Pablo no sé exactamente lo que la contestó pero parece ser que en el colegio del pueblo, en el que por entonces había gente joven, organizó excursiones para poder enseñarles todo lo que había podido aprender viviendo allí como por ejemplo que solía hacer un ciervo contra un pequeño tronco, etc.

Debió de sorprenderles mucho todo lo que les explicó a los alumnos, como lo explicaba, cuanto sabía,… porque a la semana siguiente vinieron unos chicos de excursión y le pidieron a Pablo que les explicara todo lo que había enseñado a los chicos del colegio de Villardeciervos.

Enseguida fueron más y más grupos y Pablo les explicaba durante un día todo lo que podía. Como tuvo tanto éxito, y en un día no podía enseñar apenas todo lo que sabía se le ocurrió formar un centro de Educación Ambiental donde cada semana, dos colegios de cualquier parte de España irían para escuchar las explicaciones de Pablo y otras actividades diferentes. Y así ocurrió, todas las semanas dos colegios iban una semana.

Pero Pablo envejeció, y ya no podía hacer esas caminatas que antes hacía y una profesora le sustituyó definitivamente en aquello. Pero el no quiso dejar de compartir con los demás lo que sabía así que en vez de llevarles de paseo les explicaba en el centro medioambiental como y con qué se trabajaba el lino y como se iba vestido.

Él se sentía muy feliz haciendo lo que hacía y aparte de enseñar a los chicos, también enseñaba a los profesores para que, cuando él muriese, hubiera otras personas para hacer la misma función que él hizo.

Y así pasó. Pablo murió, pero el centro de Educación Ambiental siguió adelante trayendo colegios y explicando todo lo que anteriormente les había enseñado Pablo. Además, también les contaban quién era Pablo y que hizo, pero nadie sabe por qué lo hizo.

Parece, que actualmente este centro sigue adelante y es donde iba a ir yo con el colegio. Digo iba porque al final no fui, pero por lo menos pasé una de las mejores tardes de invierno y aprendí que no toda la gente es igual. Me hubiera gustado mucho ir pero no todo es posible.

No sé si a vosotros os habrá gustado la vida de este señor pero, por lo menos a mí, me pareció de lo más interesante.

 

AMELIE
Por Guiomar de la Fuente

-¡Pero, mamá!
-Que no, que tú no estás para ir mañana de excursión.
-Tampoco estoy tan mal, y, además, es la única salida que voy a poder hacer con los de mi clase, ¡no es justo!
-Me da igual, no vas a ir. Y fin de la discusión.

Elena se levantó enfurecida y se dirigió rápidamente a su cuarto, en el cual se tiró a la cama y se puso la almohada tapándole la cabeza. Estaba enfadada, harta de tener que hacer caso a todo lo que le decía su madre. ¿Pero que podía hacer ella para convencerla?. Nada. No podía hacer nada. Al final tendría que resignarse y tragar, como en otras ocasiones había pasado.

Su clase había preparado una excursión para ir una semana a un centro medioambiental, el CEAM, situado en un pequeño pero precioso pueblo de Zamora: Villardeciervos. Irían a pasear, a ver las estrellas, de hacer juegos, a realizar experimentos cogiendo muestras de agua, e incluso de visitar el lago de Sanabria, ese lago que fue antiguamente glaciar. Sería muy divertido, y conocerían a gente nueva, con los que compartían la semana, eran de Pinto, Madrid.

El caso es que ella no se lo quería perder, pero cuando tienes fiebre y un catarro de mil demonios… además, era cierto que no se encontraba muy bien, y cuando su madre dice «no vas» es que no vas. Y su padre era muy buen hombre, y las palabras de su mujer iban a misa (aunque no fuera religioso). Sí, se resignaría y pasaría la semana más aburrida de su existencia, pensando egoístamente que, quizás, sus amigos no se lo estarían pasando tan bien.

Ese lunes, partieron todos (menos ella) hacia Zamora.» Salieron a las 6:30, por lo que ya habrán llegado», pensó Elena. Eran las 12:30, y estaba viendo la tele tomando sus «choco-krispies», en una bandeja que le acababa de traer su madre, que no fue a trabajar para quedarse a cuidarla.

El día fue largo; no echaban nada interesante por la tele, no podía levantarse de su cuarto, y además le picaba tanto la garganta que la daban ganas de rascársela con la mano, pero no podía (ya lo había intentado).

Al día siguiente se encontraba un poco mejor, pero seguía algo débil. Su hermano pequeño, Iker, decía que se estaba haciendo la enferma, y no le hacía nada de gracia. Que se pensaba, ¿que se queda por gusto? Se levantó de la cama e intento cogerle. Se dirigió a la cocina, corrió por todo el pasillo, y se paró en el salón porque le había visto debajo de la mesa.
-Te vas a enterar, ¡de esta no te salva ni mamá! – gritó Elena.
-¿Ves como no estás tan mal? ¡Si no, no te podrías ni mover!- Se burló Iker – qué tenías, algún examen sin estudiar, seguro. Imbécil.
-¿Imbécil? Ya verás cuando te pille, idiota.

Forcejearon y Elena cogió a su hermano y le puso bocabajo agarrándole por los brazos. En ese momento, daban por la tele un boletín especial. Salía el CEAM.
– Pon más alto, ¡rápido!, sale Villardeciervos.
-«Les informamos una noticia de última hora. Un grupo de chicos y chicas de unos 15 años de edad, han desaparecido mientras realizaban una excursión organizada por el centro medioambiental CEAM, en un pueblo de Zamora. Por ahora no se sabe la razón, pero ya hay varios equipos de rescate, y todos los datos indican que ocurrió mientras paseaban por la montaña, sobre las 12:00 de la mañana. Los monitores que no fueron, dieron parte a la policía, debido a que no regresaban y ya había pasado cierto tiempo después de la hora de vuelta fijada. Hemos preguntado a los pastores que por esa zona se encontraban, y no nos han podido decir nada. Seguiremos informándoles de todo lo que ocurra. Hasta los informativos de las tres de la tarde.»

