Un gitano viejo no duda en vengar la violación de su nieta Marta, aunque el culpable sea el Grillo, miembro de una de las mayores familias gitanas de Madrid.

Suena la campana de la Puerta del Sol, gritando a la gente que son las doce. Hace un bochorno espantoso, propio de una mañana de finales del mes de abril.

Un viejo gitano se acerca al monumento. Viste un raído pantalón de pana, deshilachado, y una camisa de franela llena de remiendos. En la comisura de los labios le baila un Celtas. Aminora un poco su andar renqueante, para mirar de reojo el roñoso reloj que cuelga de su muñeca derecha. Las doce pasadas. Levanta la cabeza y, forzando un tanto la vista, le ve. Sentado en la terraza del bar «La Puertecita», el «Grillo» sonríe. El viejo, por el contrario, está muy serio. Preocupado. Siente como el sudor le empapa la espalda, como la pequeña cadena de oro se le pega al pecho.

Se sienta a su lado. El «Grillo» no deja de sonreír. El viejo hace una seña al camarero. Al acercarse le pide un tinto. Mientras ve como éste se aleja, frota sus manos por la pana para eliminar de ellas el sudor. Ha llegado el momento. Ante él tiene a un miembro de una de las mayores familias gitanas de Madrid.

– ¿Qué quieres, viejo? – oye que le dice. Sus manos juguetean con el pequeño vaso del tinto. Se nota la garganta llena de algodón. Apura el vino de un solo trago. Siente la mirada del » Grillo » fija en él. Toma aire. – Pues mire usted, jefe – balbucea. El caso es que… – ¿Que qué quieres? – le corta el gitano. – Soy el abuelo de la Marta – se oye responder a si mismo con un soplo de voz.

El «Grillo» queda unos instantes en silencio. Mientras, el gitano nota como su corazón va a saltársele del pecho. Ojalá dijera algo. Lo que fuera. Pero que no le deje así, en silencio. El camarero retira el vaso vacío. El viejo aprovecha para pedir otro tinto y, de paso, romper el mutismo. Se frota las manos en la pana otra vez. Le sudan mucho. Se da cuenta de que le está hablando. Que tranquilo está – piensa-. Ve como se levanta, al tiempo que se despide. El viejo se levanta a su vez. Ha llegado el momento. Debe hacerlo ahora. Nota como el sudor humedece sus manos, que tiene metidas en los bolsillos. Sus dedos rozan las cachas negras y frías de la navaja que lleva guardada. No se decide. El «Grillo» no deja de sonreír. Le da una palmadita benevolente en el hombro.

No te preocupes, viejo – le dice el «Grillo»- . Tu nieta puede casarse con cualquiera. Ya sabes como son estas cosas, ¿no?. Agarra la navaja. El «Grillo» rebusca en su cartera. El dinero cae sobre la mesa. El viejo lo mira con el rabillo del ojo. Hay una espléndida propina. Saca la navaja, que se abre con un chasquido. La primera vez se mueve y le acierta en el hombro. La siguiente le alcanza en el pecho. Oye los gritos del «Grillo» mezclados con los de la gente. Sigue apuñalándolo. Tres, cuatro, cinco veces Tiene el brazo agarrotado. Su manga derecha esta empapada de sangre. Sangre roja y espesa incrustándose en la franela. El «Grillo» esta allí, a sus pies. El viejo guarda la navaja. Mira a su alrededor. Sus ojos se encuentran con los de la gente que lo observa. Lo he matado – se dice-. Se remanga la camisa, para que la mancha de sangre fuera lo menos aparente posible. Comienza a caminar en silencio Las palomas se agolpan a los pies del gitano que, sentado en un apartado banco del Retiro, les regala un mendrugo de pan. Y mientras las manos desmigan el pan reseco, los recuerdos luchan por aflorar en la mente del anciano.

