*** 4:37 *** es el relato de Víctor Magaldi González, alumno de 2º Bachillerato C, que ha obtenido el primer premio de Narrativa (Nivel I) del concurso literario del IES Las Llamas de Santander.
A medida que los años avanzan, nos parecen los inviernos más oscuros y fríos, y la primav era destemplada y poco de fiar y el sol del verano como si enredase entre sus rayos una nube lejana y plomiza que le quitara fuerza.
Esto es lo que se me reveló súbitamente al observar mi rostro en el espejo, acaricié una vez más los surcos que las arrugas se habían empezado a cobrar en mi cara debido al paso de los años. Cerré el flujo de agua que manaba del grifo y entre penumbras regresé a mi habitación guiándome por la luz del reloj digital que marcaba las 4:37 y me tumbé sobre la cama deshecha donde yací hasta que comenzaron a despuntar los primeros rayos de luz.
La mañana siguiente transcurrió con normalidad, con demasiada normalidad… la jornada de trabajo no fue mejor que las demás ni tampoco peor que cualquier otra. Sin embargo, yo me sentía distinto, no sabría decir por qué, tal vez fue la claridad que aquel nítido día de mayo dejaba entrar por mi ventana, o quizá el aroma de la taza de café que tomé tras el almuerzo.
Una vez anduve de camino a casa, me fijé en el rótulo de un bar en el que nunca antes había reparado, tampoco es de extrañar puesto que no suelo frecuentar ese tipo de lugares, pero algo que en su momento no pude explicar me empujó a entrar y sin darme apenas cuenta, había cruzado el umbral de la puerta y estaba dentro del establecimiento.
Una vez dentro, me sobrecogió la grotesca decoración de aquel tugurio, lámparas nacaradas aparentemente carísimas iluminaban la barra que se extendía en forma circular ocupando el centro mismo del local mientras que tenues focos halógenos apuntaban lugares muy concretos dejando en penumbras una zona reservada para las mesas, los haces de luz dejaban entrever hebras azuladas de humo que ascendían hasta dar a parar con el techo, éste tenía dos grandes agujeros situados sobre una de las esquinas visibles producidos seguramente por la humedad ya que justo debajo estaba la puerta de acceso a los servicios. Intenté caminar y la suela de mi mocasín se quedó pegada, sin duda, debido a la mugre que se acumulaba en el suelo que pedía a gritos varios botes de lejía.
Llegué hasta la barra y un camarero de tez cenicienta y con pinta de extranjero me preguntó, escatimando en educación, qué es lo que deseaba.
– Un… una copa – acerté a titubear.
El camarero puso los ojos en blanco y dedicándome una mueca de desprecio me dio la espalda y comenzó a prepararme un brebaje verdoso a base de vodka y licor de menta. Me senté en un taburete y dediqué toda mi atención a las personas que me rodeaban, habría unas veinte agrupadas por parejas o cuartetos casi todos y otro par de tipos que como yo estaban en solitario apurando sus consumiciones con avidez sentados en taburetes y apoyados sobre la sucia barra de mármol simulado.
Yo podía percibir el murmullo de algunas conversaciones que se alzaban sobre una música instrumental grave y repetitiva que el apático camarero controlaba desde el equipo musical; cuando una canción terminaba, las conversaciones cesaban durante un instante y eran retomadas en un tono más bajo cuando la música de la siguiente canción comenzaba a sonar. Me levanté del taburete para ir al servicio, pero, cuando llegué hasta él, un terrible hedor me hizo cambiar de opinión y regresar a mi asiento frente a mi copa intacta. Sentía mucho calor, los aparatos de ventilación estaban desconectados y el ambiente estaba muy cargado, los ojos se me estaban irritando y los cerré para mitigar el picor; cuando los abrí de nuevo, uno de los tipos que estaba en la barra se tambaleaba hacia mí mostrando claros síntomas de su estado ebrio, me miró fijamente y balbuceó unas palabras ininteligibles; por mi parte, traté de responder, pero no tuve ocasión ya que aquel pobre diablo cayó de bruces contra el suelo.
– Ya he visto suficiente por hoy – pensé.
De modo que dejé sobre la barra un billete cuantioso y, sin esperar el cambio, abandoné aquel antro escuchando tras de mí las carcajadas de la gente que había presenciado la escena.