Elena se quedó boquiabierta, no se lo podía creer. Fue a su cuarto. Ya no se encontraba tan bien. ¿Qué habían desaparecido? ¿Pero cómo así? Desaparecer es muy relativo, ¡no han podido esfumarse de repente, de la faz de la tierra! O…¡no, hombre no!. Eso ni pensarlo. ¿Entonces?… cuál será el motivo, porque alguno debe de haber. -Piensa – se repetía Elena – Seguro que lo puedes saber, solo tienes que hacer un esfuerzo.» Pero no lo consiguió. No cabía imaginar la razón que les impulsó a sus amigos a escaparse o para que fueran raptados, o para que fueran atacados por animales o… Calla, calla. Siempre te pones en lo peor… quizás no sea para tanto, y solo se hayan desviado un poco de su camino, se habrán perdido ligeramente, pero seguro que les encuentran, estoy segura…

Sus párpados se hacían cada vez más pesados, y un terrible sueño la estaba invadiendo su cuerpo. Posiblemente por la fiebre, que notó que le estaba subiendo, o porque la noche anterior no durmió nada. Se recostó en su cama, y se acomodó poniéndose la colcha por encima. Pero, en ese momento, sintió como un fuerte dolor de cabeza, y vio como una especie de imágenes de varios colores; primero verde, después rojo… eran muy intensos, y oía ruidos como pitidos. Poco a poco, los ruidos fueron bajando, y consiguió distinguir algunas imágenes. Se trataban de flashes, pequeñas visiones entrecortadas como fotografías, en las que se entrelazaban colores algo fuertes, con sonidos de viento, hojas… era muy extraño, y Elena no se lo podía quitar de la cabeza. Y, sin saber como o por qué, de repente estaba en un robledal, con el suelo cubierto de hojas y con ropa de abrigo. No podía saber cuál era el lugar en el que se encontraba.

Era un monte o algo parecido; había muchos árboles, pequeñas vegetaciones… El cielo estaba despejado, y el sol brillaba reflejando su luz en la copa de los árboles, dejando ciega su visión por un momento.
Comenzó a caminar. ¿Qué diablos hacía ella allí? ¿Con qué propósito? No podía entenderlo. Ese día era muy extraño; primero lo de la desaparición, luego esto… ¿tendrían algo que ver éstas dos cosas? Si no era así, no lo entendía. Al cabo de un rato, decidió dejarlo por «inexplicable», salir de ahí como fuera, o intentar resolver el enigma. Tirado encima de una roca, había una señal, igual pondría algo de utilidad. Se dirigió a ella, y leyó lo que ponía: Villardeciervos 5 Km. Y una flecha dirigida a la derecha. ¿Pero para qué derecha? Estaba rota y movida, y no sabía dónde estaba situada anteriormente y… ¿Villardeciervos?… ¡Villardeciervos! Ahora ya no había duda alguna. No era ninguna casualidad. Quizás la causa de que ella estuviera allí es que tenía que encontrar a sus amigos, investigarlo… o algo. Pero no se podía quedar de brazos cruzados, no. Tenía que hacer algo, y rápido. ¿Pero qué? Empezaría por ir montaña arriba, que es posiblemente el recorrido que ellos tomaron.

El calor era cada vez más intenso, además, no había nada de viento, y eso lo hacía menos soportable. Se quitó el anorak y como no quería cargar con él, lo dejo posado en una roca:
-Luego vuelvo por ti, ni te muevas.

Prosiguió su camino, solo que, al cabo de un rato, éste se partía en dos, y había que echarlo a suerte; izquierda o derecha. Como no tenía una moneda, cogió una hoja. Si caía bocabajo, izquierda, sino, derecha. La lanzó muy alto, y cuando estaba casi a ras de suelo, con la parte de arriba mirando al cielo, una breve pero potente brisa pasó, la cual hizo mover la hoja al caer.
– Izquierda. Pues nada, la hoja lo ha dicho. Habrá que hacerla caso.

Después de una media hora andando, se sintió algo cansada, y fue a una roca para sentarse. Pero lo que se encontró allí no la hizo gracia, en absoluto; la encolerizó. Posada en la roca estaba su anorak. Había dado un círculo desde que el camino se dividía en dos.
-¡Maldita hoja! Solo he perdido el tiempo en todo este rato. Solo me podría pasar a mí, claro… Bueno, me tendré que resignar y seguir andando, antes de que me den las doce de la noche. Ya me veo teniéndome que guiar por la osa mayor, o por Júpiter…

Prosiguió su camino, esta vez decidiendo no dejándose guiar por la suerte, y poniendo marcas que señalaran el camino recorrido. Para ello recogió unas cuantas bellotas que había allí tiradas, y se las guardó en el bolsillo derecho de su camisa. Al cabo de unos pocos metros, encontró un hoyo algo profundo y amplio, recubierto de hojas secas caídas de un gran manzano con frutos que había frente a él. Un pequeño círculo de setas estaba situado en medio. Elena había visto en una película que los círculos de setas son mágicos, eran el hogar de las hadas, y si se dañaban, los trols y las hadas malas te cogerían y te mandarían un hechizo, o te lanzarían un mal de ojo. Se echó a reír, ¿Quién se inventaría eso? Mira que pensar que las setas tienen poder…y los hongos qué, te hacen más pequeño» Esto le recordó que tenía mucha hambre, con tantas emociones no había comido nada en mucho tiempo, y su estómago hacía ruidos extraños.
-A lo mejor llego a una de esas manzanas… no… tendré que acercarme más…