Ha nacido en Barcelona. Su madre, una gitana de nombre Rosario, que dedica la mayor parte del día a pedir limosnas en Las Ramblas, ya ha tenido otros tres niños. Corren los años veinte. Sus primeros recuerdos son negros, muy negros. Su padre, un cantaor gitano venido de menos a nada, bronquista y bebedor, le puso la mano encima por primera vez a los cinco años, cuando intentaba proteger a su madre. No te metas en los asuntos de los mayores – le grito. Sintió como la sangre fluía hacia su boca procedente de su nariz rota. Apretó la mandíbula mientras sus ojos se clavaban con ira sobre el rostro de su padre. Eso le costó otra bofetada. Una noche su padre llega a casa más borracho que de costumbre y la emprende a golpes con su esposa. Después de pegarla hasta que su rostro no fue más que un amasijo de carne, se tumbó y se quedó dormido. No volvería a despertarse. Recuerda haber visto a su madre empuñar un cuchillo de cocina y clavárselo en la espalda. Y recuerda que sintió algo que nunca antes había experimentado mientras veía como su padre se desangraba sobre aquel jergón, dentro de una vieja chabola. Sintió alivio.

Se ha acabado el pan. Las palomas picotean ansiosas el suelo, en busca de algunas migajas. El viejo sonríe. En cierta forma se las parece. Él también da picotazos. Él también busca y no encuentra, desde hace mucho tiempo, muchas cosas en muchos sitios distintos.

Después de la muerte de su padre, su madre se los lleva a Huesca, donde tiene familia. Los primeros meses viven aterrorizados por la idea de una venganza de los parientes de su padre. El tiempo pasa rápido. Poco después comienza a trabajar en la pescadería de sus familiares. Tiene quince años. Su vida transcurre entonces entre el trabajo, algún que otro escarceo amoroso y, de vez en cuando, pequeñas peleas con los gitanos del barrio.

Comienza a llover. Calabobos – piensa. Fija sus ojos en el suelo. Las gotas de lluvia van tiñendo poco a poco el suelo. Echa mano al bolsillo de la camisa y saca un Celtas de la cajetilla. Se ha levantado una pequeña brisa, así que protege la cerilla con las manos. Se lleva el cigarro a la boca y da una fuerte calada. Siente el sabor amargo y raspante del humo, encerrado en su garganta. Lo va soltando en partes, sin prisa, saboreándolo. Siempre le ha gustado fumar bajo la lluvia, notar como el aroma del tabaco se funde con el de la tierra mojada. También aquella noche llovía – dice. Se recuesta en el banco y cierra los ojos, mientras el cigarro humea entre sus labios.

Está sentado en la puerta de su casa. Fumando. Sintiendo como el agua que cae del cielo empapa su cabello negro y rizado. La guerra ha empezado hará ya tres años. Todos los días llegan noticias teñidas con la sangre de familiares, de amigos, o de los que hasta ayer lo eran. Da gracias a Dios por ser demasiado joven para ser reclutado. Apenas dieciséis años cumplidos. Jeremías y Saúl, sus dos hermanos, por el contrario, si que fueron llamados a filas. Es una noche tranquila. Oye sirenas. Tiene un mal presentimiento, así que apaga el cigarro y se esconde tras un montón de chatarra. Se produce una explosión. Y otra. Las llamas lo llenan todo. Ve como su casa arde. Corre hacia el edificio. Sabe que puede morir, pero también sabe que su madre y su hermana están dentro. Cuando cruza el umbral el calor es asfixiante. Apenas ve. Grita los nombres de su madre y su hermana. Corre entre el fuego que sube por las paredes del pasillo, devorando el papel pintado. Caen tizones junto a él. Tiene miedo. Mucho. Entra en lo que antes era su cocina. Ve un cuerpo debajo de la mesa. ¡Madre! – grita. La mujer levanta la cabeza y sus ojos brillan. Tiene una quemadura en el pómulo derecho. La agarra de los brazos y tira de ella con fuerza. La ayuda a incorporarse. El fuego. Avanza inexorablemente por todas las habitaciones. El techo, de madera vieja y carcomida, comienza a crepitar. ¡Donde está la Ana! – pregunta a su madre zarandeándola . ¿Dónde está la Ana? El techo se derrumbará de un momento a otro. Envuelve a su madre en su chaqueta y la empuja hacia la puerta. Ahora, con solo una camisa, el fuego le parece más cercano. Se dirige a la habitación de la Ana. Cuando el techo se desploma ya está en la calle junto a su madre. Ella le pregunta por su hermana. No puede contestarla. No puede decirla que al abrir la puerta de su habitación, sólo encontró un cuerpo calcinado. La dice que no la encontró. Nunca podrá explicarla el olor a carne quemada que aspiró, que aspirará mientras viva.

