‘Nunca más solos’, de Katia Jiménez Losa, alumna de 3º A, ha conseguido el primer premio de Narrativa (Nivel II) del concurso literario del IES Las Llamas de Santander.

El Sr. Otaola había terminado, con su acostumbrada normalidad, la clase de segundo. El timbre anunció la hora. Eran las diez. Bajaba, como siempre, por la escalera. Se le notaba cansado y caminaba muy despacio. Iba a la sala de profesores para calificar a los alumnos que cursaban su asignatura de Ciencias. Don Claudio, que era su nombre de pila, era una persona bastante estricta y exigente con sus alumnos, pero tenía un buen corazón y era generoso con los demás, aunque su carácter se había vuelto un poco agrio con el paso de la vida que, al menos hasta ahora, no había sido muy generosa con él. En el Instituto Garcilaso de la Vega de Avilés era una persona muy respetada por su gran inteligencia y su amplia experiencia docente, aunque había un grupo de profesores que deseaban que llegase el momento de su jubilación y hacían todo lo posible para que eso ocurriese; en cierto modo, porque suscitaba envidia.

– Buenos días -saludó Don Claudio a todos los presentes en la sala. El único que contestó fue Manuel, el jefe de estudios, que era su cómplice y amigo en el instituto.

– ¿Qué tal has pasado el fin de semana? Mis hijos han estado insistiendo en ir a Carrefour
a comprar sus regalos para Reyes y me han dejado sin un duro -dijo Manuel.

– Me gustaría tener unos nietos a los que poder regalar algo en el día de Reyes. El fin de semana lo he dedicado a corregir exámenes y a dedicarme a mis cosas.
A Claudio no le gustaba demasiado hablar de su vida privada en público, quizá porque no la consideraba interesante.

Unos minutos después comenzó la reunión y cada profesor comentó a los demás el comportamiento de los alumnos y sus calificaciones. Cuando le llegó el turno al Sr. Otaola, dijo que el nivel de su clase era bastante satisfactorio y  que la mayoría de los chicos eran buenos estudiantes. Pero en su clase de 4° de ESO había un muchacho que le inquietaba. Se llamaba Jon y se solía sentar en la última fila. Sus notas eran aceptables y hacía menos de un mes que se había incorporado al centro. Claudio ni siquiera conocía su voz, ya que apenas hablaba con nadie. Parecía como si estuviese inmerso en otro mundo y nada de su alrededor le importaba, ni siquiera el interesante estudio de la «célula eucariota». Un día, al terminar la clase, el profesor se acercó a él para hablarle un momento. Tuvo la sensación de que aquel chico estaba perdido y necesitaba su ayuda.

– ¿Qué tal te va con mi asignatura, Jon? Sabes que, si tienes dudas, debes preguntarlas cuando estemos en clase. Aunque parece no interesarte mucho -comentó Claudio.

– Su asignatura me interesa como otra cualquiera y no tengo dudas.

– Pues eso está muy bien. De todos modos, me gustaría hablar con tu padre.

– Mi padre no va a venir a hablar con usted. No necesito que se interese por mí.

– Si no me dejas otra elección, seré yo quien llame a tu padre para citarlo -dijo seriamente Claudio.

– ¿Puedo irme ya? Mis amigos me esperan.

Otaola asintió y Jon se alejó corriendo.
El profesor se quedó algo preocupado, pero luego pensó que no tenía por qué complicarse la vida. Al fin y al cabo, sólo era un adolescente.

Cuando Jon llegó a su casa, su padre y la pareja de éste estaban en plena disputa. Peleaban constantemente por banalidades; Rita, la novia de Miguel (el padre de Jon) era odiosa y no tenía ningún aprecio a los hijos de su pareja. Hace unos años, cuando la madre de Jon aún vivía, todos eran felices y se querían. Jon recordaba las fiestas navideñas que pasaba en casa de los abuelos, la Semana Santa en Sevilla…: Todo ello vivido con su madre. Pero ya hacía cuatro años de algo horrible: En un caluroso día de agosto, Mary, que así se llamaba su madre, fue a la playa a darse un chapuzón y se adentró demasiado en el agua. No pudo seguir nadando y en la playa no había socorrista. Jon y Miguel fueron a rescatarla, pero ya era demasiado tarde. Jon no podía dejar de llorar y su hermana, que entonces tenía siete años, no quería ni salir de casa. El padre tardó en asimilarlo; pero, pasados dos años, se enamoró o al menos eso parecía, de Rita. Su hijo le guarda cierto rencor por haber olvidado tan pronto a su añorada madre.