Se estiró lo más que pudo, pero no llegaba bien. Adelantó unos pasos, poniéndose así dentro de las setas. Eso hizo que se parara. Estaba dentro. No es que se lo creyera, pero no quería tender a la suerte con ese asunto. Por si acaso mejor se iba, no fuera a ser que pasara algo raro, ya había tenido suficientes rarezas por el momento. Pero cuando ya tenía el pie izquierdo fuera, algo la hizo retroceder y la dejó encerrada en el círculo. Golpeó, dio patadas, pero esa especie de capa protectora invisible no se rompía, y Elena comenzó a impacientarse. Pero como… ¿podría salir de allí? Alguna marca… algún sitio donde tocar… se puso a revisar seta por seta, hierba por hierba, sin encontrar nada. Desanimada, una lágrima cayó en su mejilla. Ahora sabía lo que sentía Alicia en el país de las maravillas. Se sentó. Esperaría a que pasase alguien o a que los «gnomos» fueran a buscarla. En ese momento, sintió un aire que la envolvía, como un tornado, y en menos de un abrir cerrar de ojos, divisó a lo lejos a una persona. Sin pensárselo, echó a correr como nunca lo había hecho. Ni hacía caso a sus piernas que empezaban a dolerla. Ahí estaba, Raquel. Y Juan. Y Endika. Y Cristina. Y Alba. Y David. Y todos los demás, junto con la señorita Asunción.

No se lo podía creer. Estaban vivos y, sobretodo los había encontrado. Pero, antes de que pudieran explicarla nada, una espesa niebla les cubrió por completo, dejándoles ciegos y dando pasos en falso. Intentaron agarrarse unos a otros pero era difícil. Elena sujetó a Juan, ya que éste casi cae en una pequeña fosa recubierta de hojas. Oyeron risas que se iban cambiando de lugar, y unas luces iluminaban momentáneamente el paisaje. Algunos de sus amigos ya no estaban, pero no sabía si habrían salido corriendo. Lo que sabía es que tenían que salir de allí. Hicieron unos cuantos una cadeneta y Elena, que marcaba el rumbo, los dirigió a una cueva a pocos pasos de ahí. Entraron. Pudieron ver mejor, la niebla se había disipado un poco y encendieron unos mecheros, con los que quemaron hojas de papel enrollado haciendo de vela. Cuando se disponían a entrar dentro a explorarla, algo les hizo cambiar de opinión. Unas risas aún más fuertes a las de antes ni una ráfaga de viento les cejó, unas siluetas visibles por el polvo de tierra levantado iban en su dirección, y cada vez a mayor velocidad. ¿Adónde podían ir?
-Creo que lo mejor será…¡salir corriendo! -dijo Alba, echando a correr rápidamente.

«Los seres» seguían persiguiéndoles, y todos gritaban desesperados, como para que alguien les oyese. En un momento, todos se habían separado. Elena giró la cabeza a un lado y a otro Estaba sola, otra vez. Se paró. Ya no había niebla, si siluetas riendo y volando. ¿Pero, qué demonios estaba pasando? Esto empezaba a molestarla, en un segundo perdió el contacto con la gente, que posiblemente, estaba bastante lejos y a salvo. Oyó de repente un grito. Un último y ahogado grito. Se dio la vuelta bruscamente.

Sus sábanas estaban muy revueltas, y la almohada tirada en el suelo. Miró el reloj. Las 2:45. Estaba sudorosa y con la cara muy caliente. Se levanto rápidamente, algo angustiada, sin saber muy bien por qué. Había estado durmiendo un buen rato, y le dolía un poco la tripa. Se frotó los ojos, y se levantó para mirarse al espejo. Entonces… ¿todo ha sido un sueño? ¡No habían desaparecido! Todavía sido un sueño, una broma pesada producida por su subconsciente y que, a su parecer, una de sus peores pesadillas. Ella lo encontraba muy real, ni siquiera sabía exactamente desde cuando se había quedado dormida. Se dirigió al salón y se acomodó en su sillón, mientras encendía la televisión.

Ese día si que se había levantado tarde. Su madre posiblemente la había dejado dormir para que pudiera descansar. ¡Pues menudo descanso! Pero bueno, ya estaba más tranquila. Ya no daban dibujos en ningún canal, así es que cogió el periódico para hacer los crucigramas, era lo que más la gustaba. Pero en primera página no salía Aznar, con algún nuevo acto, o el presidente Bush vestido de «militar». Sus ojos engrandecieron y se fijaron atentos al televisor:

«Seguimos sin saber nada del extraño suceso producido hay por la mañana, en el monte de Villardeciervos. Los guardas no han encontrado ninguna pista que pueda dar alguna señal de ellos. Las gentes del lugar aseguran que no han visto pasar a ningún grupo mientras llevaban a sus rebaños a pastar.
-En estas zonas altas siempre ha habido sucesos así… Posiblemente se hayan perdido y no puedan encontrar el camino, ya aparecerán en otro valle cercano.- comentaba un aldeano.
-Yo creo que ha sido obra de las brujas de la montaña. O de los espíritus que la habitan, todos saben que aquí los hay, y deben tener mucho cuidado.- aseguraba una anciana.
-Eso es mentira, y lo sabes. Son cuentos inventados para entretener a los chiquillos – contestaba indignado – que nos contaban de pequeños.
-Di lo que quieras, pero caminantes aseguran haber visto espíritus extraños, y risas siguiendo sus pasos. Todo puede ser posible, y más en estos páramos alejados de la mano de Dios.- decía la anciana al aldeano y alejándose de ellos.

Un sudor frío le recorrió la frente. ¿Brujas, risas, espíritus? Todo eso le sonaba familiar, pero no podía ser cierto. Había sido un sueño… no había pasado… quizás esto también era un sueño. «No, desengáñate, sabes perfectamente que es real.» En ese momento, la cabeza le daba vueltas, y tenía una rara sensación. Había perdido el sentido del tiempo, y se le hacía todo muy extraño, demasiado extraño.