No se ha dado cuenta, pero cuando abre los ojos ve que la lluvia ha arreciado. Está empapado. El Celtas se le ha consumido casi por completo. Mira a su alrededor, en busca de algún árbol bajo el que refugiarse. Encuentra uno cerca, y se sienta a sus pies. Aquí no me mojaré tanto – piensa.

Después del bombardeo, y tras el funeral por su hermana, sigue trabajando en la pescadería. El tiempo pasa rápidamente y, con veinte años, se casa con su prima. Recuerda su boda. Fue la última vez que vio a sus hermanos. Jeremías fue alcanzado por una bala perdida en una maniobras y Saúl murió en la batalla del Ebro. Recuerda a su esposa. Si cierra los ojos, puede verla de pie ante él, como cuando comenzó la ceremonia; con su vestido blanco de flores azules y rosas, y su pelo moreno cayéndole sobre los hombros. Con aquellos ojos negros y grandes, que lo miran como nunca nadie lo ha mirado. A veces piensa que es lo único bueno que ha tenido en su vida. Cuando lleva apenas un año casado, nace su única hija, a la que llama Ana.

No escampa. Decide que lo mejor es marchar a casa. Se levanta. Le da un ataque de tos. Debería dejar de fumar – se dice con una sonrisa. Para los pocos años que me quedan- se contesta a sí mismo. Comienza a andar.

Su madre murió un atardecer. Ella siempre decía que los atardeceres le gustaban mucho, porque parece que el Sol se esconde de la gente para siempre, pero resulta que no, que al cabo de unas horas vuelve a salir, tan feliz y tan contento como siempre. Cuando podía, agarraba una silla y se sentaba, en las últimas horas de la tarde, a disfrutar de la puesta de Sol. Murió un atardecer, un atardecer de tonos rojizos que teñían los lejanos montes y los cercanos edificios, echada en la cama, bañada por los últimos rayos cálidos que se filtraban por la ventana de su cuarto.

Se detiene ante una tienda de ropa y entra para comprar una chaqueta de lana para su nieta.

El día que cumple cuarenta y dos años, un joven gitano se presenta en su casa. Nada más verle, con aquel sudor perlándole la frente, y aquella risita nerviosa, supo por que iba a visitarlo. Sonríe. Sabe lo que está sufriendo el pobre muchacho. Cuando él fue a pedir la mano de su esposa, el padre de ésta le pareció temible. Y era su tío. Después de la boda, su hija y su esposo se instalan en su casa. Él trabaja en la pescadería, mientras ella ayuda a su madre en las labores del hogar. Dos años después nace Marta, su primera nieta.

Se encamina a una boca de metro. Instalado ya en un asiento, fija su mirada en la chaqueta de lana.

Recuerda que se emocionó cuando la vio por vez primera. Era tan chiquita, tan poquita cosa. Le gustaron sobre todo sus ojos. Unos ojos negros grandes y profundos, como los de su abuela, plantados en una carita morena en la que apenas cabía nada más. Tenía la piel suave y aceitunada, lisa y brillante.