Pasaron los días y el padre acudió a la cita con Otaola. El profesor le hizo todo tipo de preguntas sobre el comportamiento de su hijo en casa, su círculo de amistades, su ambiente familiar y sobre muchas más cosas. Miguel trató de esquivarlas y contestaba de forma imprecisa. El profesor le preguntó también si el chico había sufrido algún disgusto o alguna pérdida sentimental.

– Sí, hace cuatro años que falleció su madre -dijo Miguel.
– ¿Y cómo no me lo ha dicho? Ahí esta la raíz de todos sus problemas. El chico tiene una depresión debido a esa pérdida tan fuerte. Por eso se muestra incomunicativo y huraño. Necesita ayuda, apoyo y comprensión de su parte. Ahora es cuando más lo necesita, está en un periodo muy crítico,

– ¿Y usted cómo lo sabe? Mi hijo está perfectamente y no tiene ninguna depresión. Es fuerte y lo ha superado o lo intenta, al menos.

– Miré, yo estudié Psicología. Si quiere puedo ayudarle en su recuperación. Se va a sentir mucho mejor. Pero, sobre todo, pase mucho tiempo con él. Necesita cariño.

– Mi hijo no necesita atención psicológica. Está perfectamente. Yo soy su padre y sé lo que le conviene. Lo siento, tengo que irme. Muchas gracias por su atención.

– De nada, pero piénselo. Se trata de la salud de su hijo.

A la semana siguiente Miguel llamó al centro preguntando por Otaola. Hablaron sobre la terapia y al final el padre aceptó. A Jon no parecía importarle mucho.

Don Claudio atendió a Jon en su despacho durante unas cuantas semanas y, además, sin cobrar. Al principio el chico no se mostraba receptivo, no quería hablar de nada que estuviese relacionado con su vida anterior. Pero, poco a poco, fue cogiendo confianza con D. Claudio y surgió una especie de  amistad entre los dos. Se sentían solos, pero ahora se tenían el uno al otro. Pasado ya un mes, salieron a pasear. Jon se sinceró con el profesor.

– Yo tuve la culpa de que mi madre se ahogase. Hacía poco tiempo que había aprendido a nadar y la animé para que fuese a una zona más honda. Ojalá nunca hubiese entrado al agua -dijo Jon compungido.

– No debes culparte. Lo que pasó, pasó y nadie tuvo la culpa. Pero, si de verdad quieres volver a ser feliz como lo eras de antes, debes seguir teniendo su recuerdo presente en tu memoria, mientras luchas por tu vida y sigues adelante. Eres joven, te queda mucho camino por recorrer. En cambio yo…

– ¿También te sientes solo, verdad?

– La verdad es que echo de menos lo que nunca he tenido -dijo Claudio.

– ¿Quieres decir que nunca has estado casado?

– No, y me hubiese gustado tener hijos, cuidarlos, comprar sus Reyes… Pero para qué voy a hablarte de eso. No creo que te interese mucho mi vida. Lo que sí puedo hacer es aconsejarte: Sal con tus amigos, diviértete, estudia y, sobre todo, intenta ser más amable con tu padre. Perdónale. Él te quiere.

– Lo haré. A nadie le gusta estar solo. Y en cuanto a lo de mi padre, las cosas han mejorado mucho. Ya nos hablamos y Miriam está muy contenta. La pobre no podía soportar vernos así.

– Me alegro mucho de que las cosas vayan mejorando. A veces sólo se necesita un empujoncito para salir del bache.

 

Trabajo original