Algo le hizo volver en si, se había colado por debajo del sofá un pequeño objeto. Alargó la mano, pero no llegaba. Un montoncito de bellotas se deslizaron por su camisa de pijama, se le habían caído del bolsillo derecho. «No puede ser cierto… no puede ser cierto…» ¿O sí?

EL REFUGIO DE LOS BANDOLEROS
Por Daniel Rubio

Eran ya casi las siete y media de la tarde y aun seguíamos sin saber donde estábamos, no había rastro alguno del ser humano en aquellos montes cubiertos de urces, que solamente dejaban una estrecha senda entre ellas, seguramente formada por el paso de los animales salvajes, y por la cual caminábamos nosotros, cada vez más nerviosos. Habíamos dejado el Centro Medioambiental de Villardeciervos hacía ya más de tres horas.

Yo formaba parte de un grupo de cinco personas, que realizaba una actividad organizada por los monitores, llamada «la gymkhana». Debíamos buscar unos pedazos de papel, colocados en un lugar concreto del monte, por los instructores del centro y en los cuales se nos indicaba la localización de la siguiente pista. Mi grupo y yo habíamos logrado encontrar cinco de estos folios, pero nos había sido imposible dar con el sexto. Habíamos dedicado las últimas tres horas a buscar este folio, sin embargo, ahora estábamos decididos a desistir, ya que ninguno de nosotros sabía donde estábamos, ni siquiera en que dirección caminábamos. En ese momento sólo nos importaba encontrar el camino de vuelta al Centro o al menos algún vestigio de vida humana.

El camino que seguíamos era realmente tortuoso y difícil de continuar, supuestamente debíamos de seguir el curso del río, pero hacía tiempo que lo habíamos perdido. Pese a que nuestros pies ya estaban algo doloridos, de caminar cada vez más rápido; continuamos andando y andando, hasta llegar al punto en el que el sendero que seguíamos desapareció repentinamente, tras una curva. No volvimos atrás, porque según la brújula que llevábamos el pueblo quedaba a nuestro frente, no obstante, ninguno de nosotros estaba muy seguro de cómo utilizar este artilugio. De modo que seguimos caminando, abriéndonos paso como podíamos entre la maleza. Al cabo de algo menos de media hora, todos nos percatamos al tiempo y comenzamos a preocuparnos de algo que antes ni tan siquiera habíamos pensado: la noche y el frío que esta conlleva. Nuestras manos empezaban a estar ateridas, al igual que nuestros pies, nuestras caras y, en menos de lo que nunca hubiéramos imaginado, todo nuestro cuerpo estaba totalmente aturdido y terriblemente dolorido.

Después de seguir largo rato caminando, la helada había comenzado a caer y nosotros habíamos dejado de sentir todo nuestro cuerpo, como si estuviéramos dentro de un muñeco de goma, que no siente, pero que apenas puede andar. Además sin darnos cuenta de ello la noche se había tragado el monte y las nubes cubrían la luna, impidiéndonos ver prácticamente nada.

Alguno de nosotros tuvo la idea de agruparnos, los unos junto a los otros, para perder el mínimo calor corporal. Y así lo hicimos, todos juntos, como una piña, caminábamos ahora cada vez más lentos, mientras que los matorrales nos atacaban, haciendo heridas en nuestra piel, que aunque muy superficiales, aliadas con el frío eran como cuchillos en el corazón.

Ya habíamos dejado atrás la montaña y ante nosotros se extendía una inmensa llanura, sin luces, ni ningún rastro humano aparente. Parecía que ya todo estaba perdido, que ya era imposible que pudiéramos regresar. Sin embargo aun había algo de esperanza en nosotros, mantenida quizás por el compañerismo y la amistad, que todavía quedaba en el grupo. Y esta esperanza, fue la que hizo que no dejáramos de caminar y que tras un montículo, en plena llanura, escondida entre la vegetación, halláramos una pequeña construcción de piedra y madera. Parecía deshabitada desde mucho tiempo atrás, no obstante, estaba en buen estado y pensamos que era un refugio de pastores que nos iba a salvar la vida. Al acercarnos más vimos que había restos de una vieja tapia, ahora caída, alrededor de la casa. Sin pensarlo dos veces empujamos la puerta, pero esta no se habría. En la oscuridad de la noche, palpamos todo alrededor de la puerta de madera, buscando un cerrojo o una cerradura, pero sólo había telarañas.

Entre todos, chocando contra ella, conseguimos abrirla. Era la mugre que la cubría, lo que nos  impedía abrirla, eso demostraba que no se había abierto en muchos, muchos años. Una vez dentro, no pudimos ver nada, buscamos a ciegas una linterna o un mechero que nos pudiera alumbrar, pero no encontramos más que una vieja lámpara de aceite y unas cerillas. De todas maneras, esto fue suficiente para dar luz. Sólo había una habitación en la cabaña y comparado con la noche en el monte, era bastante acogedora.

El farol no era capaz de alumbrar a toda la habitación, lo primero que vimos fue una cama litera, con una pequeña mesa junto a ella en la que había estado posada la lámpara. Las camas estaban deshechas y todo estaba cubierto por el polvo que había dejado el paso de muchas décadas y seguramente de algunos siglos. También había una pequeña chimenea, cerca de la cama, y una cocina al otro lado de la habitación. Nos sorprendió ver que las ventanas eran muy pequeñas, apenas tenían un palmo de grandes y el lugar de cristal, había una tabla de madera gruesa. Lo primero que hicimos fue encender la lumbre, con ayuda de las cerillas y de un atado de leña, que encontramos bajo la cama. Todos nos sentamos entonces al calor de la chimenea, lo cual era realmente placentero, después del frío que habíamos pasado. Ahora todo el conjunto de la habitación estaba iluminado, con una luz lúgubre y tenue.