Al salir del bar aprecié que había oscurecido y un viento gélido me azotaba al caminar calle abajo; cambié de acera para que la pared me sirviera a modo de parapeto. En mi mente se dibujaban continuamente las facciones del hombre borracho y la decadencia del bar; en mi interior algo se compadecía de todo aquello y mi conciencia quedó más tranquila cuando lo justifiqué diciéndome a mí mismo que tal vez hubieran conocido tiempos mejores. ¿Realmente aquel pobre borracho habría sido feliz alguna vez? ¿El negocio del bar habría sido próspero? ¿Aquel camarero con cara de pocos amigos estaría realmente contento con su vida?
– Bueno, ¿y eso para mi qué importancia tiene? – me dije.
Y mi cuerpo se estremeció de repente, la piel se erizó y me percaté de que había torcido una esquina y el viento soplaba de nuevo con fuerza. Cesé de caminar y advertí que después de tantos años transitando las calles de aquella ciudad que se me antojaba cada vez más lóbrega, nunca había deambulado tan desamparado del abrigo de las masas de personas que a la luz del día se cruzaban entre si, extraños unos de otros, coexistiendo bajo la atenta mirada de las altas edificaciones, los ruidosos vehículos, o las farolas que ahora me ayudaban a orientarme en las frías y empedradas calles.
En esta zona de la ciudad, el viento y la lluvia habían dejado una profunda huella con el paso de los años en las fachadas de los edificios, y entre unos contenedores de basura advertí unas pintadas que algún simpatizante radical de un partido político extremista había dedicado en un tono bastante obsceno a todas las personas que no compartieran ciertos ideales. Tras uno de los contenedores de basura creí ver una sombra, agucé mis sentidos y como una exhalación salió corriendo un indigente aferrado a una botella cuyo contenido intentaba por todos los medios preservar en su huida.
– ¿Acaso trataba de escapar de mí? ¿Qué podría hacerle yo?
En aquel momento no supe concretar muy bien qué es lo que tanto temía aquel pobre hombre.
El maullido de un gato me hizo girar, no logré visualizar al animal; sin embargo había un cartel que me llamó la atención. Se trataba de un proyecto urbanístico que consistía en la construcción de unas cuantas casas de lujo ubicadas en la misma parcela en la que me hallaba. Movido por algo en mi interior volví a mirar la fachada del antiguo edificio de las pintadas y entonces comprendí que iba a ser derruido. Tal vez por eso corría el indigente de la botella, quizá escapaba de derruir su vida, ¿Correría el edificio si pudiera salvar su vida?
Llegué a casa y abrí un viejo armario donde guardaba algunas botellas con licores, la mayoría estaban precintadas aún. Tomé una de ellas al azar y bebí un largo trago mientras un sentimiento de desasosiego me invadía; de repente rompí a llorar y todo en mi cabeza cobró sentido.
Mi mente se convirtió en un campo de batalla asediado por ideas de las que mi corazón intentaba resistirse, pero siempre estaban ahí acechándome incansables,… Después de media botella, mi cara humedecida por el llanto, me entregué a comprender que yo también necesito correr para sobrevivir ante la decadencia, y mi único medio de transporte es un monótono trabajo que no soporto o un teléfono que nunca suena o una casa que se queda sola cuando yo no estoy. Mi rival en esta carrera es más veloz que yo y cruzará la línea de meta antes de que yo pueda encontrar el camino del que me perdí hace tanto tiempo.
Es ahora cuando me identifico con tantos otros que tomaron derroteros equivocados que no tienen salida y siento que para ganar esta carrera sólo me queda utilizar un atajo que nos está prohibido o no tenemos valor para cruzar. Y ahora, mientras escribo estas palabras, necesito abrir la ventana para tomar un poco de aire y visualizar mi atajo; precipitarme al vacío ciertamente sería ganar al tiempo en esta carrera; ver cómo él me gana sería admitir una derrota y una lenta humillación, y soñar por unos ideales es lo que me queda ante la imposibilidad de obtener eso que llaman felicidad.
Escribo las últimas líneas de mi cuaderno mientras apoyo mi pierna sobre el alféizar de la ventana y siento una leve brisa que golpea mi rostro; miro hacia arriba e intento ver a través de un cielo encapotado, buscando algún tipo de señal que pueda interpretar; miro, quizá por última vez, hacia el interior de mi habitación y entre sombras veo un reloj que destella marcando las 4:37.