Trabajos premiados en el concurso ‘Amor en tiempos de pandemia’ del IES Las Llamas de Santander. En este certamen, el alumnado podía participar con relatos relacionados con el amor (en sentido amplio) y con la situación de pandemia que estamos viviendo.

El ganador fue Leo Sánchez, alumno de 2º de ESO, con ‘Alice’; Miranda Jáuregui, alumna de 1º de ESO, consiguió el segundo premio con ‘Cómo Julia viajó a la otra punta del mundo sin moverse de casa’ y el tercer premio fue para Telma Madrazo, alumna de 1º de ESO, con ‘A través de un ventanuco’.

ALICE
Por Leo Sánchez, alumno de 2º de ESO

Hola, me llamo César, tengo 21 años y vivo solo en un apartamento en Bélgica. Hace unos meses, empezó a expandirse una mutación de un virus llamado SARS-19, un virus que se creó hace treinta y siete años, en el 2020. Causó un gran estrago, a pesar de ser un virus no muy mortal. Esto fue debido a que se expandía muy rápido. Al cabo de un año hicieron la vacuna. Actualmente, una mutación de este virus ha provocado que nos encierren a todos en casa puesto que es más peligroso, el índice de mortalidad es muy elevado.
El confinamiento al principio no cambió mucho mi vida, ya que antes tampoco salía mucho, solo para trabajar. Tengo un único amigo, Igor, vive en Luxemburgo, donde vivía yo hace dos años antes de mudarme a Bélgica. Se supone que somos mejores amigos, aunque sinceramente, es mi único amigo, es repelente como el solo, pero tenemos los mismos gustos. Cuando comenzó el confinamiento, hablaba con él por redes sociales y, de vez en cuando, jugábamos a videojuegos juntos. Fuera de esto,no tengo ningún otro tipo de relación.
Para evitar salir de casa, el gobierno nos ha proporcionado un robot para que haga los recados por nosotros y, también, para que la gente que vive sola como yo, tengamos un poco de compañía. Mucha gente ya disponía de estos robots, pero ahora los tenemos todos. Mi robot es una mujer, se llama Alice. Sinceramente, si Alice hubiese aparecido por primera vez delante de mí y no me dicen que es un robot,
hubiera pensado que es una persona de carne y hueso. Al principio no le hacía caso ni le respondía a cosas como “Hola, ¿qué tal estás, César?” porque me chirriaba la idea de que fuese una máquina. Al cabo de unas semanas, comencé a responder con respuestas cortas y secas, pero ella era muy insistente y de vez en cuando acabábamos entablando conversaciones.
El tiempo iba pasando, la idea de que era un robot se iba esfumando. Nos reíamos, hablábamos más, jugaba conmigo al ajedrez, aunque yo perdía, siempre me enseñaba una cosa nueva muy dulcemente. Llegó el día en el que incluso la trataba como si nos conociéramos desde pequeños. No era del todo consciente de que estaba conectando emocionalmente con un robot.
Acabó el confinamiento y se llevaron a Alice. Me dio mucha pena desconectarla, pero me repetía a mí mismo que era una máquina. Volví al trabajo, pero mi vida era aburrida y empecé a echar de menos a Alice. Los días eran cada vez más grises.
Intenté salir y socializar, pero la gente había cambiado debido al largo confinamiento, y yo también había cambiado. Me sentía cada vez más solo. No me podía quitar de la cabeza a Alice. ¿Era posible querer de igual manera a una persona que a una máquina? Lo que sí tenía claro es que la echaba mucho en falta y me sentía vacío sin ella. No me la podía quitar de la cabeza.
Días después, en un supermercado vi a Alice. Sin pensar corrí hacia ella.
– ¡Alice! –grité entusiasmado.
No respondió. Continuó haciendo la compra. La agarré del brazo y dije:
– Soy César.
– Su nombre no aparece en la lista de contactos del señor Dubois –contestó apartando su brazo.
Me quedé mirándola mientras ella continuaba con sus quehaceres. De repente, a unos metros se acercaba una mujer hacia nosotros. La miré. No me podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Era otro robot igual que Alice.