En una esquina de la habitación, en la que antes no habíamos reparado, pudimos ver un armario. Me levante, movido por la curiosidad de que guardaría en su interior. Tomé el agarrador en mi mano y tiré, pero la puerta no se abrió, tiré otra vez, más enérgicamente, pero no lo conseguí. Entonces, no sé muy bien por qué, eché un vistazo a mí alrededor y en una piedra saliente de la pared distinguí una llave oxidada, la cogí y la introduje en la cerradura del viejo armario. La giré y la puerta se abrió, dejándome ver un montón de ropas y trapos antiguos, que aparté a un lado. Mi sorpresa fue notar una barra de metal fría en mi brazo, tiré de ella y tuve entre mis manos una antigua carabina, como las que nos habían explicado que usaban los bandidos, que traficaban con productos entre Castilla y Portugal. Pero al seguir retirando los trapos, ya comidos por la polilla, mis compañeros y yo, hallamos un arsenal completo de armas, pólvora y demás munición.

Rastreamos toda la casa y en un cajón hallamos un diario, que nos explicó el asunto. Sus hojas eran de un color amarillento muy oscuro, casi ocre y sus tapas eran de cuero, lo abrimos delicadamente y comenzamos a leer, todos juntos agrupados en un círculo y muy atentos a lo que se decía. Al parecer, la construcción era el refugio de un grupo de bandoleros, que asaltaba las caravanas de comercio y que estaba muy buscado por la policía de la época o los carabineros.

En aquella casa había habido más de un tiroteo, de ahí el tamaño de las ventanas, que ayudaba a disparar de dentro hacia fuera y dificultaba el proceso contrario. De estas luchas siempre habían salido victoriosos los asaltadores, aunque, en las últimas páginas se hablaba de la muerte del líder, a causa de una herida de bala, recibida durante el atraco a una caravana que transportaba oro de las Indias.

El diario estaba escrito por uno de los integrantes de la banda y en la última página hablaba del plan del asalto a una caravana, escoltada por los carabineros. De ahí en adelante las páginas estaban en blanco, así que supusimos que habían sido capturados en ese golpe.

Este hallazgo nos había sorprendido verdaderamente. Nos parecía increíble que nadie hubiera entrado en esa casa desde hacía quizás150 o 200 años, estábamos ciertamente nerviosos. Tanto es así que aquella noche ninguno de nosotros durmió.

Muy difícilmente, entre la débil luz, intentábamos encontrar algún rastro más de aquellos fantásticos bandoleros, que nos entusiasmaban de tal manera. Abrimos cada puerta, cada cajón; miramos en cada rincón y entre cada grieta de aquella habitación.

Al cabo de largo tiempo, ya no pensábamos dar con ningún otro secreto, cuando uno de nosotros encontró algo. Algunos de los tablones del suelo de madera se movían. Entre todos los conseguimos echar a un lado, dejando a la vista un pequeño túnel subterráneo. Al principio lo miramos con miedo, no nos atrevíamos a asomarnos; pero nuestra curiosidad era más grande que nuestro temor. Con el farol por delante, los cinco comenzamos a descender lentamente y agachados. No se podía ver el final del pasadizo, sin embargo, sabíamos que algo espectacular íbamos a encontrar allí. Cada vez bajábamos más abajo, por unas escaleras mal adoquinadas y unas paredes de roca, sostenidas por vigas de madera, como las de una mina. No tardamos en llegar al término de las escaleras, ante nuestros ojos, y con ayuda de la vaga luz de la lámpara, pudimos distinguir una habitación bastante grande, llena de polvo y telarañas y con un suelo empedrado y paredes entabladas de madera.

No parecía haber nada extraño en aquella cripta, hasta que comenzamos a ver cajas de dinamita, ya húmeda por el paso del tiempo bajo tierra, estantes con trabucos y fusiles, mapas y demás documentos, en fin, un verdadero escondite de bandidos. Toda la cámara estaba llena de este tipo de objetos, no había otra cosa. Tan sólo al final de la misma vimos una diminuta puerta de madera, reforzada con oxidados barrotes de hierro; que intentamos abrir, pero por más que lo intentamos nos resultó imposible. Tampoco pudimos encontrar ninguna llave. Algo grande había tras la puerta y lo sabíamos, por eso queríamos abrirla. Tan grande era nuestra curiosidad, que uno de mis compañeros tuvo la idea de colocar un cartucho de dinamita junto a la puerta, para hacerla reventar. Con ayuda de una ganzúa que descubrimos, forzamos y desempaquetamos una de las cajas de madera con dinamita. En su interior había moho y humedad, que cubría los cartuchos de dinamita, ya preparados y envueltos en trapos para su conservación. Pese a ello aún estaban húmedos. Yo tomé uno y lo situé delante de la puerta bloqueada. Con el candil que llevábamos prendimos fuego a la mecha y corrimos cuanto pudimos al otro lado de la cripta.

De pronto en el silencio, que sólo se veía roto por nuestros murmullos, estalló un tremendo ruido. Tardamos unos minutos en atrevernos a acercarnos, ahora, no solo era la oscuridad la que nos dificultaba la visión, sino también el humo. Al llegar a la pequeña puerta de madera, nos encontramos con que aún resistía la estructura metálica y algunos pedazos de madera quemada, todavía incandescente, adheridos al hierro. A causa del humo, no se veía al otro lado de la reja y tampoco podíamos pasar. Nos sentíamos verdaderamente decepcionados, por eso uno de nosotros comenzó a dar patadas a los pedazos de metal, para desahogar su furia. Ante la admiración de todos estos restos comenzaron a desprenderse e ir cayendo al suelo, hasta dejar un hueco por el que pudimos cruzar a la otra cámara.

