Esta mañana me levanté y, al mirarme al espejo, vi horrorizado que tenía la cara de mi suegra.

Me dejé caer sobre la taza, agobiado, sin atreverme a volver a mirar y con un vago sentimiento de culpa por haberla querido matar la noche anterior durante su cena de cumpleaños. Cuando logré sobreponerme lo suficiente como para levantarme y enfrentar de nuevo el espejo, vi que la cara de mi suegra seguía ahí, sobre mis hombros. Perplejo, me arrastré como un zombi hasta el salón y me derrumbé en el sofá incapaz de hallar una explicación, pero sí el mando de la tele. La puse para tratar de distraer el caos mental que se me estaba fraguando en la cabeza. Mi mujer… ¿qué va a pensar? ¿y los niños?

Afortunadamente se había ido temprano para llevar a los niños al colegio, así que aún disponía de algún tiempo para salir de esta pesadilla. Me concentré en las imágenes de la tele. Emitían un reportaje sobre la gente de Nueva York un mes después de los atentados del 11-S, pero aquello parecía un carnaval absurdo. Allá donde enfocaba la cámara no se veía más que gente con la cara de Bin Laden. Casi todos, bomberos, policías, taxistas, vendedores de perritos calientes… todos tenían la misma cara que el saudí.
Y no eran caretas, sino la auténtica jeta del talibán más buscado. Aquello era demasiado para mi equilibrio mental. El tiempo que duró el reportaje estuve clavado en el sofá de relacionar ambas alucinaciones, la del espejo y la del televisor. De repente, vi claramente el punto en común. No podía haber otra explicación, a la gente se nos estaba poniendo la cara de aquel a quien queríamos matar.

Me vestí y salí de casa en busca de un psiquiatra. En la escalera me crucé con la vecina del 4º B, su inconfundible personalidad iba dos palmos por delante de ella pero, al llegar a su altura, lucía la cara del vicioso vecino del 5º B, que le roba los sujetadores del tendedero. Ya en la calle, y contra mi costumbre, cogí un taxi. «¿A dónde va, señora?«. Evidentemente, yo seguía teniendo la cara de mi suegra, pero no duró mucho. Tres calles después, el taxi se metió por donde no debía para hacerme la jugada del atasco y se me puso cara del taxista, con bigote y palillo incluido. El taxista se volvió para lamentarse de lo mal que está el tráfico y me vio con su misma cara. Por supuesto, nos chocamos contra el coche de delante y el taxista se tragó el palillo.
Me bajé y seguí a pie. Entré en un bar a tomar un café y ocurrió lo peor: hojeando la prensa di con un artículo sobre Gil. Nunca debí leerlo. Soy muy visceral y a mí este personaje me subleva. No había acabado de leer sus ultimas fechorías cuando oí cierto revuelo. El camarero y los parroquianos me miraban. Yo me miré al espejo. Horror: Gil. Llevo ya un buen rato encerrado en los lavabos del bar, fumando.

Acabo de reunir el coraje suficiente para volverme a mirar al espejo y veo que ya tengo mi cara, y no sé si ha pasado todo o si es que me quiero matar.

 

Trabajo original