 

CÓMO JULIA VIAJÓ A LA OTRA PUNTA DEL MUNDO PERMANECIENDO EN SU HOGAR
Por Miranda Jáuregui

Julia se despertó sin ánimo alguno de empezar el día, tan solo llevaba cuatro días “encerrada” en casa y ya estaba muy cansada. Julia siempre había sido una niña muy activa, a ella le encantaba correr, saltar, bailar… Todo lo que conllevaba moverse hacía pasar a Julia un buen rato, y ahora que ya no podía hacerlo hacía que se sintiera apagada.

Ella se levantó y avanzó rápidamente hasta llegar a su cocina, su casa era muy pequeña por lo que esta se encontraba a tan solo cinco pasos de su cama. Se asomó y vio a su padre leer el periódico alegremente.
– ¡Buenos días, Julia!- dijo su padre.
– Buenas -dijo la niña con un tono entristecido.
– Tengo una gran idea, ¿por qué no coges este libro de la estantería y comienzas a leerlo? Yo me lo leí a tu edad, ¡me pareció maravilloso! Así tendrás algo que hacer, que últimamente te veo muy aburrida-, dijo su padre en un tono divertido.

Julia anduvo hasta llegar a la estantería de la cocina, hizo todos sus esfuerzos para coger el libro; sin embargo, este estaba en el estante más alto, por lo que le tuvo que pedir ayuda a su padre. Este se acercó y la ayudó a bajar el libro. Julia miró la portada excitada: era una portada preciosa, en la que se encontraba una chica de cabello castaño mirando a un pequeño amuleto verde esmeralda. La obra se llamaba ‘Katherine y las tres mil nieblas’.

Julia se llevó el libro corriendo a su cuarto, aunque en cuanto comenzó a leer la primera página perdió su interés y lo posó en su mesita de noche. Volvió a tumbarse en su cama e intentó distraerse, pero no lo consiguió. Entonces Julia decidió que debía darle otra oportunidad a la historia. Volvió a agarrar el libro, lo acercó a su cama y comenzó a leerlo.

El tiempo seguía pasando y Julia continuaba leyendo, definitivamente la historia la había hechizado. En tan solo unas horas les había cogido un amor incondicional a los personajes y cada vez la novela conseguía causarle más interés.

Los días pasaron y Julia seguía dedicando sus tardes a leer, hasta que un día el maravilloso libro que había conquistado a Julia durante más de dos semanas se terminó. Ella no pudo aguantar las lágrimas y comenzó a sentir un gran vacío. Julia se acercó a su cocina, donde de nuevo se encontraba su padre. Este estaba cocinando y al ver sus lágrimas, inmediatamente entendió lo que le había sucedido a su hija, puesto que a él le había ocurrido lo mismo cuando muchos años antes había terminado de leer aquella historia.

Julia siempre había pensado que leer era una pérdida de tiempo y que no merecía la pena, pero ahora se había dado cuenta de lo que era realmente una buena historia. Un libro que conseguía atraparte y llevarte a otro lugar con otras nuevas personas. Su padre le sonrió y le señaló otro libro. Julia corrió hacia la estantería y lo agarró, ya  que por suerte para ella esta se encontraba en la estantería más baja.

Desde ese día Julia sintió un verdadero aprecio por cada novela que caía en sus manos y, aunque estuviera «encerrada» en su casa, sintió cómo cada vez que abría una historia se encontraba en otra parte del mundo.

 

A TRAVÉS DE UN VENTANUCO
Por Telma Madrazo

Desperté y me encontraba sola. Ni mis padres, ni el plasta de mi hermano. Ayer me estuve peleando con él porque se encerró en mi habitación y me dijo que se quedaría allí para siempre. Pero ahora no estaba. ¿Dónde podrían haber ido?, me pregunté.

Aquella noche, mi hermano había estado tosiendo. Quizá mis padres lo habían llevado al médico. Ahora cualquiera que tose o se encuentra mal puede tener COVID. Mis amigas dicen que es un invento de los profesores para mandar más tarea, pero yo no estoy tan segura… De pronto sonó el timbre. Hacía frío y era de madrugada. ¿Quién podía ser sino mis padres? Bajé con cuidado las oscuras y sinuosas escaleras de mi casa hasta llegar a la puerta. Mis padres me han dicho un millón de veces que no abra la puerta a extraños. Así que me subí a una silla y miré por la mirilla de la puerta. Al principio solo distinguí la silueta de una mujer delgada, alta y que llamaba impaciente a la puerta, pero cuando me fijé más descubrí que era mi abuela (ahora es difícil reconocer a la gente cuando lleva mascarilla). Así pues, abrí la puerta.