Apenas veíamos nada y tuvimos que esperar largo tiempo, para que se disipara el humo y poder reconocer donde estábamos. Aquí no había armas ni municiones, pero había unos enormes cofres, cerrados con llave. Contamos cuatro de estas arcas de madera, reforzadas con bandas de metal oscuro. Al fondo de la estrecha habitación distinguimos otra arca, esta vez alargada y sólo de madera, sin ningún refuerzo, como los de las anteriores, ni ninguna cerradura, estaba abierta. Una de mis compañeros se acercó corriendo a abrirla, levantó la tapa con cuidado, llegando a nuestros oídos el chirrido de las bisagras de la caja. De pronto mi camarada dio un grito, que nos hizo estremecer a todos. Tardo un poco en recuperarse y podernos decir algo, entre sollozos y tartamudeando logró decir: «Un cadáver… la caja es un ataúd». Aunque no nos atrevíamos a reconocerlo, todos nosotros estábamos terriblemente asustados.

Una vez se hubo restablecido el orden y la tranquilidad, yo me decidí a abrir de nuevo el ataúd. Alcé la cubierta, con el consiguiente chirrido y dentro pude ver un montón de amarillentos huesos, ya sin piel, en su colocación natural, vestidos con un traje antiguo y un pañuelo que cubría parte del agrietado cráneo. Un cinturón de cuero, con hebilla dorada, rodeaba su esquelética cadera y de él pendían un trabuco y unas roñosas llaves. Sin lugar a dudas, aquellos eran los restos del temido jefe de la banda, del que se hablaba en el diario. Le miré impresionado, con algo de temor. Introduje mi mano en la caja, intentando alcanzar las llaves, pero inmediatamente la retiré, movido por un miedo tremendo. Estaba seguro de que aquellas eran las llaves de los otros cuatro cofres y estaba dispuesto a conseguirlas. En un repentino arrebato de valor metí mi mano en el arca y, casi sin tener tiempo a pensarlo, agarré las llaves y saqué el brazo, todo en un abrir y cerrar de ojos.

Eché una última ojeada al esqueleto del que había sido el forajido más buscado de la zona y cerré de un golpe la tapa del arcón. Entonces mis compañeros y yo nos dispusimos a abrir los cofres. Intentamos introducir una de las llaves en la cerradura de uno de ellos, pero no entró, probamos con otra y tampoco. Mis manos temblaban, tanto por el frío como por la emoción, cuando por fin una de las llaves encajó, con mucha dificulta logré girarla y escuché un clic. La tapa era muy pesada, pero conseguí levantarla. Alrededor de mí estaban todos mis camaradas, observando cuidadosamente cada uno de mis movimientos. Dentro del baúl había un trapo, que me apresuré a retirar. Y bajo este hallé un montón de bolsas de tela. Tomé una en mis manos y retiré el cordón que las cerraba, miré dentro y una sonrisa se dibujó en mi rostro. «Oro», grité, «oro, oro» y comencé a reír.

Había unas treinta o cincuenta bolsas, cada una con más de veinte monedas de oro y plata en su interior. De este modo fuimos abriendo uno por uno todos los cofres, todos llenos de monedas o joyas. Todos nosotros estábamos realmente sorprendidos y, por otro lado, contentos y emocionados. Era magnífico, kilos y kilos de oro y plata se esparcían a nuestro alrededor. Estuvimos largo tiempo admirando nuestro hallazgo, ¿una hora?, ¿dos?, quizás más, quien sabe. Al cabo de este tiempo decidimos que debíamos descansar. De nuevo atravesamos el pasadizo, hasta llegar a la casa, nos echamos unos en la cama y otros en el suelo y dormimos.

No sé que sucedió a partir de aquí. Sólo sé que me desperté en una de las camas del albergue de Villardeciervos, al oír sonar música por la mañana. Nadie de los que habían estado conmigo durante mi aventura se acordaba de nada, ¿por qué? ¿Cómo había llegado yo hasta el Centro Medioambiental? ¿Acaso había sido un sueño? No sé, pero cuando me levanté eché la mano al bolsillo de mis vaqueros y saqué una moneda de oro.

Aquella misma tarde vino al Centro don Argimiro Crespo, un señor mayor, que había sido arriero y comerciante en su juventud y que ahora nos contaba historias y romances. Entre ellas nos narró una leyenda sobre un tesoro secreto, oculto en un lugar desconocido de las montañas, por bandoleros gallegos, que faenaban en la Sierra de Carvalleda. Este tesoro estaba supuestamente protegido por el fantasma del jefe de la banda. Aquello me dio que pensar.

 

LOS CIERVOS SAGRADOS
Por Irene Torcida

La estancia en Villardeciervos estaba resultando muy agradable. No cesábamos de aprender cosas nuevas y de pasarlo bien. Constantemente realizábamos excursiones por los alrededores, que tenían una vegetación muy hermosa. Pero para Lucía todo estaba siendo muy distinto.

Cuando llegó por primera vez a ese lugar el aire le olía distinto al olor habitual del campo, y los sonidos parecían querer decirle algo; no era el conocido murmullo de sus compañeros. Jamás se había adentrado tanto en un bosque, ni había caminado durante tanto tiempo a través de senderos, y todo esto era una sensación nueva para ella.

Aquel día el monitor que les guiaba les mandó detenerse junto a un luminoso arroyo. Les explicó que debían sentarse cerca de ese lugar, escuchar el sonido de las aguas, el canto de los pájaros, sentir la luz de sol, y de esta manera conseguirían transportarse al lugar donde habita la imaginación, sentir con todo lo que veían, y escribir una historia sobre ese arroyo.

