Una aplastante crítica de un alumno que se siente orgulloso de no pertenecer a los telefonomovilodependientes, y que considera que el uso incontrolado de estos teléfonos ha acabado con la libertad del individuo.

Recuerdo con cierto anhelo y probablemente nostalgia, aquellos tiempos en los que aun existía capacidad de improvisación, sorpresa o aislamiento. Recuerdo que por aquel entonces Pedro Almodóvar era uno de los principales representantes de la Movida y que conseguíamos vivir sin ánimo de lucro con sólo dos canales de televisión. Y sorpréndanse, era gratuita.

Es más, sin irnos tan lejos puedo recordar tiempos de libertad y buenaventura, imagínense un ciclista español, navarro de nacimiento, ganó casi media docena de vueltas a Francia. Por otro lado, nuestras infantas, todavía jóvenes y lozanas vivían felices desde la soltería, sin traer Froilanes al mundo. Y es que cómo cambian los tiempos.

En mi opinión, el motivo del declive nacional no reside en el cambio de gobierno, ni en los nuevos controles de alcoholemia, ni siquiera en que la Constitución haya pasado la veintena. Reside en los malditos teléfonos móviles. Por estos puedo afirmar sin temor a equivocarme, que España se está convirtiendo en la mayor pijada que cualquier desvergonzado pueblo pueda tolerar. Y no puedo más que estar alarmado al ver que mis compatriotas se han convertido a su vez, en unos inútiles, incapaces de resolver un problema por sí solos. Se han convertido en unos desdichados «telefonomovilodependientes», intolerables, desvergonzados y mal educados.

No sé si serán conscientes, pero con estos dichosos teléfonos se ha acabado la libertad. Estar localizable, en la mayoría de las ocasiones es lo peor que te puede ocurrir. El arte del escaqueo por la puerta de atrás se ha terminado, con él han muerto la incertidumbre, la sospecha, el desconocimiento y la a veces tan buena compañera de cama; la falsedad. Por no hablar de la impertinencia de los detestables trastos, su inexistente respeto y elegancia. Con esto me refiero al de sus dueños, esos pijos, esos tiquismiquis, esos malnacidos que se llevan el aparato conectado allá donde van. ¡Qué viva la virgen!. Sin olvidar a los niños de diez y doce años, que me sorprenden cada vez con mayor precocidad con una horrible sintonía en el autobús.

Dadas estas condiciones, me dispongo a afirmar, que poseo algo que hoy en día escasea, como escasean las buenas personas. Poseo el orgullo de no tener móvil, y no es un orgullo cualquiera. Es un orgullo que se restriega cuando ves la factura de fulanito, es el orgullo que te llena el pecho cuando ves los beneficios de Telefónica, es el orgullo que te da derecho a mirar por encima del hombro aunque no lo hagas. Es el orgullo que te hace sentir libre, independiente y casi perfecto.

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