El reloj es uno de los inventos más prácticos y utilizados de la historia. A pesar de ir unido a nuestra muñeca o colgado del bolsillo, de estar presente en el salón y la cocina, en el vídeo y en los edificios de las instituciones, nunca nos hemos parado a pensar en la cantidad de clasificaciones que pueden hacerse de las máquinas que controlan el tiempo. Rubén nos destripa sus secretos.

El reloj es un sistema de auto-interacción mecánica cíclica que, proyectando la cúspide de su sistema mecánico sobre una esfera gráfica, muestra el tiempo exacto el momento y su correspondiente subdivisión del sistema de medida temporal a diversos niveles de transcurso y velocidad. (Aparte están los relojes de arena, etc., que no llevan mecanismo mecánico pero que como no sé describir los procesos físicos que permiten materializar en forma de movimiento físico el transcurso real del tiempo, pues no lo explico).

Hay relojes raros y diferentes; dependiendo de su tamaño (de pulsera, de cocina, un carillón), de su ubicación (de campanario, de mesa, de muñeca), de su sistema de sonidos (de cuco, de pitidos, de los que hablan), de sus aplicaciones técnicas (cronómetro, despertador), de su fama (el Big Ben, el mío), de su precio (un Viceroy, un Brail, un Casio), de su procedencia (del mercadillo, de joyería), de su género (de hombre, de mujer, de niño), del aparato en que estén (en el horno, en el vídeo, en el microondas), de su material (oro, cuero, plata, plástico, titanio), de donde aparezcan (en el telediario, en la carta de ajuste), de su antigüedad (de sol, de arena, de agua, mecánico, digital), de su forma (uno sobrio, uno de Agatha Ruiz, uno de Nike), de su portador (de Humprey Bogart, de Boris Izaguirre, el mío), de su importancia en el mundo (el de Greenwich, el de George Bush, el de la NASA), de su sitio en la casa (de cocina, de salón, de oficina, de baño, del cuarto de los niños), de su nivel de maquiavelidad (el despertador, el timbre del instituto), de su precisión (el de Willy Fog, uno calibrado en el Gran Hermano, el calibrado por la carta de ajuste), de los golpes sonoros con que se realice (los pitidos de la radio, las campanadas de la iglesia), de su nacionalidad (el chino de agua, el inglés mecánico, el egipcio de arena, el cuco suizo, el norteamericano digital), de su nivel de tradición de campanadas de Nochevieja (el de la Puerta del Sol, el de Nueva York), según todo lo mirado que sea (el del instituto, el del trabajo, el del trabajo, uno de medio del desierto), según la frecuencia con que cambie de hora (el de un avión, el de la torre del campanario de Ruiloba, el del Papamóvil), según las prestaciones de las que disponga (con cronómetro, con alarma, sumergible, brillante en la oscuridad), de su precisión y puntualidad (el de la sala de cine, el de la línea de trenes, el del aeropuerto de Barajas), de su relevancia para tu vida individual (el de las Tres Parcas, el de la estación del alto de esquí de Berna, Suiza), de su importancia nacional (el de Tejero, el del regidor de Gran Hermano), por su sistema de consumo energético (de cuerda, de pilas, solar), por su inexistencia (el del periódico, el del un absoluto impuntual), por su similitud entre sí ( el del consumo disparado de cromos con el de emisión de Pokemon), por su calidad (rayados, sin rayar, retrasados, sin retrasar, adelantados, sin adelantar), por su territorio al que abarque su hora precisa (el del coordinador general internacional de Eurovisión, el de la torre de Valdebotijo de Arriba), por su valor (uno de oro, de plástico), por su nivel de horterismo (uno de punto de cruz, uno de regalo de un hijo por el día de la madre, uno de trofeo en lugar de copa) y, en general, por muchos otros más motivos que carecen de relevancia.

Un reloj viene e ser un chisme que te dice la hora, para que te hagas una idea.

 

Trabajo original