Fue entonces cuando Lucía fijó su atención en las verdosas aguas del arroyo e intentó pensar en algún hecho que en éste pudiera acontecer. No pudo. Pero había algo mágico en el fondo de las aguas. Todo cuanto la rodeaba en ese instante desapareció, tanto sus compañeros como su incesante parloteo, y lo único que podía sentir era la fuerza que la Naturaleza le transmitía. Tuvo la sensación de que en el arroyo había algo sobrenatural.

Cuando los demás se pusieron en pie para proseguir su camino, ella aún estaba allí, con sus ojos fijos en el tranquilo movimiento de las aguas del arroyo. Pasó inadvertida para los demás y se quedó sola en aquel paraje.

De pequeña había leído mucho cuentos de hadas, y algo en su interior le indicaba podía ser un escenario de acontecimientos fantásticos.

Lucía no sentía miedo por estar allí sola, y se aproximó al arroyo. Introdujo sus manos en el agua, y resultó que estaba caliente y además olía suavemente a menta. Intentó alcanzar unos hermosos nenúfares de color blanco, cuando resbaló y cayó al agua. La profundidad era grande, e intentó subir a la superficie, pero a pesar de sus esfuerzos había una fuerza en el agua que la arrastraba hacia el fondo. El miedo se apoderó de ella, y cuando estaban a punto de faltarle las fuerzas, unas ninfas la cogieron por las piernas y brazos. Todo su miedo desapareció de repente y apareció ante sus ojos un espectáculo increíble.

Las ninfas eran jovencitas delgadas, con largos brazos y piernas, melenas onduladas, piel morena y rostros alegres y de expresión vivaz, que las hacía parecer casi perfectas. La armonía con la que nadaban aumentaba la belleza de esta asombrosa aparición.

Condujeron a Lucía bajo el agua durante un tiempo que sería incapaz de precisar, hasta que en algún momento el frío exterior y la luz del día la hicieron notar que había regresado a la superficie.

Las ninfas la depositaron suavemente en la orilla del otro arroyo distinto que se encontraba en medio de un frondoso bosque de árboles altísimos, cuyas hojas caídas, formaban una alfombra blanda y crujiente de color amarillento. Cuando Lucía miró a su alrededor tratando de orientarse, vio ante sí a una anciana bajita, casi diminuta, que tenía el pelo azul y una piel blanquísima. Tenía una mirada luminosa y penetrante que iluminaba sus pequeños ojos verdes. Sus labios eran finos y rosados y su nariz respingona. La mujer estaba cubierta por un largo manto rosa. Lucía se quedó mirándola un largo rato. No supo qué decir, cuando la anciana comenzó a hablarle:

-Hola pequeña. Soy elhada madre de los bosques de Villardeciervos.
-Hola -contestó Lucía- ¿puede usted decirme cómo he llegado hasta aquí? Hace un momento estaba junto a mis compañeros y de repente todos han desaparecido, y yo no sé dónde estoy.
-No te preocupes, soy yo quien ha mandado que te traigan hasta aquí. Estás en el bosque oculto del arroyo. A este lugar sólo se puede acceder tras sumergirse en el pozo verde al que caíste, Y sólo las ninfas pueden guiarte hasta aquí. Así que puedes considerarte una afortunada. Por cierto ¿cuál es tu nombre?
-Me llamó Lucía, señora. Pero, estoy muy confusa. Creo que esto tiene que ser un sueño.
-No lo es -contestó el hada- Te he hecho llamar porque necesito tu ayuda.
-¿Mi ayuda? -Contestó Lucía extrañada- ¿Para qué?
-Porque ha ocurrido algo espantoso, preciosa niña. Pero, ven conmigo a mi castillo y te lo contaré con detalle. Debes tener hambre y necesitas secarte. Podrás descansar y después hablaremos.

De nuevo aparecieron las ninfas ataviadas con vestidos de plumas de diversos colores, y condujeron a Lucía hasta un castillo situado en la cima de una de las montañas de la Sierra de La Culebra. En el camino que les condujo al castillo había unos ciervos blancos que eran, según le contaron las ninfas, los ciervos sagrados de Villardeciervos. Sólo las criaturas del bosque podían comunicarse con ellos. Eran los sabios del lugar, y aconsejaban a todas las criaturas cuando tenían dudas sobre como responder antes los actos de los humanos. Y también se ocupaban de proteger el lugar, bajo la dirección del hada madre.

A Lucía le parecía increíble que un ciervo pudiera pensar y dar consejos a los demás animales, pues hasta ese momento creía que sólo los humanos podían razonar y comunicarse entre sí, pero las ninfas le explicaron que se trataba de ciervos sagrados que poseían la virtud de contener en sus cornamentas la sabia de los más antiguos árboles del bosque, lo que les proporcionaba un poder que iba más allá de cualquier cosa conocida. Eso les permitía tener el conocimiento de todas las cosas que habían pasado delante de los árboles durante cientos de años.

Lucía se quedó atónita, y se sentía cada vez más intensamente atraída por esta inimaginable situación que nunca pensó que podría darse en la Naturaleza, y que ahora estaba viviendo.

Los ciervos eran nueve, y se unieron al grupo que se dirigía al castillo. Éste estaba construido de cuarzo blanco, mineral muy abundante en los alrededores de Villardeciervos. El cuarzo estaba tallado formando figuras triangulares, y con la luz del sol brillaba como si del mayor brillante se tratara. Acentuaba su belleza un conjunto de lechuzas blancas con ojos azules, que se encontraban en actitud perspicaz, posadas en los salientes del castillo. Fueron ellas quienes recibieron al grupo, y se encargaron de abrir paso a los recién llegados, apartando los cortinajes que servían de puerta. En el interior del castillo les esperaban unas hadas que se encargaron de conducir a sus aposentos, donde la llevaron una sopa caliente de castañas y la encendieron un fuero donde pudo secar sus ropas.