El metro va casi vacío, por lo que se permite el lujo de encender un pitillo. Comienza a tener frío. La ropa, empapada por la lluvia, se le pega al cuerpo. Tiembla un poco.

Hace apenas nueve años, su hija y su yerno mueren en un accidente de coche. El matrimonio se hace cargo de la niña, ya que la familia del padre vive en Salamanca. Poco tiempo después, venden la pescadería y se trasladan a Madrid. Alquilan un piso, pero el dinero de la pescadería se acaba pronto y deben buscar otro sitio. Se instalan en una chabola, en la periferia. El viejo se dedica a hacer chapuzas para ir tirando.

Salta al arcén. Está empezando a moquear. Desea que haya dejado de llover. No hay suerte. La lluvia lo recibe a la salida del subterráneo. Estornuda. Busca un pañuelo pero no encuentra ninguno. Cuando va a limpiarse a la manga, recuerda que la lleva remangada. -Está remangada porque has matado a un hombre- se dice. No tenías más remedio Fernando, no tenías más remedio – se repite mientras anda.

Él había intentado hablar con el «Grillo». Y sólo Dios sabe lo que le costaba contener la rabia. Cada vez que cerraba los ojos veía a su nieta con la cara amoratada y con el vestido hecho jirones, llorando. Ante sí estaba el hombre que había violado a su nieta, a una niña de tan sólo trece años. En su cabeza resuena la conversación mantenida con el gitano. El viejo le pide una compensación. Se niega y se burla, insinuando que su nieta es mucho más lista de lo que parece.

Ya ve la chabola. Apenas faltan unos cien metros. Se detiene. Algo va mal. No hay nadie. No se oye nada. Algo va mal – se dice. Huele raro. No identifica el olor, pero no le gusta. Suena un disparo. Siente como la bala le desgarra la espalda. ¡¡Gasolina !! – grita. La vista se le nubla y cae. Apenas puede respirar. Voy a morir – piensa. Y, mientras piensa qué va a ser de su nieta, levanta la cabeza unos palmos del suelo, lo necesario para ver, a través del barro que cubre y gotea de su pelo, a través de la cortina que forma la lluvia, como comienza a arder su chabola.

 

«En la mañana de ayer, en pleno centro de Madrid, un anciano de raza gitana, de edad comprendida entre los 60 y los 65 años, vestido con un pantalón de pana y una camisa de franela (según la descripción de los testigos ) apuñaló a un joven, también de raza gitana y conocido como el «Grillo», con el que momentos antes había compartido mesa en la terraza de un bar. El anciano, aún sin identificar, asestó una serie de siete puñaladas sobre el cuerpo del joven R.E.T., causándole la muerte inmediata. Después, el ya conocido como «Asesino de la navaja» se dio a la fuga, ante el estupor de la gente que presenciaba la escena. La policía aún no conoce el motivo de la disputa, aunque no descarta que se tratara de un ajuste de cuentas».

El Mundo. Madrid. 27/3/88 / P.F.S. Madrid.

 

Muerto de tiro en la espalda posible «Asesino de la navaja»

«En el mediodía de ayer, fue encontrado herido de gravedad F.S.E. Una patrulla de la policía que acudió a la zona al tener conocimiento de los disparos encontró el cuerpo. Rápidamente se procedió a trasladarlo al hospital Gregorio Marañón, donde ingresó cadáver. El incidente ha causado una gran conmoción en la comunidad gitana que habita el barrio donde se han producido los hechos, ya que la víctima era un hombre alegre y simpático, y al que no se le conocían enemigos. La policía, sin embargo, investiga la relación de este suceso con el asesinato de un joven gitano, alias el «Grillo», muerto a navajazos, ya que se sospecha que esta víctima pueda haber sido el agresor del joven. Cobra solidez, por tanto, la hipótesis inicial de que se trataba de un asunto de ajuste de cuentas».

A.D.T. Madrid

 

Trabajo original