– ¿No te han dicho tus padres que no abras la puerta a nadie?- me reprochó.
– He mirado- le respondí con cierto tono de arrogancia- ¿Qué haces aquí?, ¿sabes dónde están mis padres y mi hermano?, ¿cuánto tiempo tardarán en volver?
Se mantuvo pensativa unos segundos y finalmente dijo:
– Coge un abrigo y unos zapatos, da igual que lleves el pijama puesto, te espero en el coche.
Confundida volví a subir las escaleras y me dispuse a obedecer.

Una vez ya en el coche me percaté de que no íbamos a casa de mi abuela. Finalmente pregunté.
– ¿A dónde vamos?
– No puedes ser más impertinente, ¿verdad?
– Quiero saber a dónde vamos – respondí casi haciendo un puchero.
– Vamos a hacer un recado y tú te quedarás en el coche, si me haces el favor.
No quise insistir. Tampoco buscaba enfadar a mi abuela, así que me limité a mirar por la ventanilla desde el asiento trasero con el ceño fruncido. De pronto paró en un aparcamiento. Los cristales del coche estaban empañados de forma que el exterior se veía borroso, pero de todos modos había perdido todo el interés por saber dónde estábamos. Antes de irse, me recalcó que no me moviera de allí y cerró la puerta.

Tenía sueño, hambre, estaba incómoda y me aburría como una ostra. Una situación idílica, desde luego. Además soy muy impaciente, lo que incitó finalmente que mirase por la ventanilla. Me encontraba en el hospital. Había estado pocas veces en aquel lugar, lo cual hizo que mi curiosidad comenzara a crecer hasta que, finalmente, haciendo caso omiso de las palabras de mi abuela, abrí la puerta y me dirigí hacia la entrada.

Solo tengo diez años, soy pequeñita, lo que ayuda a que la gente no se fije en mí o me mire con desgana y vuelva a sus asuntos. Pasé por debajo de enfermeras, doctores y familiares de ingresados hasta que, entre el escándalo que había ahí dentro, reconocí el agudo timbre de mi madre. Guiándome por mi oído, seguí su sonido hasta llegar a la unidad de cuidados intensivos. Allí vi a mis padres y mi abuela hablando con un doctor de bata blanca. Aparentaban estar tan afligidos y preocupados que no se percataron de mi presencia. Con cuidado, me acerqué hasta un ventanuco situado en la pared de uno de los cubículos donde se hallan los enfermos, y cuál fue mi sorpresa al comprobar que era mi hermano el que se encontraba en esa camilla, debatiéndose entre la vida y la muerte. Me quedé atónita. Los ojos se me empañaron de lágrimas. Nadie puede imaginar lo que fue para mí verlo ahí, como dormido, sin poder entrar a abrazarlo y decirle lo mucho que en realidad le quiero, diga lo que diga cuando me enfado con él.

Y en ese momento fue cuando caí en la cuenta de que quizás nunca podría volver a decirle «te quiero». En ese instante no pude hacer otra cosa que llorar, llorar como nunca lo había hecho, llorar por el amor fraternal que le profesaba. Entonces y menos mal, mi madre vio cómo no podía apartar la mirada de ese ventanuco y lo hizo ella por mí. Me obligó a retirar la vista y en una silla de la sala de espera me meció hasta que me dormí.

Las siguientes semanas fueron muy duras. Tuve que aprender a agarrarme a la esperanza, ansiando que volviese pronto… todas las mañanas le hacía un dibujo y se lo llevaba con mi abuela al hospital, para colgarlo en aquel ventanuco para que el día que despertase, lo primero que pensase fuera que yo me había acordado de él, que había rezado para que estuviese bien y que por encima de todo le quería mucho. Así que el día que volvió a casa fue uno de los días más felices de mi vida y por fin entendí que no valoras lo que tienes hasta que estás a punto de perderlo. Te quiero, Hugo.