La vida en Atapuerca’ ocurre en algún lugar de la Sierra de Atapuerca en el tiempo en el que vivían los preneanderthales.

Era temprano, apenas asomaban los primeros rayos de luz por la entrada de la cueva cuando todos los miembros del grupo ya se habían levantado. Poco después, inducidos por el hambre, todos los jóvenes salieron en busca de alimento por los alrededores tanto para ellos como para sus hijos y los ancianos del grupo que apenas contaban con más de treinta años. Unas bayas y algo de carroña fue todo lo que pudieron encontrar, aunque bastaba para mantenerse un día más con vida.

A la vuelta a la cueva descubrieron que una de las ancianas del grupo no se había levantado ni mostraba el más mínimo movimiento, la balancearon una y otra vez, e incluso la restregaron un trozo de carne por la cara, pero nada, seguía sin reaccionar. Transcurrido algún tiempo se dieron cuenta de que había muerto, sin mostrar gesto alguno de tristeza aunque sí de desconcierto, cogieron el cuerpo y lo arrojaron a una oquedad cercana, ya fuera para que el cuerpo no atrajera a los leones o quizás por un sentimiento puramente humano de dejarla en un lugar tranquilo para su descanso eterno.

Volvieron a la cueva y se dispusieron a comer los restos de comida que quedaban lo que se reducía básicamente a huesos. Con ayuda de una herramienta de piedra muy afilada fueron desprendiendo pequeños pedazos de carne y, una vez que no había nada más, que rascar los golpearon hasta partirlos para poder comerse el tuétano. 

Ya estaba anocheciendo y se comenzaban a escuchar los sonidos de los animales que merodeaban por el exterior de la cueva. Sintieron ganas de adentrarse más en la cueva, pero el miedo a lo que podía acecharles en aquella tremenda oscuridad les detuvo. Bien abrazados unos a otros, cubiertos por pieles y sin separarse de los huesos astillados, que bien podrían servir para defenderse, se durmieron.

Aquella noche, antes de que se despertaran, un león entró en la cueva sigilosamente y les atacó, cinco de ellos murieron antes de poder matar al animal, pero una vez muerto, en lugar de lamentarse de las heridas y sus amigos muertos, se alegraron ya que tendrían comida para varios días y nuevas pieles con las que protegerse del frío. Después del banquete y una vez despojados los cuerpos de sus ropas y herramientas los arrojaron junto con la anciana que había corrido su misma suerte el día anterior.

Cada día tenían que luchar por su vida y pasar de los treinta era realmente cuestión de suerte.

 
Trabajo original