Lucía dejó a un lado sus preocupaciones, y tras tomar la sopa se acostó en la cama y se quedó contemplando el paisaje a través de la ventana. La oscuridad era total, y cuando comenzaba de nuevo a preocuparse apareció un hada diminuta que dijo llamarse Hilda, y que la enviaba el gran Hada para explicarle cual era la ayuda que necesitaban.

Hilda acarició su mejilla y le dijo que no pensara que iba a correr ningún peligro, y que aquello era temporal, y que se habían visto en la necesidad de pedir ayuda a un ser humano que pudiera tener acceso a las habitaciones del Albergue Juvenil de Villardeciervos.

-Yo no estoy autorizada a acceder a todas las estancias del albergue -dijo Lucía-
-Eso es lo menos importante -dijo Hilda, sonriendo para tranquilizarla- Deberás colarte, no será tan complicado.
-¿Cuál es mi misión Hilda? -dijo Lucía intrigada-.
-Somos víctimas de un grave problema – y comenzó a relatar la historia-.

Hilda, le explicó que no todo en el bosque era paz y armonía. La maldad del terrible Trol siempre les había acechado, pero ahora, más que nunca, podía causar daños irreparables tanto a los habitantes del bosque como a los humanos. El plan del Trol era hacer beber a uno de los monitores una pócima compuesta por el jugo de una clase de seta que provoca que el humano pierda el control sobre su mente y actúe bajo las órdenes del Trol.

-¡Eso es espantoso! -Exclamó Lucía, espantada- pero, ¿qué pretende el Trol que haga el monitor?
-Ahí está el problema. Pretende que el monitor vierta en las aguas de nuestro adorable y querido lago de Sanabria, el veneno de la Gran Seta Maligna que durante años ha estado acumulando, pero ese veneno sólo puede causar sus efectos si lo vierte un humano, y la conjunción de planetas en el cielo, es la adecuada, y eso sólo sucede una vez cada cien años, y mañana será el día.
-¿Y qué efectos produciría ese vertido? -preguntó Lucía asustada-.
-Las aguas enloquecerían, comenzarían a surgir tempestuosas corrientes del apacible lago, y las olas cobrarían vida propia, e irían arrasando todo lo que encontrasen a su paso, hasta aniquilar toda vida en los alrededores.
-Eso es horrible -exclamó Lucía cubriéndose el rostro con las manos- Haré lo que pueda por evitarlo, Hilda. ¿Qué debo hacer exactamente?

Hilda resplandeció de felicidad al ver los buenos sentimientos de la niña, pues eso era muy importante para ella. Pensó que el Hada Madre había hecho una buena elección.

-Deberás dejarte llevar de tu intuición -explicó Hilda- Ahora te dormirás y cuando despiertes estarás en tu cama del albergue de Villardeciervos, eso será sobre la media noche. Te acompañará Mirly, una pequeña hada con forma de mariposa, a la que sólo tú podrás ver y que te será de gran ayuda. Todo lo que ocurra después dependerá de ti misma, de tu astucia e inteligencia.
Lo intentaré con todas mis fuerzas -dijo Lucía-

En ese momento Hilda miró fijamente a Lucía, y ésta sintió una fuerza inexplicable en su interior.

Lucía siguiendo las instrucciones del hada, se quedó dormida, y al despertar todo era oscuridad y silencio en el albergue. Era medianoche, y en su habitación las chicas dormían después de un día de actividad agotadora.

De repente notó una brillante luz azul que se situó junto a su cara: era Mirly, el hada mariposa. Lucía se levantó de la cama. El suelo estaba frío y notó que estaba tiritando, pero no sabía si era de frío o de miedo. Se acercó poco a poco, sin hacer ruido, hasta el cuarto de los monitores. En ese momento vio salir de esa habitación una criatura enana y de pies grandes que alejó corriendo por la escalera.

Mirly se acercó a su oído y le dijo:

-¡Ese es el malvado Trol, y debe de haber envenenado ya al monitor!

Lucía abrió la puerta de la habitación y rápidamente supo qué monitor había sido envenenado. Sobre su cuerpo resplandecían unas luces verdosas que indicaban que la pócima estaba haciendo efecto en él.

Mirly le avisó que la única forma de interrumpir el proceso sin riesgo para la vida del monitor, era llevarle al castillo. Lucía dijo a Mirly que avisase a los ciervos sagrados para que viniesen a ayudarla, y en pocos minutos llegaron y transportaron al monitor, a Lucía y a la pequeña Mirly hasta el castillo de cuarzo, en la Sierra de la Culebra. Las lechuzas se encargaron de preparar una pócima que contrarrestase los efectos del veneno, y de administrárselo con rapidez. La recuperación fue rápida, y sin llegar a despertar y sin darse cuenta de nada, fue devuelto a su habitación en el albergue sano y salvo.

Lucía había cumplido con su misión, y tanto el Hada Madre, como las demás hadas, ninfas, ciervos sagrados, lechuzas blancas y demás animales del bosque le agradecieron entusiasmados su ayuda, porque el malvado Trol tardaría cien años en poder intentarlo de nuevo.

Entonces el Hada Madre, se aproximó a Lucía y la colgó del cuello un precioso colgante de cuarzo blanco con forma de cabeza de ciervo, y le dijo así:

-Escucha Lucía, sentimos mucho tener que separarnos de ti, pero tienes que volver con los tuyos. Ahora las ninfas te conducirán de nuevo al arroyo en el que caíste, y no podrás recordar nada de lo sucedido, pero siempre habrá una lucecita en tu interior que te incite a creer en lo que va más allá de la realidad humana, y eso, es el mejor don que pueda tener cualquier persona, porque no te limitaras a pensar sólo en lo que hay a tu alrededor. La fantasía es un mundo al que sólo tienen acceso unos pocos elegidos.
Y Lucía, después de mirarles por última vez, se sumergió en el arroyo. 

Trabajo original